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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

Maldita (29 page)

Juan pensó que era el fin. La posibilidad de saldar sus deudas y evitar que las pirañas que acechaban su hogar se lo quitaran todo se había esfumado, como lo estaba haciendo el humo de sus tierras. Con el fuego de la noche aún en la mirada, llevado por el dolor y la rabia, se dirigió hacia la zona de la alambrada que el día anterior habían derribado sus vacas. Por primera vez pisó el maldito sendero, y una fiera indomable se despertó en su interior. Adela lo vio llegar desde el pajar y al verlo en semejante estado, negro de hollín y de ira, lo obligó a entrar. La historia se repitió.

—Tranquilízate Juan. No ha sido Diego. Llegó esta mañana después de estar dos días en la capital —le decía Adela mientras lo abrazaba y él rompía a llorar como un niño.

Y así fue como su desgracia se convirtió en la desgracia de Adela; al ser sorprendida por su marido abrazando a otro en el pajar.

Lo que Juan no podía imaginar era que el causante de aquel panorama dantesco había sido su propio hijo, un del Valle al fin y al cabo. Estaba alimentando a uno de aquellos cuervos en su propia casa.

La tarde anterior al incendio Juanito escuchó la conversación que mantenían las compañeras de costura de su madre. Las tres estaban en el patio, bordando sus mantelerías de punto de cruz bajo la ventana de su dormitorio. Su madre había ido a la cocina a preparar una tila para, según escuchó, aliviar los dolores menstruales de la única que estaba soltera, y lo seguiría estando por mucho tiempo, por mucho que preparara su ajuar, pensaba Juanito observando entre las cortinas su desagradable gesto. Al momento, pasó por delante de ellas su primo. Aprovechando la ausencia de Luisa se pusieron a cuchichear y comentar, una vez más, lo guapísimo que estaba Ángel y la lástima que había sido que las ascuas del brasero deformaran la bonita cara de Juanito. «Yo lo vi una vez sin parche y es un monstruo», decía una de ellas, «¡Ay!, de verdad, qué pena de hijo, con lo buen mozo que hubiera podido ser, normal que no quiera ir a la escuela, si es que con esa cara tienen que huir de él espantados. ¡Angelito!, qué pena me da», dijo la soltera lanzando un fingido suspiro. Estaba harto de las comparaciones que todo el mundo hacía entre su primo y él, harto de que Ángel se paseara orgulloso entre las visitas a sabiendas de los comentarios que despertaba. Odiaba a su primo con todas sus fuerzas.

Esperó a que cayera la noche y que Ángel hiciera su acostumbrada visita al establo para acariciar al viejo caballo. Se dirigió a la zona trasera de los establos y se agachó tras el ventanuco al que solía asomarse el animal. Llevaba una caja de fósforos en el bolsillo, cuando Ángel apareciera echaría uno encendido sobre la paja del caballo, con la única intención de quemarle el rostro a su enemigo y arrebatarle su belleza. Después podría decir que su primo no se acercaba al establo del viejo caballo sólo para acariciarlo, que aprovechaba para fumarse un cigarrillo y que seguramente esa habría sido la causa del incendio. La historia no le resultaría nada extraña a su padre, él mismo había empezado a fumar a esa edad tan temprana. Su primo daría otra versión, pero sus padres siempre lo creían a él, al menos hasta aquel momento.

Fue la travesura malévola de un niño de ocho años, que, aunque bastante inteligente para su edad, no había calculado bien su plan y le salió mal. Mientras encendía el fósforo para arrojarlo por la ventana, Ángel se marchó. Lo echó encendido a la paja sin comprobar si seguía allí y salió corriendo. El cálido viento de principios de otoño y los secos matorrales hicieron el resto.

Ángel sospechó de su primo desde el principio, lo vio entrar presuroso en la casa aquella noche después de visitar su caballo. Parecía nervioso y se preocupó de entrar por la puerta de atrás para no ser visto y cerró con cuidado. Cuando encontró al viejo caballo carbonizado, se abrazó a él con tal fuerza que hicieron falta dos hombres para separarlo.

* * * *

Ninguno de los primos volvió a la casita de Lucía. Juanito por miedo a la escopeta de don Diego y Ángel porque supo que había llegado la hora de marcharse. Tenía dieciocho años y un tío en la ciudad deseoso de invertir parte de su dinero en darle una carrera. Don Francisco, su tío, tenía dos hijas, pero nunca habían sentido la tentación de leer otro libro que no fuera El Santoral. Si no se había marchado antes había sido sólo por Lucía. Pero ya podía valerse por sí misma, y tenía a Herminia y a sus hijas.

Separarse de la pequeña Lucía fue la decisión más difícil que tomó en toda su vida. Sus ojos se le aparecían en las clases de anatomía, en las de biología, por los pasillos de la vieja facultad, a media noche… Mil veces estuvo tentado de abandonarlo todo y volver a jugar al parchís las tardes de domingo, a escuchar su violín, a envolverse en sus espontáneas sonrisas. ¿Era posible que se hubiese enamorado de una niña?, se preguntaba a veces, cuando el violeta de sus ojos aparecía en las miradas de las innumerables chicas que lo cortejaban.

Era el muchacho más cotizado del elegante barrio donde ahora vivía, un buen mozo con un futuro prometedor; algo inconsciente de sus posibilidades, lo que le daba un aire ingenuo que hacía morir de amor a las muchachas. Aparecieron primas lejanas por doquier, todas ellas ideales para un futuro enlace. Se dejaban caer por la casa de su tío con cualquier excusa, y se las ingeniaban de las formas más rocambolescas para ser invitadas a las fiestas en las que él se encontraba. Pero él siempre se excusaba con ellas argumentando que no era tan bueno como parecía y terminó siendo el amor platónico de todas las que lo conocían, incluso de otras muchas que habían oído hablar de él maravillas y no habían tenido la oportunidad de tenerlo frente a frente.

* * * *

Ángel estaba en cuarto de medicina cuando conoció la verdadera anatomía del cuerpo femenino. Pasaba sala con uno de sus profesores cuando se encontró, en la habitación doscientos treinta y cuatro, con Maribel, con un brazo en cabestrillo y la pierna contraria colgada del techo. El profesor Velasco lo dejó solo con ella, tenía mucho trabajo y pensó que cambiar unas vendas y comprobar el color de los dedos que salían de la escayola era algo que podía hacer su alumno sin ayuda. Al día siguiente comprobaría el estado de su enferma con más tranquilidad y, tal vez, le daría el alta.

En realidad, Maribel no necesitaba estar colgada de un gancho, su pierna estaba evolucionando perfectamente; pero las enfermeras no paraban de darle quejas de la habitación doscientos treinta y cuatro y el doctor Velasco decidió amarrarla de nuevo. Maribel era una enferma díscola y desvergonzada. El doctor Velasco la había desenganchado anteriormente del techo y los dos días que estuvo libre los pasó en el pabellón de los hombres, provocándolos y armando escándalo. Hacía dos semanas que sus fracturas no necesitaban cuidados hospitalarios y que podía estar descolgada, pero la sospecha de que las costillas, que se había roto cuando cayó por la escalera del teatro de variedades donde trabajaba, hubiesen dañado uno de sus pulmones, obligó al médico a postergar su decisión de darle el alta. Cuando la vio por primera vez postrada en la camilla, en la sala de urgencias, el doctor Velasco necesitó un buen rato para sobreponerse de la impresión: su cara parecía pintada por un niño, con escandalosos colores que habían sido desdibujados por las lágrimas del dolor; su pelo se alzaba sobre su cabeza como una torre encendida en llamas, milagrosamente todos los cabellos seguían en su lugar, las enfermeras tuvieron que dedicar largo tiempo a desmontar aquella construcción indestructible, mientras Maribel despotricaba como loca toda clase de improperios; y vestía sólo una malla roja de lentejuelas y unos tacones imposibles.

Cuando el doctor Velasco pasó a verla al día siguiente, tuvo que entrar dos veces a la habitación para asegurarse de que era ella. Sin su disfraz de cabaretera, dormida como estaba, parecía un ángel, y lo era, un ángel caído, perverso y salvaje hasta la temeridad.

Ángel le descolgó la pierna para examinarla con comodidad, estaba nervioso, resultaba demasiado obvio que era un simple estudiante y temía el recelo de la paciente.

Una vez liberada del inmueble, Maribel saltó de la cama y cerró la puerta de la habitación. Se echó sobre la puerta y miró con deseo a Ángel.

—Tranquilo muchacho, no hay nada que reconocer que no esté sano como una pera. ¿Nadie te ha dicho que me tienen amarrada como a un perro por miedo a que le muerda a alguien?

—Tengo que reconocerte el pecho —dijo Ángel intentando aguantar el tipo ante una situación que no acababa de comprender.

—Eso está hecho. —Maribel dio dos pasos a pata coja con habilidad hacia la derecha y se metió en el baño.

Ángel la siguió titubeante, con la única intención de acabar su tarea. La encontró como Dios la trajo al mundo, en unos segundos Maribel había desatado las tiras de su camisón y éste se encontraba a sus pies. La escayola de su pierna y el vendaje del codo eran su único atuendo, y no fueron impedimento alguno para reptar por el cuerpo del futuro doctor como una anguila. Al principio, Ángel se quedó petrificado, dejándola hacer a su antojo, no tenía claro si aquello le estaba gustando o no, pero bastaron unos minutos para saberlo. Era una mujer experta. Cuando se dio cuenta de que él no lo era, afrontó el reto con profesionalidad y puso todo su empeño en que la primera experiencia de Ángel fuera inolvidable, por mera vanidad y porque era lo único que realmente hacía bien: dejar una huella imborrable en su larga colección de amantes.

Cuando el doctor Velasco preguntó a Ángel cómo estaba la paciente de la doscientos treinta y cuatro, él, ruborizado como un niño, sólo acertó a decir:

—Bien, bien, la paciente está estupendamente. Quiero decir…

—Sí, sé lo que quieres decir, ¿por qué crees que te la encasqueté? Soy un hombre casado, y el jefe de planta.

No volvió a verla en varios meses, hasta el día que leyó en el periódico un anuncio que decía: «Maribel García Montes, apodada ‘La Guindilla’, estrena revista como vedete principal en el teatro de variedades más importante de la ciudad».

Se sentó en la primera fila de la derecha, al lado del pasillo. Era el primero de una larga fila de caballeros que no parecían tener nada en común entre ellos: intelectuales, muchachos imberbes, señores con bastón…, ocupaban atentos, como escolares, las dos primeras filas. Ella lo reconoció enseguida, y cuando bajó las escaleras para coquetear con sus admiradores y se sentó sobre sus rodillas para cantarle al oído. Ángel creyó ser el único hombre sobre la tierra, hasta que después ella se sentó sobre el espectador que tenía a su derecha, y luego en el siguiente, y el siguiente…, y adivinó que las dos primeras filas estaban ocupadas por parte de sus trofeos de cama. Cuando terminó la función, se acercó a su camerino con la esperanza de repetir aquel único encuentro. Pero en la puerta se agolpaban los mismos que babeaban diez minutos antes a sus pies y comprendió que debería haber guardado su intenso y revelador recuerdo en el álbum de la memoria; que debió entender aquel recuerdo como un regalo irrepetible. De regreso a su casa, caminando por las solitarias calles de la ciudad, recuperó la autoestima. Y la humillación que había sufrido ante el camerino de «La Guindilla» entre ramos de flores y sombreros de toda índole, se esfumó tan pronto como evocó la escena del cuarto de baño de la habitación doscientos treinta y cuatro, cuando, por fin, Maribel le abrió la puerta del deseo y le ayudó a cruzarla. Él había sido para ella uno más de su interminable lista, pero para Ángel, Maribel fue la primera; nada podía cambiar ese hecho.

* * * *

Ana caminaba segura, con paso firme, mirando al frente. Se había esmerado como hacía muchos años atrás para tener un aspecto espléndido. Estaba levantada desde el alba para encender la chimenea, con la que calentó el agua para lavarse. Tuvo que acarrear varios cubos desde el pozo hasta conseguir toda la que necesito. Se lavó la cabeza con esmero y luego se preparó un baño de espuma en una gran tina que encontró en el cobertizo. Tenía la ropa limpia y bien planchada desde el día anterior; también encontró una vieja plancha de carbón. Cepilló su pelo y se colocó unos pendientes que realzaban el color de sus ojos, aunque no le hacían falta.

Cuando Rosa la vio, no podía creer que se tratara de la misma mujer que apareció como un fantasma en el umbral de su puerta unas semanas antes. Ana estaba allí para hablar con Pedro e intentar convencerlo de que la llevara hasta el cortijo de su hijo. No fue tarea fácil. Pedro accedió. Pero se negó a dejarla dentro de los límites de las tierras de Diego y le hizo prometer que no diría quién la había llevado; en la última discusión que mantuvo con Diego, éste le dejó muy claro que no iba a permitirle que hiciera de mediador entre su madre y él.

Paró su recién estrenado vehículo a doscientos metros del sendero que la llevaría a su destino. Ana tuvo suerte: el día anterior le entregaron a Pedro su esperado coche; no era un trayecto muy cómodo para llevar a una señora de su edad de paquete en la motocicleta. Cuando Ana se bajó del vehículo, la miró con pesadumbre desde la ventanilla y le deseó suerte, aunque en realidad sus palabras de aliento sonaron a pésame.

Desde aquel punto, una muralla verde impedía la visión de la casa. Ana hizo el giro del camino que bordeaba los árboles y… allí estaba, la mansión maldita. Sintió una fuerte sacudida que casi la derriba. Por un momento se creyó incapaz de dar un paso más. Todo estaba tal y como lo recordaba, aunque echó de menos las enredaderas que ella misma plantó en los macetones de la entrada principal; durante los cuatro años y medio que estuvo casada, aquellas hiedras tuvieron tiempo de trepar por las dos grandes columnas de mármol que custodiaban la entrada, dándole a la fachada un aspecto muy señorial. Seguramente su marido dejó que se secaran, como todo lo que le recordara a ella.

La ventana del dormitorio nupcial, ubicado en la segunda planta, estaba de par en par, igual que las del salón, que estaban justo debajo; alguien se ocupaba de ventilar debidamente las estancias más habitadas. Se vio a sí misma las mañanas de verano empujando los postigos hacia fuera, aspirando el perfume tempranero de los campos de cereales y bañada por los primeros rayos de sol. Hubo un tiempo, muy corto, en el que casi fue feliz; un tiempo en el que casi se enamora de su marido y, llena de esperanza, se propuso conquistarlo. Pensó que tal vez lo hubiera conseguido de no ser por la inoportuna aparición de Isidro. «Isidro. ¡Qué estúpida fui!», pensó al recordar el peor día de su vida, una vez más.

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