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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

Maldita (27 page)

—¡Ay! Qué cosas tiene usted, no me estaba riendo…

—Ya, bueno. Estás despedida. Lo siento, esto no tiene nada que ver con tu forma de trabajar, de hecho creo que mi mujer está muy contenta contigo, ¿no es así? —Miró a Luisa.

—Por supuesto. ¿A qué viene todo esto?

Luisa no podía creérselo, era la primera vez que veía a su marido entrometerse en asuntos domésticos, a pesar de que ella sabía que no le eran indiferentes; lo había visto pasar el dedo por los muebles y revisar la ropa de la plancha.

—La cuestión es que no puedo permitir que Diego se entere de que trabajas aquí por las mañanas. No quiero volver a tener ni un solo problema más con él. Y como tengo oído que te paga más y mejor que yo, no voy a ponerte en el compromiso de elegir. Mañana se te pagará y será tu último día.

—¡Ay!, pero don…, perdone, así de pronto. Yo nunca… —Herminia casi se echa a llorar.

—Lo sé, siempre has sido muy discreta. No sabes cuánto siento que tengas que pagar el pato de todo esto. —Se levantó de la mesa y se marchó, dejando el caldo de gallina intacto y a todos desconcertados.

—¿Qué le pasa a este hombre mío?

Fue lo último que se escuchó en el comedor antes de que Luisa se quedara sola en la mesa y comenzara a sorber el líquido su cuchara haciendo alarde de lo que siempre decía: «Por muy gordo que sea el disgusto, yo nunca me peleo ni con la comida ni con la cama».

* * * *

Llovía a cántaros, pero no soportaba estar allí dentro en aquel momento. Su perro movía el rabo y giraba a su alrededor dispuesto a salir con él. Juan le abrió la puerta para que lo dejase ponerse las botas tranquilo. Antes de salir, cogió su sombrero del perchero y un destartalado paraguas negro. Llovía demasiado en aquel momento y se quedó bajo el porche mirando cómo caía el agua. «Creo que será mejor que nos quedemos aquí sentados y esperemos a que escampe un poco», le dijo a su perro mientras le pasaba la mano por el lomo. Lobo se sentó frente a su amo jadeante, por mucho que le apeteciera dar un paseo, no pensaba marcharse sin él. Cien cataratas bajaban por las tejas del porche. Juan se sentó en la mecedora desde la que avistaba todas las tierras de Diego, observado por su pastor alemán.

Nunca había sido feliz. Desde que empezó a tener uso de razón supo que él era distinto. Su madre lo bañaba con la puerta del baño bien atrancada para que ninguna de las sirvientas entrara. Jamás se habló en su casa de su problema físico; tanto sus padres, como sus dos hermanos mayores, guardaron el secreto como si les fuera la vida en ello. Toda la familia lo trataba como si fuese un varón, pero él, en sus primeros años de conciencia, no estuvo seguro de lo que era; no sólo porque su físico no encajaba en ninguno de los dos sexos, ni siquiera interiormente era capaz de inclinarse por alguno de ellos. Cuando sus compañeros de colegio comenzaron a hacer competiciones para comprobar quién meaba más lejos, comprendió la dimensión de su problema y se volvió un niño solitario.

Su hermano mayor era un aventurero y se marchó a hacer las Américas con su parte de la herencia; mientras vivieron sus padres sólo recibieron de él una postal cada Navidad. Y Cristóbal, el segundo de sus hermanos, con quien pasaba largos ratos jugando al ajedrez, se marchó a un colegio mayor de la capital para estudiar derecho; rara vez iba a visitarlos. Juan siempre tuvo la sensación de que los dos huyeron de la incomodidad de vivir con aquél secreto, o de la hipocresía con la que lo habían enterrado sus padres.

Él hubiera querido estudiar arquitectura, ese había sido su sueño de muchacho. Tenía la capacidad, en el colegio siempre fue de los primeros de su clase y era un gran aficionado a la lectura, igual que su padre. Pero, a punto de cumplir su sueño, su antecesor cayó enfermo, y en el lecho de muerte le pidió que se hiciese cargo de su madre y de la finca. Su sensible carácter le impidió negarle el último deseo a su padre, y una vez hecha la promesa fue incapaz de romperla. Después, Teresa empezó a incitarlo a que se buscara una mujer, obviando el motivo por el que él nunca se había acercado a muchacha alguna. Esta insistencia escapaba a su comprensión; aunque jamás hubieran abordado el tema, de más sabía ella su imposibilidad de cumplir con las obligaciones conyugales propias del matrimonio. ¿Acaso el secreto familiar lo había enterrado tan hondo que no lo recordaba? No, le estaba preparando una boda como una vulgar alcahueta.

La madre de Juan sufría en su interior los rumores que corrían por el pueblo: que si el hijo de Teresa era amanerado, que si no se le conocía novia alguna, que si siempre estaba bajo las faldas de su madre… Una sonada boda daría carpetazo a las habladurías. La sobrina de don Mauricio era perfecta.

Luisa nació en la ciudad. A los diecisiete años empezó a trabajar en el bufete de un afamado abogado, casado desde hacía quince años y con cinco hijos. Una noche, su madre, alertada por los quejidos de Luisa, acudió a su dormitorio. A las tres de la mañana su hija yacía sobre un charco de sangre y, sobre él, un trocito de carne de no más de un cuarto de kilo. Para ocultar semejante vergüenza y evitar que siguiera viéndose clandestinamente con el abogado, los padres de Luisa la mandaron al pueblo con sus tíos, exponiéndoles el motivo.

Clara, la tía política de Luisa, y la madre de Juan, Teresa, eran amigas desde niñas. Una tarde, mientras las dos bordaban en el patio, Clara no pudo más y se desahogó. Estaba harta de la sobrina de Mauricio. No paraba de causarle problemas de todo tipo: se levantaba tarde, no colaboraba en casa, se negaba a obedecerla y se escapaba a cada instante para coquetear con los muchachos del taller vecino. No podía más. Desde que Luisa había llegado a su casa las peleas con su marido eran constantes. La única forma de librarse de ella era que se echase un novio y se casase. A medida que Teresa la escuchaba iba elaborando su plan.

La boda se celebró en unos meses. Todo el mundo parecía ganar con aquella unión: Teresa acabaría con los rumores, Juan tendría con quien compartir su asfixiante soledad, Luisa saldría de las casa de sus tíos y tendría por fin su propia vida, Clara se libraría de su molesta sobrina y la cuñada de ésta le estaría eternamente agradecida por haberle conseguido a su hija una salida tan digna teniendo en cuenta las circunstancias.

Por supuesto, días antes del enlace, Juan le explicó a Luisa las condiciones en las que se casaba. A ella no le importó, lo único que quería era salir de la casa de sus tíos.

Pasaron la luna de miel a orillas del Cantábrico, en una pequeña casita propiedad de don Mauricio, en la que entraron dos absolutos desconocidos que en apenas quinces días llegaron a entenderse como almas gemelas. Fueron dos semanas de encierro, suficientes para compensar el noviazgo que debió preceder al enlace. Un gran ventanal que mantuvieron de par en par noche y día, les permitía contemplar desde la vasta cama cómo arremetía a golpes el océano contra el acantilado, en un incesante intento de llegar hasta su lecho. Sólo salían al atardecer. Caminaban hasta la playa vecina, la paseaban de lado a lado, una y otra vez, bajo sus atardeceres de Julio, y regresaban abrazados como amantes clandestinos. Luisa descubrió cuánto amor y habilidad encerraban los dedos de su recién estrenado esposo, y él comprendió el gozo de dar placer. Estuvo tan cerca de ser un hombre completo que casi lo fue.

Cuando los esposos volvieron, Teresa encontró en los ojos de su hijo una seguridad desconocida. Juan saludó a su madre con un gesto muy parecido a la alegría, le dio un beso en la frente, casi cálido, y después la miró agradecido, sin evitar el curioso examen al que lo estaba sometiendo. Contémplame a placer, parecía decirle Juan a su madre, esta vez no voy a huir de tu mirada, no me avergüenzo de nada, porque hoy hay una mujer prendida de mi brazo que sonríe, y creo que es gracias a mí.

Teresa fue para Luisa su cómplice incondicional. Más que como una suegra, ni siquiera como una madre, se comportaba como una abuela chocha, a la que todo lo que hacía su nieta le parecía un hecho extraordinario, digno de las mayores alabanzas. Más que dejarla hacer, porque Luisa hacía muy poco, la dejaba deshacer, permitiendo que sitiara toda su casa como si siempre le hubiese pertenecido. Mientras, Teresa iba replegándose en un rincón cada vez más reducido para dejar todo el espacio a la inesperada alegría que había surgido de aquella unión, no fuera a perturbarla con su sola presencia. Al anochecer, el matrimonio se encerraba en el suntuoso dormitorio que ella misma había mandado a hacer al mejor carpintero de la ciudad, y entonces aprovechaba para poner orden entre tanto júbilo y desenfado. No podía imaginar lo que ocurría detrás de la puerta del alcoba de los recién casados, ni cómo había conseguido su hijo resolver su imposible misión, pero a través de la gruesa madera de la puerta le llegaban olas de risotadas y susurros que denunciaban alegría y entendimiento.

Algunas mañanas, cansada de esperar el chirrido de la puerta, que le devolvería la tranquilidad de saber que no habían muerto de gozo, Teresa les preparaba un suculento desayuno. Daba dos golpecitos suaves en la puerta y dejaba la bandeja en el suelo para marcharse inmediatamente; no quería encontrarse frente a frente con el pudor de su hijo, y que llevado por la vergüenza pusiera freno a su desenfreno. Nada debía parecer evidente, pero lo era.

A pesar de su difícil agonía, Teresa murió feliz, y durante los tres meses que precedieron a su muerte, desde su cama creía seguir oyendo la algarabía de las noches de amor de la pareja. Se fue sin saber que su nuera estaba embarazada, lo que hubiese borrado la tenue sonrisa que se llevó al otro mundo y le hubiera revelado que aquellos últimos gemidos roncos, que le llegaron hasta su lecho de muerte, no eran de su hijo, que por aquel entonces se levantaba muy temprano cada día para pasarlo en la ciudad buscando una última medicina milagrosa para su madre o resolviendo los incontables encargos que le hacía para poner en orden el testamento. Juan pasaba horas y horas en los registros y notarías intentando cumplir con el último deseo de su madre: «No permitas que tus hermanos vendan esta casa en la que Luisa y tú habéis encontrado la felicidad», le decía en sus momentos lúcidos todos los días. Teresa no sospechaba que el tiempo y el esfuerzo que su hijo estaba dedicando a conservar el hogar, era lo que lo estaba llevando a su abandono.

A sus veintitantos años, Luisa era una mujer insaciable. Por aquel entonces Diego había decidido abrir un camino entre la maleza en la zona trasera de su cortijo; la mayor parte del alimento que utilizaba para las vacas lo recogía de las tierras, también de su propiedad, que se encontraban en la zona noreste, a espaldas de la vivienda. Resultaba muy tedioso el transporte a través de los matorrales y Alfonso, con su buen juicio, le había sugerido varias veces que despejara el sendero para que pudiese pasar el tractor. El camino llegaba hasta pocos metros de la casa de Juan, diez pasos más y hubiese desembocado en la puerta de la cocina de su vivienda. Fue el padre de Diego, el cuarto don Diego, el que, después de mucho insistir, consiguió que el padre de Juan le vendiera toda aquella tierra incultivable.

Diego recorría varias veces al día el sendero para comprobar el trabajo de los jornaleros y, a veces, pasaba ratos echando una mano. Luisa lo veía desde la cocina, en la que pasaba largos ratos sentada frente a una taza de café, sin hacer nada, mirando a los trabajadores y, sobre todo, mirando a Diego. Le parecía todo un ejemplar de masculinidad; solía quitarse la camisa y sus músculos asomaban vigorosos por su blanquísima camiseta sin mangas. Bajo el ala de su sombrero, la bruma que despedía su cigarrillo le empañaba el rostro; ella intuía con acierto que debía ser duro y anguloso. Lo veía tan alto, fuerte y seguro…, y a ella las mañanas se le hacían tan largas. Un día decidió asomarse a la ventana sin remilgos, estuvo mirándolo con descaro largo rato. Él se supo observado. La puerta de la cocina estaba entreabierta. Diego recorrió con diligencia los diez metros de las tierras vecinas, como si tuviera que dar un recado urgente, y entró.

—¿Me estás buscando Luisa? —él sabía de Luisa más de lo que ella podía imaginar, como era normal en un Diego del Valle.

—No, pero me alegro de que hayas venido —contestó con picardía.

No se dijeron ni una sola palabra más. Ella lo agarró de la camiseta y lo condujo por unas estrechas escaleras que subían desde la cocina hasta el granero. Y allí, entre mazorcas y cabezas de ajos, Diego se desahogó y ella se encendió cada vez más. Y en llamas la dejó. No estaba en los planes del hombretón más que desfogar sus instintos, los de ella no eran su problema. Ella lo dejó hacer y le perdonó que la dejase incendiada, que no se hubiese parado siquiera a contemplar su desnudez, ni a disfrutar del cálido terciopelo de su piel. Le perdonó incluso que no la hubiese mirado a los ojos ni una sola vez; tal vez tuvo miedo de ser sorprendido y por eso había actuado con tanta rapidez. Luisa lo vio marcharse mientras se abrochaba la correa del pantalón, con la falda de capa amontonada en la cintura, las bragas enganchadas en los tobillos, las mazorcas a su derecha y las cabezas de ajos a su izquierda.

Lo perdonó esa primera vez, y siete veces más. Ocho encuentros bruscos y fugaces fueron suficientes para que Luisa comprendiera que su amante sólo servía para encender el fuego que luego su marido, triste y agotado por la situación que estaba viviendo y antes de irse al dormitorio de su madre para vigilar su agonía, tenía que apagar por la noche, no fuera que su esposa pereciera víctima de las llamas.

La novena mañana, cuando Diego fue a comprobar el último tramo del camino, encontró la puerta y la ventana de la cocina cerradas a cal y canto, y con los visillos corridos. Pensó que doña Teresa debía de haber muerto la noche anterior y que tendría que esperar el luto de rigor. Pero Teresa murió tres semanas más tarde y, después de llorarla como es debido, Luisa y Juan volvieron a sus juegos desenfadados y a recorrer la casa, que ahora les pertenecía, a placer, llenándola de risotadas y jadeos.

La efímera historia de Luisa con el vecino hubiera quedado sepultada como Teresa de no haber sido porque algo de Diego quedó dentro de la casa, ahora cerrada herméticamente por la zona de la cocina.

Luisa supo que algo se revolvía dentro de ella. Las náuseas y los mareos matutinos le habían robado la alegría y toda clase de apetito. Se resistía a creer que los fugaces encuentros hubieran dejado tal huella en su cuerpo. Por la mañana, mientras vomitaba los huevos fritos, que había aborrecido toda su vida y ahora no podía irse a dormir sin cenárselos, tomaba conciencia de su realidad a espasmos estomacales. Miraba su ropa interior a cada instante, con ansiedad, con la esperanza de que la menstruación la liberara de su pesar. Pero no llegó.

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