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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

Maldita (12 page)

—Full damas reyes. —Puso Pedro sus cartas bocarriba.

—Full reyes ases —dijo Isidro.

La impaciencia de Isidro lo delató. Tenía tantas ganas de echarle mano al dinero que no se concedió ni un segundo para pensar. Cuando se dio cuenta de su torpeza, las cartas ya estaban boca arriba.

—¿Se me ha olvidado sumar o hay cinco reyes sobre la mesa? —habló Diego, inclinándose sobre las cartas y acercándose a Isidro, que lo tenía justo enfrente, mientras lo miraba cargado de ira.

Podía soportar sus despreciables comentarios, él también los hacía; pero el juego sucio era otra cosa. Para Diego era el peor de los robos, el más mezquino.

—¿Estás dando por hecho que he sido yo el que ha hecho trampa? —Isidro se puso de pie para dirigirse a Diego, adoptando una postura muy agresiva.

—Por supuesto que lo doy por hecho, no se puede ser más cretino que tú. No sólo haces trampa, además eres tan rastrero que echas la culpa a otro. Esa sucia jugada sólo puede ser tuya. Coge el dinero Pedro, nos vamos.

—No tan deprisa. —Isidro puso bruscamente su mano sobre la de Pedro, que ya se disponía a coger el montón de billetes.

Paco, el dueño del bar, se acercó alarmado y habló por primera vez:

—Si vais a pegaros iros a la calle, no quiero líos con la guardia civil, ya hace tiempo que me tienen ganas.

—Vámonos Diego, déjale el maldito dinero.

—De aquí no nos marchamos sin tu jodido dinero en el bolsillo. ¿Vas a dejar que esta sabandija te robe y se vaya de rositas? Yo no. Venga Isidro, arreglemos esto fuera.

—No pienso ensuciarme las manos contigo. —Dicho esto se dispuso a marcharse.

El incidente no terminó ahí. Cuando Pedro estaba aparcando la moto junto a su casa, fue abordado por Isidro. La noche estaba muy oscura, no se dio cuenta de que lo estaba esperando en el pequeño soportal de su vivienda. Algo duro presionaba su costado.

—Dame el dinero. —Alguien le habló al oído.

Pedro no dudó ni un instante, sacó de su bolsillo el fajo de billetes y éste desapareció de su mano tan rápido como su nuevo dueño.

Diego había seguido a Pedro para protegerlo en secreto. Sospechó desde el principio que Isidro no daría por zanjada la tensa situación.

Por la esquina del tenebroso callejón, la sombra del sereno huía tarda tras su amo. El completo silencio hacía dudar de que tuviese compañía; el guardián de las calles respetaba a su única compañera de rondas y no la incomodaba con el sonido de sus pisadas.

Un estruendo ensordecedor rompió la noche, traspasando muros, puertas y ventanas. Mientras la confusión reverberaba en los tímpanos de los que dormitaban y, bajo su protección, alguien desapareció; una inconclusa figura, ella sí, escoltada por el eco de sus zapatos, siguió la estela del sereno.

Por las juntas de los adoquines intentaba escapar parte de la muerte que debutaba sobre la acera del callejón. Pijamas, camisetas de algodón y batas de franela corrían pegados a sus farolillos y linternas hacia el espectáculo.

«Es Isidro», «¿Está muerto?», «Creo que sí», «¡Que alguien llame al médico!»…

—¿Qué ha pasado? —preguntó Pedro, que acababa de asomar por su puerta seguido por su madre.

A sus pies, la cabeza de un hombre sobre el escalón, con la vista vuelta hacia atrás, lo miraba con espanto.

—Parece… Es Isidro. ¿Está muerto? —preguntó por lo evidente.

—Completamente —contestó el autoproclamado portavoz de la comitiva.

—¡Ay, mi Isidro! ¡Ayyy…! ¡Qué cosa más grande! —gritaba Pepa mientras su cuerpo, sostenido por dos mujeres de bastante más envergadura que ella, levitaba calle abajo.

—No dejéis que se acerque —ordenaba el jefe del grupo.

La enjuta mujer de Isidro, sustentada por fin por sus famélicos tobillos, se balanceaba de una forma arrítmica. El farol de su vecino a sus espaldas la hacía parecer un grotesco títere, iluminando su abundante y crespo cabello y el gran pañuelo que llevaba en la mano.

—¡Dejadme que lo vea!

Pepa se adelantó unos pasos a sus acompañantes y, en un descuido, el licor de la tarde la lanzó sobre los restos de su marido.

Media hora más tarde, ante los numerosos asistentes, el médico certificó su muerte y la causa: dos cartuchos de una escopeta de caza habían reventado su estómago y columna.

* * * *

La luna entraba por la ventana iluminando el vaso. El anillo de plata subía y bajaba de una forma compulsiva. No quiso encender la luz, no fuese causa de sospecha el hecho de que lo encontraran levantado a esas horas, si alguien se acercaba para darle la noticia.

Intentaba dar forma a los hechos acontecidos aquella noche, pero las imágenes jugaban caprichosas en su mente bajo la influencia del alcohol. Dos golpes secos en la puerta interrumpieron sus secretos pensamientos. Dando traspiés, consiguió llegar hasta el zaguán. Su torpe maniobra, al intentar coger la escopeta que guardaba tras la puerta, hizo caer la ropa que pendía del perchero. Sus pies se enredaron entre chaquetas y bufandas. Parte de la brasa de su cigarro cayó sobre ellas.

—¿Quién va? —preguntó dando puntapiés tras la puerta.

—Soy yo, Pedro. Abre.

—¿Qué cojones haces aquí a estas horas?

—¿Tú qué crees? —preguntó con otra pregunta mientras pisoteaba una llama que asomaba por la ropa que yacía en el suelo de la entrada—. Cualquier día vas a amanecer entre ascuas.

Pedro tenía sobradas sospechas de que Diego, no sólo sabía de sobra lo que había pasado en la puerta de su casa aquella noche, sino que, además, podría ser el autor. Aún así, le dio la noticia como si ignorara los hechos.

—Isidro ha muerto hace un par de horas en la misma puerta de mi casa. —Omitió aposta el detalle de que lo habían matado con una escopeta de caza, como hacían los detectives, por si a Diego le delataba el inconsciente y en la conversación revelaba algún dato que no podía conocer.

—Coño, ¡qué notición! Hombre, pues te agra… dezco la molestia de venir hasta aquí a estas horas para ale… alegrarme la noche. —La ingesta de alcohol estaba haciendo estragos en su lengua.

—¿Qué haces vestido y con las luces apagadas? —Estaba claro que todavía no se había metido en la cama.

—Ya ves, bebiendo en la oscuridad. Intentando ahorrar lo que he perdido esta… tarrr… de. Pero pasa, pasa… —contestó Diego, señalando tan torpemente con su brazo el interior de la casa que casi se va tras él—. Dime, ¿a qué has venido? —Caminaba ya por el pasillo agarrado a la pared, seguido de Pedro.

—Enciende la luz, vas a matarte.

—Enciéndela tú si quieres a mí de poco me sirve, ¿no ves que esto… estoy ciego? ¡Je, je! Y dime, cuéntame cómo ha sucedido todo.

Se sentaron frente a frente en el salón, por fin bajo la luz eléctrica.

—Venga, cuéntame —insistió Diego ante la pasividad de su visitante, que lo miraba como estudiándolo.

—Hagamos un trato, tú me cuentas la primera parte, o sea, lo que pasó antes de que muriera, y yo termino la parte de la historia que no te sabes.

—¿Cómo? Creo que no te… te he entendido bien, perdona es que estoy un poco espeso —dijo Diego mostrándole el vaso a su acompañante—. ¿Un vaso de aguardiente? —Ahora le mostró la botella antes de rellenar los vasos.

—Deja de hacerte el idiota. La guardia civil me ha interrogado, no me dejaran en paz hasta que descubran lo que ha pasado. Estaba muerto en mi misma puerta, de todos los que salimos alertados por… el cañonazo… yo era el único que estaba vestido —. Ya está, lo había dicho; a tomar viento su estrategia.

—¿Lo han matado? —El alcohol sólo había afectado a su lengua, supo hacerse el sorprendido ante un hecho que conocía de primera mano.

—Escúchame Diego, sé que lo sabes todo, que viste cómo me siguió hasta mi casa y me robó el dinero. Sé que esperaste a que cerrara la puerta para dispararle. Cuando oí el disparo todavía no había echado la llave. Supe que habías sido tú; estaba tan seguro que esperé unos minutos hasta volver a abrir la puerta, para darte tiempo a que desaparecieras y no sorprenderte. Luego te oí correr y arrancar la camioneta.

—Ya.

El monosílabo era toda una confesión. Diego comprendió que no tenía ningún sentido seguir haciéndose el idiota delante de su amigo, pero, literalmente, no había dicho absolutamente nada.

—Le he contado todo a la guardia civil —siguió relatando Pedro.

—¿Qué quieres decir con todo? —Diego se temió que el cándido de Pedro le hubiese contado a la guardia civil sus sospechas.

—Que Isidro hizo trampa, que fue una partida muy tensa desde el principio. Que cuando me disponía a entrar en mi casa Isidro me sorprendió y me amenazó con un arma, para obligarme a entregarle el dinero. Yo pensé que era un arma de fuego, pero resultó ser una barra de hierro. No se veía absolutamente nada.

—¡Je, jé! Vaya con Isidro, qué claro tenía que tú no eras una amenaza para él, ni siquiera se molestó en coger una de sus escopetas.

—No se explican, como es natural, cómo es posible que los vecinos de los alrededores llegaran a la puerta de mi casa antes que yo. Les he dicho que tuve miedo de abrir y que el asesino nos pillara solos a mi madre y a mí, que no tenía con qué defenderme y por eso esperé unos minutos a que llegara más gente, ya sabes que no tengo armas en casa. Mi madre ha confirmado mi declaración, aunque cuando escuchó el disparo salió de su dormitorio dispuesta a abrir la puerta y tuve que sujetarla. No me ha hecho preguntas.

—No te preocupes, estoy convencido de que nunca sospecharán de ti. —La voz de Diego empezaba a sonar somnolienta.

—Yo no estoy tan seguro. Lo mataste tú ¿verdad?, lo mataste y le quitaste el dinero. Contéstame Diego.

—No me obligues a responder tu pregunta, si lo hiciera, tendría que matarte. —De repente, pareció que el efecto del alcohol se había esfumado y habló con seguridad, intentando dar por concluida la conversación.

—Vendrán a interrogarte, preguntarán a todos los que estábamos en el bar de Paco durante la partida, ¿qué vas a decirles?

—Nada que contradiga tu declaración, no tengo nada nuevo que aportar. Cuando terminó la partida me vine a casa, a partir de ahí no tengo nada que decir, y tú tampoco ¿verdad?

—¿Tienes manzanilla? Estoy descompuesto, tengo una fatiga espantosa —. Pedro sabía que era absurdo insistir, la conversación había terminado.

—Debe quedar algo en una caja que hay en la despensa, no estoy seguro, yo no gasto esas mariconadas.

Pedro salió del salón en busca de la manzanilla. Mientras atravesaba el pasillo, suspiró profundamente.

La cocina olía a queso rancio, patatas podridas y sangre seca. Aunque aparentemente todo estaba en su lugar, había restos de suciedad por la encimera, los muebles y el suelo. La hornilla mostraba en su base medio centímetro de comida quemada. Dos trapos podridos despedían un olor insoportable. Un gato negro como la noche daba buena cuenta de una morcilla en el alféizar de la ventana, no se molestó en huir, se limitó a quedarse inmóvil ante la presencia humana, con la esperanza de confundirse en la oscuridad. La mesa estaba rodeada por media docena de sillas, sólo una tenía el asiento limpio de polvo. Se notaba la prolongada ausencia femenina. Abrió la puerta de la despensa y fue sorprendido por la principal causa del hedor que reinaba en la cocina: dos sacos de patatas reposaban en el fluido de su descomposición. «¿Para qué guardaba un hombre solo tanta comida?», pensó. Aquello parecía el almacén de una gran familia: cinco garrafas de diez litros de aceite, gran cantidad de morcillas y chorizos suspendidos del techo, escoltando media docena de jamones. En la estantería de la derecha, varios quesos derramaban su sudor por las baldas hasta llegar al suelo y confundirse con la grasa que caía de los embutidos y jamones y la base putrefacta de cajas de ajos, cebollas e hierbas de todo tipo para condimentar. A la izquierda, varias repisas mostraban más de un centenar de botes de conserva: uvas en aguardiente, aceitunas, mermelada, tomate… De cebollitas en vinagre debía haber al menos treinta; estaban allí desde antes de que muriera Adela. Aprendió a prepararlas para Diego, a él le encantaba comerlas para acompañar un buen puchero. Un par de arañas trepaban por los tarros. Sobre el suelo, cajas de verdura variada flanqueaban un pasillo que llevaba hasta la vivienda de Lucía. Un resplandor se colaba por debajo de la puerta. Pedro miró su reloj: las cuatro y media de la madrugada. Empujó con sigilo la puerta, un desagradable chirrido lo acompañó.

Lucía soñaba plácidamente sobre su cama. Se había quedado dormida mientras leía; un libro más grande que su pecho hacía de manta. A su lado la muñeca velaba sus sueños. Debía tener frío, así que Pedro se adentró en la estancia para taparla como es debido. «¿Qué edad debe tener ya esta criatura?», se preguntó, «¿cinco o seis?». Enseguida cayó en la cuenta: llevaba en este mundo el mismo tiempo que hacía de la muerte de su madre, poco más de cinco años y medio. Se acercó muy despacio para verla más de cerca y se quedó contemplándola unos minutos. Tenía puesto un pijama de chico, bastante más grande que ella, llevaba los bajos del pantalón y las mangas remangados con varios dobleces; su pelo estaba recogido con un cordón, la coleta que asomaba por sus hombros debía llegarle hasta la cintura. A pesar de no haber estado nunca bajo el sol, tenía la piel ligeramente aceitunada, sedosa como un melocotón. Así, con los ojos cerrados, sus pestañas llegaban casi a las mejillas. Era una criatura deliciosa.

Con extremo cuidado, extrajo el libro de sus manos: Hans Christian Andersen, Cuentos para niños, leyó para sí. Estaba abierto por El patito feo. Él no sabía gran cosa sobre niños, pero le pareció una lectura demasiado complicada para una niña tan pequeña. Dejó el libro sobre los muchos que había en la mesa y, poco a poco, subió la colcha que estaba a sus pies y la tapó. Ella no se movió. Apagó la luz y, cuando se disponía a salir, se topó con el corpachón de Diego.

—¿Qué haces ahí? —No parecía enfadado, más bien extrañado.

—Vi la luz encendida y entré para apagarla, eso es todo.

—Bien, me gusta que te solidarices con mi forma de recuperar lo que pierdo en la taberna de Paco. —Hizo una de sus ironías—. ¿Cómo la has encontrado? —Diego quiso saber, pero hizo la pregunta con desdén y se dio la vuelta, dando a entender que la respuesta no le interesaba demasiado.

—Duerme tranquilamente, parece estar bien. ¿Sabes que ya ha aprendido a leer correctamente? Tenía un li…

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