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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

Maldita (6 page)

* * * *

Las mañanas eran todavía muy frescas a finales de abril en la casucha. Lucía sacó las manos de entre las mantas para alcanzar su chupete y lo encontró enredado en el pelo de Carmen. La luz entraba desafiante por la ventana y le extrañó que su abuela aún estuviera durmiendo. Le puso la manita sobre la cara para llamar su atención y la notó fría, muy fría. Se incorporó para mirarla e, instintivamente, lo supo. Supo que dentro de aquella piel blanca y gélida no estaba ella. Puso la cabeza sobre su cómodo pecho buscando cobijarse en su calidez, pero un fuerte escalofrío recorrió su cuerpecito. La abuela estaba arrecida. Aterrada, buscó su talismán rosado y, aferrada a él, trepó por el extraño cuerpo que la acompañaba buscando el lado libre de la cama para alcanzar el suelo.

Lucía empezó a dar vueltas por la habitación haciendo pucheros. Iba y venía como un cachorrillo perdido, empinándose de vez en cuando sobre sus piececitos descalzos para alcanzar con la vista la ventana. Empezó a llorar desconsoladamente mientras buscaba su muñeca azul, sin soltar el chupete. Abatida y hambrienta, horas después, se quedó dormida en un rinconcito de la cama, con su chupete, su manta y su muñeca, evitando tocar los fríos pies de su abuela.

—¡Doña Carmen, abra! —Ángel la llamó por tercera vez mientras daba golpes en la puerta—. Le traigo la tela que le encargó a mi tía.

Lucía se despertó. Rápidamente acercó a la puerta un cajón para alcanzar la cerradura. Ángel tuvo que esperar un buen rato hasta que la niña consiguió abrir la puerta, casi la derriba al empujar desde el otro lado.

—¿Qué pasa Lucía? ¿Y tu abuela?

A sus tres años y cinco meses, Lucía seguía sin hablar. Cogió de la mano a su vecino y lo llevó hasta el lecho de su abuela. Ángel no necesitó más que un leve vistazo para darse cuenta de que lo que tenía ante sí debía ser la misma muerte. Aunque era la primera vez que se encontraba con ella. Por un momento, se quedó paralizado mientras Lucía lo miraba haciendo pucheros y sorbiendo las lágrimas y mocos que habían llegado hasta su chupete.

—Ponte los zapatos, pequeña, vamos a avisar a mi tía. —Resolvió rápidamente el muchacho después de reponerse del impacto.

La niña movía efusivamente la cabeza hacia los lados manifestando su rotunda negación a salir de allí. Su abuela se lo tenía prohibido.

—Venga Lucía, no puedes quedarte aquí sola.

Pero ella seguía negándose, no saldría de allí por nada del mundo, y mucho menos sin su abuela. Aunque estaba muy desorientada y desconsolada, esto lo tenía más que claro.

Ángel se quedó mirando unos segundos a la niña y pensó que se desmoronaba. Las lágrimas que brotaban de los bellos ojos de Lucía lo emocionaron. Era tan bonita, tan especial. Él era un muchacho muy sensible y se conmovió. Casi se echa a llorar con ella y sintió unas ganas irrefrenables de abrazarla y disfrutar tanta ternura, pero se obligó a sí mismo a solventar la situación.

—Está bien. No te muevas de aquí, vengo enseguida. —Y salió corriendo en busca de ayuda mientras se secaba alguna lágrima con el puño de su jersey.

A los diez minutos Luisa apareció en la casita seguida por Diego, que se vio obligado, por primera vez, a mirar a su pequeña inquilina. Descubrió que era una criatura preciosa, como su madre, y que, por supuesto, no había heredado nada de su padre. Él seguía dando por hecho que Lucía era hija de Juan.

—Hay que sacarla de aquí Diego, pero esta criatura se niega a pisar la calle. —Luisa se vio forzada a colaborar con Diego, era una situación muy especial, pero su cercanía le producía resquemor.

—No hay por qué sacarla, ya resolveremos eso después. Voy a buscar al capataz para que avise al médico y a la funeraria. —Diego no tenía ganas de lloriqueos, ya estaba bastante fastidiado.

Luisa cubrió el cuerpo de doña Carmen con la colcha y le preparó a la niña un tazón de leche con un trozo de bizcocho que encontró en el aparador.

—¡Qué barbaridad! ¿Desde cuándo no comes criatura? —La pequeña se encogió de hombros mientras tragaba con ansiedad, eran las tres de la tarde, no comía desde la noche anterior. Por un momento, el placer de llenar su barriguita calmó su desconsuelo.

Ahora, más que asustada y apenada, Lucía estaba perpleja. Desde que le abrió la puerta a Ángel no paraba de desfilar gente por su casa. Gran parte de los trabajadores del cortijo, alertados por la noticia, se acercaron a curiosear, además de los vecinos más cercanos. Entre todas las frases de espanto y condolencia que decían siempre se encontraba una pregunta recurrente al encontrarse con la pequeña: «¿Quién es esta niña tan bonita?». La mayoría sabía quién era, la pregunta era motivada por la sorpresa: los ojos de Lucía no dejaban indiferente a nadie.

* * * *

Al entierro asistió todo el pueblo, y algunos conocidos que Carmen y Diego tenían en la ciudad. Mientras tanto, Lucía se quedó en la casita acompañada por Ángel. Luisa no consiguió convencerla de que podía salir a la calle sin problemas. Cada vez que insistía, la niña se aferraba a su manta y se ponía a temblar.

—Venga bonita, dame la mano, verás cuántas cositas hay en mi casa para que juegues. —Ante estas palabras, la niña mostraba síntomas de escalofríos y se pegaba a la pared más lejana de la puerta, que miraba con pavor.

—Vamos pequeña, yo te llevo ¿vale? No tengas miedo, no pasa nada. —Ángel le ofrecía su mano comprensiva pero Lucía parecía cada vez más presa del pánico. Su chupete palpitaba como su corazón.

—Avisa a Diego, no podemos dejarla aquí.

Ángel regresó tan rápido como se marchó. Desde la puerta, jadeando, le habló a su tía:

—Dice que la dejemos aquí, que no le pasará nada. —Lucía entendió las palabras de Ángel y sonrió.

—¡Jesús! Qué mala gente es ese Diego. —Se arrepintió enseguida de lo que había dicho del dueño de la finca delante de su hija, pero era lo que pensaba en ese momento. «Y pensar que casi…», recordó por un momento algo que se quitó de la cabeza de un plumazo—. Está bien —habló a la niña—, quédate aquí quietecita en el sillón hasta que yo vuelva ¿vale? —dijo con ternura mientras la sentaba.

Pero Lucía no parecía del todo tranquila ante la expectativa de quedarse en casa y señalaba insistentemente con su dedo índice la cama.

—¿Qué quieres? ¡Ah! La muñeca. —Luisa fue a por ella—. Toma y no te muevas, Ángel se quedará contigo.

Ahora sí, Lucía asintió con ímpetu y le ofreció una dulce sonrisa, casi cómplice, a Ángel, para tranquilizar a Luisa y asegurarse de que no cambiara de opinión.

Desde ese día, entre Ángel y Lucía se creó un vínculo que no se rompería jamás.

* * * *

Cuando terminó el sepelio y la gente se hubo marchado después de dar a Diego sus más sentidos pésames, todos más falsos que un billete de un real, esa misma tarde, Diego invitó a su amigo Pedro a tomar un vaso de vino en su casa.

—¿Qué vas a hacer con la niña ahora que no está tu suegra? Es demasiado pequeña para valerse por sí misma. Deberías buscarte una buena mujer para que te ayude a criarla.

Pedro no podía creer lo que acababa de decir, él, tan contrario a los matrimonios de conveniencia. Pero era una situación desesperada, no encontraba una salida mejor para Lucía.

—No necesito a nadie para que me ayude, esa maldita niña no es mía, se la llevaré a quien siempre debió tenerla. La única familia que le quedaba en esta casa ya no está, no tiene sentido que siga bajo mi techo —contestó Diego a su confidente mirando al techo, con la vista perdida en el humo de su cigarrillo—. Ya he hecho demasiado durante más de tres años.

—No empieces con eso otra vez, ha pasado mucho tiempo y sigues sin tener prueba alguna de tus sospechas. Es una niña Diego, por el amor de Dios. —Pedro quería convencerlo a toda costa de que buscara una solución para no echar a Lucía.

—Tengo más que sospechas, ¿o es que no te acuerdas? —Lo miró desafiante.

—Después de estos años sigues con lo mismo, deberías pasar página.

—¡¿Pasar página?! Perdona, pero no puedo olvidar aquella escena.

—Pues yo creo que no quieres porque si olvidas no podrás justificar tu rechazo hacia tu hija. ¿La has mirado a los ojos?, los tiene como tu madre.

—No, los tiene como la suya.

—¿Dónde está ahora?

—En la casucha de los caseros, dicen que no hay manera de sacarla de allí. Pero hoy va a salir, ya lo creo que va a salir —dijo mientras se echaba el quinto vaso de vino.

—Deja de beber y decir tonterías, me estás asustando. Esta noche me quedaré aquí a dormir.

Pedro no tenía intención alguna de velar el sueño de un borracho sin escrúpulos, que es lo que se le antojaba en ese momento Diego, más bien quería asegurarse de que la hija de Adela estaba bien; la noche podría acabar muy mal.

—Como quieras. Si no te importa voy a hacer algo que tengo pendiente desde hace mucho tiempo. Ahora vuelvo.

—¿Qué vas a hacer? —Pedro le preguntó asustado.

—Tranquilo, no voy a hacer daño a nadie, sólo voy a poner las cosas en su lugar —dijo levantándose.

—Voy contigo. —Se incorporó Pedro para seguirlo temiéndose lo peor.

—No, tú quédate aquí, esto es cosa mía. —Diego lo paró en seco poniéndole la mano en el pecho y obligándolo a sentarse de nuevo.

La puerta de la despensa se abrió como empujada por un huracán. La pequeña estaba en la cama, abrazada a su muñeca azul. Ángel estaba sentado a su lado, vigilando su sueño mientras llegaba su tía. No le costaba ningún trabajo, contemplarla era todo un placer para él.

—¡Levántate, maldita! Nos vamos a tu nueva casa.

El muchacho se quedó paralizado, no daba crédito a lo que veían sus ojos. La furia de don Diego había irrumpido en la quietud de la casita como un potente tornado.

—Tú ya puedes irte, a partir de ahora podrás vigilarla en tu casa —habló ahora con Ángel.

La niña abrió los ojos y, al ver al gran oso gruñir frente a ella, pensó que aún estaba dormida, viviendo una terrible pesadilla. Confusa, se aferró a su manta, su muñeca y su chupete.

—¡Levántate te he dicho! ¿Es que además de muda eres sorda?

Pero la pequeña no obedeció, y reculó hacia la pared intentando huir inútilmente. Tenía los ojos muy abiertos y vidriosos. Empezó a hacer pucheros.

—No es sorda don Diego, es que está asustada —dijo Ángel valientemente en defensa de Lucía. La expresión de la niña le partía el corazón.

—¿Tú también eres sordo? ¡He dicho que te vayas a tu casa!

El muchacho salió, pero se quedó en la puerta, por supuesto, no iba a abandonar a la pequeña, y mucho menos en aquellas circunstancias. Desde la puerta la tranquilizaba:

—No tengas miedo Lucía, sal, yo estoy aquí esperándote.

—¡Maldita seas! ¡Sal de la cama! —gritó, ya sacándola de su lecho con una eficaz y dura maniobra.

—Suelta esa manta. ¡Suéltala te he dicho!

La niña apretó contra el pecho su amuleto y se quedó rígida. No había forma de que se desprendiera de él. Ahora no parecía a punto de llorar, estaba replegada sobre sí misma escondiendo su tesoro y mirando a Diego con desafío.

De un fortísimo tirón, Diego desprendió la manta de las manitas de Lucía y la tiró con desprecio al suelo. La respiración de la niña empezó a agitarse, pero seguía sin llorar.

Ángel miraba la escena aterrado. Aun así, sacó fuerzas para amonestar al gigante rabioso y desde la puerta le habló:

—No puede quitarle su manta, la necesita para tranquilizarse.

—Vete a tu casa te he dicho —habló más calmado, algo en la actitud del muchacho se había ganado su respeto.

Pero el niño no se fue. Esperó a que Diego saliera de la casa con la niña en brazos para poder entrar y recoger la manta y la muñeca. Después siguió los rápidos pasos del hombre.

Diego recorrió los trescientos metros que lo separaban de la casa de Juan con la niña bajo un brazo como si transportara un animal rabioso. La respiración de Lucía se aceleraba por momentos.

Envuelta en la espesura de la noche y dando bruscos saltos bajo el brazo de acero de Diego, por primera vez, Lucía tuvo conciencia de la fragilidad y soledad que la estaba esperando fuera de su refugio.

—Tranquila Lucía, estoy aquí. —Ángel los seguía entre la negrura y le hablaba a la niña constantemente, consciente de su sufrimiento.

—¡Cállate de una puta vez, coño, no voy a matarla!

—No pasa nada pequeña, voy contigo. —El chico ignoraba al monstruo y seguía hablándole, sabía que él era el único hilo que la niña mantenía con su mundo conocido—. Tranquila Lucía, sigo aquí, no voy a abandonarte. —Ella lo creyó.

Ya en la puerta de Juan, Diego empezó a golpear fuertemente con su mano libre el picaporte.

—¡Abre Juan! Te traigo algo que te pertenece.

Al momento, apareció Luisa.

—¿Y tu marido? ¿No ha tenido huevos de dar la cara?

—No ha vuelto aún, ¿qué te pasa?, ¿qué traes bajo el brazo? —Era una pregunta retórica, aunque estaba oscuro, Luisa intuyó lo que le llevaba su vecino.

—Toma, dásela tú, no pienso criar a esta bastarda.

—Esta niña no es hija de Juan —contestó Luisa con la pequeña ya en los brazos.

—Dámela tía, está muy asustada. —Ángel temía que mientras Diego y Luisa mantenían la discusión Lucía tuviera un colapso—. Toma pequeña, coge tu manta. —Se la acercó a su aterrorizada carita.

Ella aprovechó para agarrarse al cuello de la camisa de Ángel, tan fuerte, que éste sintió como si lo estrangularan. Luisa, enfrascada en su discusión, no acababa de soltarla, manteniéndola cogida por las piernas, mientras su sobrino esperaba impaciente a que se la cediera y la pequeña pudiera al fin abrazarlo a placer.

—Estás loco si piensas que vamos a criar a tu hija.

Diego se dio la vuelta dejándola con la palabra en la boca.

Por fin Luisa aflojó los brazos y cedió la niña a su sobrino. Estaba tan aturdida por la situación que no reaccionaba.

—Tranquila pequeña, estás conmigo.

Al oír las palabras consoladoras de Ángel en su oído, Lucía salió del shock y, apretando fuertemente con una mano a su fetiche y con la otra rodeando el cuello de su protector, echó su cabeza sobre el pecho amigo y comenzó a llorar desconsolada, parando de vez en cuando para suspirar y recolocar su chupete.

Juanito miraba la escena escondido tras la puerta del comedor. Ángel lo había visto.

Los brazos le dolían. Llevaba veinte minutos aguantando el peso de Lucía, su manta y su muñeca, mientras su tía daba vueltas por la casa maldiciendo como una loca. No se atrevía a moverse del lugar donde la recogió por temor a que la respiración de la niña volviera a agitarse; parecía que poco a poco se estaba sosegando. Aun así, no podía más, se le estaban durmiendo los brazos y temió que se le cayera.

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