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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

Maldita (9 page)

Volvió a negarse, el chupete tampoco pensaba dejarlo.

—Está bien. —No tuvo más remedio que ceder—. ¿Sabes lo que son estos objetos? —La miró mostrándole un lápiz y una libreta.

Ella asintió con seguridad, había visto a su abuela en muchas ocasiones hacer anotaciones en su libreta, luego arrancaba la hoja y se la daba a Ángel. Eran recados para Luisa.

—Vale, es un comienzo. Pues vamos a aprender a usarlos. Esto es un círculo. —Lo dibujó—. Si le ponemos un rabito se convierte en una a. Aaa…, un círculo y un rabito es una aaa… ¿Serías capaz de decirlo? —Lucía negó—. ¿Y escribirlo?

Ahora sí, la pequeña soltó la muñeca y la manta sobre la mesa para coger el lápiz con una mano y sujetar la libreta con la otra. Con cierta dificultad, consiguió controlar los utensilios e imitar la letra que había escrito su maestro.

Juanito se sorprendió. Lucía había conseguido hacer una a bastante aceptable y sonreía satisfecha. Además, el maestro, tuvo la sensación de que ella supo desde el principio que aquel dibujo representaba el sonido que él había pronunciado insistentemente. Quizás Lucía fuese mucho más lista de lo que aparentaba, y parecía dispuesta a aprender.

A partir de ese momento, Juanito decidió organizarse. Ahora tendría que repartir el tiempo entre sus estudios y los de Lucía. No estaba acostumbrado a pensar en los demás, llevaba mucho tiempo ocupándose exclusivamente de sí mismo. Se elaboró un horario para la semana. Como seguramente tendría que ir a llevarle el desayuno, el almuerzo y la cena, lo más práctico sería aprovechar cada visita para darle una hora de clase, lo que serían tres horas diarias de estudio. El hecho de que las clases estuvieran espaciadas entre sí tenía la ventaja añadida de que no se harían muy pesadas; dar más de una hora seguida a una niña tan pequeña no podría tener buenos resultados.

Estuvieron casi toda la mañana perfeccionando su trazo y aprendiendo a coger el lápiz de una forma más idónea. Era el primer día, a la mañana siguiente se ceñirían al horario. Ella no parecía cansarse.

Por la tarde, mientras estaba sentado en su escritorio, Juanito recibió una visita inesperada.

—¿Qué tal Lucía? —preguntó Ángel directamente sin saludar, antes de cruzar el umbral de la puerta.

—Bien —contestó Juanito sin levantar la vista de su libro.

—Me ha dicho tu madre que has decidido ser su profesor. —Se acercó a él esperando algún comentario.

Juanito se dio la vuelta y, mirándolo con desprecio, le habló:

—Qué mala cara tienes, ¿seguro que ya te encuentras mejor? No deberías salir de la cama. —No le apetecía en absoluto hablar con él de su trabajo con Lucía, era cosa suya.

—Pues estoy bastante mejor, esta noche llevaré yo la cena de Lucía. —E hizo un intento de marcharse.

—Se la llevaré yo, después de la cena tiene una hora de clase conmigo.

—No, yo le llevo la cena y tú le das la clase.

—Creo que deberías dejar de visitarla, no te necesita.

Ángel se quedó mirando a su primo unos segundos, en un intento de encontrar algo de bondad bajo su desagradable quemadura. El resplandor del flexo incidía de soslayo en su perfil atrofiado y proyectaba una imagen siniestra, que acentuaba la lúgubre mirada de su único ojo. Después observó su entorno, era sombrío. Sólo las páginas del libro abierto bajo el foco lucían, como la luna en la noche. Era el lugar de un muchacho oscuro. Sintió compasión de él, pero no se dejó avasallar por sus ácidas palabras.

—No hay razón alguna para que deje de ir a verla. Más te vale hacerte a la idea. Creo que toda la compañía que podamos ofrecerle es poca.

* * * *

Desde que murió su suegra, Diego se obligó a sí mismo a vigilar la antigua casa de los caseros. Lo hacía a cierta distancia, quería saber quién entraba y salía y si la niña sobrevivía, nada más. A veces se acercaba a la ventana y se asomaba para comprobar si todo iba bien. De toda la gente que trabajaba para él, nadie sospechaba que la hija de don Diego viviese apartada de la casa principal y a merced de los vecinos; la casucha quedaba oculta a las miradas de los jornaleros. De vez en cuando alguien le preguntaba por ella, él decía que estaba bien y todo el mundo daba por hecho que era así. Era extraño no verla por los alrededores, pero Diego tenía posibles. Quizás estuviese interna en un buen colegio y los rumores que había de que la tenía secuestrada en la antigua casa de los caseros eran sólo eso, rumores; pensaban que de vez en cuando la traía a casa y a la niña le gustaba jugar allí.

* * * *

Era viernes, Pedro se había tomado unas copas de más y se atrevió de nuevo a censurar a su amigo, aún a riesgo de levantar su cólera. Con el tiempo, el carácter de Diego se estaba volviendo cada vez más irascible.

—¿Has pensado ya qué vas a hacer con la niña?

—Ya estamos otra vez, ¿qué voy a hacer de qué? —dijo molesto y con chulería.

—No puedes dejarla encerrada en la parte de atrás de tu casa como si fuese un perro. Por Dios Diego, es una niña, necesita atenciones que tú no puedes darle. —Hubiera sido más correcto decirle que no le daba la real gana de darle.

—No está encerrada, se niega a salir. Puede irse a donde quiera, con tal de que no pise mi casa. Además, tiene mi despensa a su disposición, no le falta de nada, ya ves lo generoso que puedo llegar a ser. También el sobrino y el hijo de Juan se pasan el día yendo y viniendo, y Luisa le manda comida caliente. Supongo que sus conciencias no los dejan tranquilos.

—Esto no tiene ni pies ni cabeza, tarde o temprano tendrá que ir al colegio, ¿quién se encargará de llevarla? Lucia…

—Maldita, se llama Maldita. Alguien que para venir al mundo tiene que matar a su madre y destrozar un hogar no puede llamarse de otro modo. Y no te preocupes por su educación, el Lisiado se está encargando de educarla, lo he visto por la ventana sentado con ella en la mesa y rodeados de libros. También su padre se está ocupando de que no sea una analfabeta, menudo llevo y traigo se traen, más le hubiera valido quedársela en su casa, pero claro, tendría que confesarle a su mujer que realmente se acostó con la mí…, es un calzonazos, le tiene miedo. —Dicho esto, dio una calada a su cigarro y dejó que sus vidriosos ojos huyeran por la oscuridad de la ventana que tenía a su izquierda.

Pero Pedro tenía que decirle una última cosa:

—Yo creo que no te has desentendido totalmente de ella porque en tu fuero interno albergas la esperanza de que sea tuya y estás esperando que alguien te lo demuestre. Al fin y al cabo, si fuese así, y yo estoy convencido de ello, es lo único que tienes. Pero si sigues despreciándola de ese modo, cuando crezca se volverá contra ti. Llévatela a vivir contigo y contrata a alguien para que la cuide, estoy seguro de que no te arrepentirás.

Diego movió la cabeza para mirar frente a frente a su compañero, quería que sus próximas palabras le quedaran claras y dar por zanjada la conversación.

—Nunca, ¿me oyes? Esa maldita niña nunca pisará mi casa, y si he dejado que viva en la casucha es por mera compasión.

Por supuesto, Pedro no le creyó. Se conocían desde pequeños, sabía lo frío que podía llegar a ser y que compadecerse de los demás no era precisamente una de sus cualidades. Lo había visto dar un tiro de gracia al perro que le había sido fiel durante diez años.

Pedro recordaba aquella mañana con absoluta claridad. Era un último viernes del mes de abril. Lo sabía porque la noche de aquel día se negó a jugar la partida de cartas con Diego; no estaba de ánimos como para ponerse frente a él. Serían sobre las diez de la mañana. Alfonso, Diego y él se encontraban sentados en la mesa del salón intentando organizar las facturas. El gran ventanal de la estancia estaba de par en par, por él se colaban los penetrantes olores de la primavera y el eco rezagado de las voces de los trabajadores de la finca. De repente, María irrumpió en la habitación: «¡Ay don Diego!, en el pajar hay una rata más grande que una liebre». Con cierta desidia, Diego se levantó para acudir al lugar y los demás tras él. El perro se encontraba tumbado en la puerta del pajar, parecía tranquilo, pero resoplaba agitado. «Busca León, busca», le decía Diego con rabia, obligándolo a entrar en el pajar. Pero el animal lo miraba jadeando, sin moverse del sitio. Lleno de ira, Diego se dirigió al cobertizo, para coger una de sus escopetas, y en un segundo se encontró frente al perro apuntándolo con dos cañones. Clavó sus ojos en los del animal y disparó sin vacilar. No divagó ni un instante. Lo tenía claro, era la primera vez que el perro le había desobedecido y sería la última. Diego no le concedía a nadie una segunda oportunidad. El animal se volcó hacia un lado. Durante los dos minutos que duró su agonía no dejó de mirar a su amo preguntándole: «¿Por qué?», con la rata muerta entre las patas delanteras. Diego quiso dar una lección al animal y a todos los que observaban la escena, pero fue León quién se la dio a él. De nada le sirvió al amo; de vuelta a casa iba diciendo que lo había matado por negarse a obedecer sus órdenes y entrar en el pajar, que el hecho de que ya hubiera cazado la rata era lo de menos. Desde que Pedro conocía a Diego había dudado de si su amigo, en el fondo, albergaba un atisbo de humanidad, que pareció asomar cuando conoció a Adela, pero aquel día despejó sus dudas. A veces, en un solo instante, una persona se define.

A pesar de haber sido testigo, una vez más, de la frialdad de su amigo, Pedro quedó satisfecho de aquella conversación y decidió abandonarla. Lucía estaba atendida por el momento, su conciencia quedó aliviada. De todas formas, decidió que a partir de ese momento él mismo vigilaría más de cerca lo que pasaba en la casucha.

* * * *

La puerta de la despensa se abrió y apareció la gigantesca figura de Diego. El humo de su cigarro enturbió de inmediato el ambiente de la habitación y su ronca voz reventó el silencio, como una bomba.

—¿Dónde están las dos mil pesetas que había en la mesa de la cocina? —dijo directamente a Juanito.

El chupete de Lucía paró en seco, por un momento dejó de respirar.

—No he sido yo don Diego, no me he movido de aquí desde que llegué, y ella tampoco —contestó Juanito aparentemente tranquilo.

Diego estaba seguro de que quien hubiera cogido el dinero tendría que haber entrado por la despensa. Él no había salido de la casa desde que se levantó y nadie había entrado en ella.

—No me mientas ladrón, el que se llevó el dinero tuvo que entrar por aquí.

—Ahora que lo dice, hace un rato estuvo por aquí mi primo Ángel y lo vi entrar en la despensa. Pero mi primo sería incapaz de una cosa así, es un buen muchacho, nunca le robaría, una vez le quitó a mi madre un duro y quedó escarmentado. —Inventaba su fábula sobre la marcha con una serenidad pasmosa, impropia de su edad, incluso, defendió a su primo para dar más veracidad al relato—. Mire, aquí está, pregúntele usted mismo. —Se abrió la puerta de la calle.

En esta ocasión, Ángel había ido a casa de Lucía para dejarle un montón de ropa recién planchada. No le gustaba aparecer por allí cuando estaba Juanito, pero su tía se lo había pedido, decía que no podía esperar a la hora del almuerzo, que seguramente la niña no tendría ya nada que ponerse.

—¡Devuélveme las dos mil pesetas que me has robado de la cocina esta mañana! —ordenó Diego al muchacho antes de que cerrara la puerta.

Después del relato de Juanito, Diego dio por hecho que Ángel había sido el autor de la fechoría.

—¿Qué? ¿Qué dos mil pesetas? No he estado aquí desde anoche. —Le temblaba la voz, lo que para Diego fue la confirmación de su autoría.

—No me mientas. Vacíate los bolsillos y sal de mi casa inmediatamente.

El muchacho obedeció. Metió las manos en sus bolsillos y tiró de sus fondos hacia fuera. Los dos billetes cayeron al suelo. Ángel miró el dinero espantado.

Diego recogió el dinero, agarró a Ángel de la parte superior de su camisa, a la altura del cuello y, como si de un saco de patatas se tratara, lo tiró a la calle.

—No vuelvas nunca más por aquí. ¡¿Me has oído?! —gritó al muchacho que lo miraba desde abajo con los ojos espantados—. Si te veo por mis tierras no dudaré en llevarte a la comisaria, esa gente sabe cómo tratar a los sinvergüenzas como tú.

Por primera vez, Lucía sintió unas imperiosas ganas de hablar y comprendió la importancia del lenguaje hablado. Pero no pudo, no estaba entrenada y no supo. Juanito había mentido, Ángel no había estado allí aquella mañana, había sido él quien entró en la despensa con la excusa de que le había parecido oír un ruido extraño. Inmediatamente después, se ausentó, alegando que había olvidado algo importante en su casa, y al rato volvió. Aprovechó su salida para dejar el dinero en los pantalones de su primo. Lo había planeado todo. Ella no conocía la mentira, su abuela nunca le había dicho una palabra que no fuera cierta, y en un principio, escuchando las explicaciones que Juanito daba a Diego, se sintió confusa. Pero con su agudeza, no tardó mucho en comprender la situación: Juanito había mentido, como el niño del cuento aquel que poco antes de morir le relató su abuela. «Entonces —se preguntó su inocente mente—, ¿para qué sirven las palabras si pueden ser mentira?». Creyó que no volvería a ver a Ángel, pero se quitó de un zarpazo aquel mal pensamiento.

Volvía a estar sola con Juanito, pero ahora se sentía insegura en su compañía. Había sacado su muñeca de la cama, ella la dejaba dormir un rato más mientras recibía sus clases matutinas, y había vuelto a la mesa. Miraba a Juanito asustada.

—Tranquilízate Maldita. —La llamaba como Diego—. No le pasará nada. Era la única manera de quitárnoslo de encima, no hacía más que molestar.

El chupete de Lucía saltaba nervioso entre su barbilla y sus ojos, que no pestañeaban, fijos en el déspota que acababa de revelársele.

Por supuesto, Ángel no pensaba dejar de visitar a Lucía, no podía dejarla abandonada en manos de Juanito. Era como Diego, un ser sin escrúpulos, capaz de cualquier cosa para conseguir sus objetivos. Obviando el parche, los dos tiranos, hasta se parecían físicamente, incluso tenían la misma forma de gesticular. De no ser porque Juanito era su primo, hubiera apostado a que eran padre e hijo.

Despistar a Juanito no sería una tarea difícil. Su primo era ordenado y metódico hasta la crispación. Se imponía a sí mismo una férrea disciplina que no se saltaba bajo ningún concepto. A las ocho y media salía de casa para llevarle el desayuno a Lucía —él ya llevaba hora y media estudiando—, le daba un tiempo para desayunar y de nueve a diez la hora de clase. A las una y media salía de nuevo con el almuerzo, abandonando la casita a las tres en punto. La misma operación a las ocho y media de la noche, hora de la cena y de la última clase, que terminaba a las diez.

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