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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

Maldita (20 page)

Herminia supo que en esa casa estaba aconteciendo el milagro, un milagro que te asalta pocas veces en la vida, pero que, cuando ocurre, te reconcilia con tu existencia y, sin la más mínima explicación, te hace comprender el porqué de todas las preguntas. Estremecida, hizo un gran esfuerzo para no romper el momento; un leve suspiro suyo podría arrancar a la niña del paraíso, inmersa en el segundo movimiento del Concierto para Violín y Orquesta de Bruch. La contempló a placer.

Era una fría noche de febrero, el único enchufe de la estancia estaba ocupado por la radio. Para paliar el frío, Lucía se había echado su mantita rosa sobre las rodillas. Unos gruesos calcetines azul marino asomaban entre la manta y el suelo, seguramente de los muchachos, el derecho tenía un agujero importante y por él asomaba su dedo gordo, violáceo por el frío. El viejo pijama de franela ahora le quedaba pequeño y, bajo sus mangas, asomaba una camiseta blanca de algodón, al menos cuatro tallas mayor de lo debido. Sus tiernas manos se movían con delicadeza y destreza, ignorando el frío que soportaban y los mechones negros que intentaban enredarlas. Los ojos cerrados, cautivos en su interior, no había nada que mirar, sólo escuchar. «¡Qué bonita es!», pensó Herminia. Lucía era de esas criaturas que habían nacido para que la naturaleza se complaciera en ellas, mostrando al mundo lo que es capaz de llegar a surgir de su seno.

Una linterna a lo lejos llamó su atención, su hijo la estaba buscando. Emocionada y en silencio, se marchó. Renovada, reconciliada con el mundo.

Al día siguiente volvió a visitarla antes de comenzar su trabajo en el cortijo. Cuando se acercó al cristal, comprobó que estaba acompañada de Juanito, los dos inmersos en un montón de libros. Miró el reloj, aquel día era más temprano de lo normal, volvería más tarde.

Las cuatro y media, Juanito ya se habría marchado. En cuanto terminara de cambiar las sábanas de la monumental cama de Diego, iría a ver a Lucía. Le gustaba su trabajo, al contrario de lo que pudiera parecer, le dejaba margen para la creatividad. Diego le dejaba absoluta libertad, era un hombre chapado a la antigua, las labores del hogar no le interesaban lo más mínimo. Si contrató a Herminia fue principalmente porque podía permitírselo de sobra y por mera inercia: contratar a trabajadores de todo tipo era una tarea diaria para él. Además, estaba cansado de oír que necesitaba ayuda, que la casa estaba cada vez más deslucida.

«Ya está. ¡Qué bonita me ha quedado!», susurraba Herminia mientras miraba la cama, sólo ella podía apreciar aquel trabajo. El olor a lavanda y naftalina inundaba la habitación. Acarició el embozo de la sábana, sus dedos resbalaron por el fino bordado de hilo, despacio, disfrutando del tacto. Se retiró unos pasos y volvió a mirarla. La cama era magnífica: de sólida madera tallada hasta el último rincón. Pero sin ella, se dijo, no podría lucir tan bella: el colchón bien mullido, cada capa que lo envolvía sin la más mínima arruga, como la piel de un niño, y dispuesta en su justo lugar, almidonada y planchada a la perfección. ¡Y todo lo habían hecho sus manos! En lo que ella hacía, era la mejor.

Una gélida brisa invernal se colaba por la ventana entreabierta, meciendo los inmaculados visillos. Pero, a simple vista, la habitación resultaba cálida. Las alfombras de piel de oveja para los pies, limpias y peinadas. Sobre el aparador, los retratos de los otros Diegos, bien colocados, acompañados por un par de claveles dispuestos en un jarrón de cristal labrado; los clavos, mecheros y cajetillas de tabaco arrugadas y a medio terminar, que Diego dejaba sobre él cada noche, metidos en el primer cajón de la izquierda. Un último vistazo a su alrededor la transportó a su infancia, donde aún todo estaba en orden, perfecto. Diego no tenía la capacidad de apreciar su trabajo, ¿y qué? Ella sí. Mucho más que suficiente para sentirse orgullosa. Satisfecha, cerró la puerta tras de sí, con las sábanas sucias en su regazo y una envidiable sonrisa.

Con una cacerolita, llena de asadura en salsa con almendras, en la mano, se encaminó hacia la salida. El día antes le había pedido a Diego que le dejara sobre la cocina los avíos necesarios y, como siempre, se había encontrado cantidad suficiente para dar de comer a todos los jornaleros; Diego no podría comerse aquella gran perola ni en una semana, y ella tenía prohibido llevarse alimentos del cortijo. Pero si le llevaba a Lucía un poquito…, al fin y al cabo era su hija. El guiso le había salido especialmente bueno, Diego se iba a chupar los dedos.

—Mis normas parece que no van contigo. —Diego la sorprendió a la salida—. ¿Adónde vas con esa cacerola?

—¡Ay! —Herminia iba ensimismada y se llevó un susto soberbio—. Don Diego, qué susto me ha dado.

Diego le llevaba toda la cabeza en altura. Con la mirada fija en un botón de su camisa, a Herminia su pecho le pareció inmenso —lo era—. La cazuela estaba a rebosar, al chocar contra la barriga del Goliat parte del líquido cayó sobre su ropa. Herminia bajó la vista y contempló el desastre antes de volver a hablar:

—Lo siento don Diego, no me lo esperaba.

—Ya veo, ya. ¿Adónde piensas que vas con esa olla?

Por fin Herminia reaccionó:

—¡Ah! No es para mí don Diego, iba a llevársela a la niña, era demasiada comida para un hombre solo y, total, para tirarla, pues…

—Está bien, está bien Herminia. Pero haga el favor de no darle más vueltas al cortijo, si quiere ir a la casucha hágalo por la despensa.

—Es que yo no sabía si usted…

—Voy a cambiarme, me ha puesto usted perdido.

* * * *

—Luci, Luci, soy yo —llamó Herminia a la niña mientras daba unos suaves golpes en la puerta antes de entrar para no asustarla.

Desde que Lucía dejó de utilizar el viejo cajón de madera para alcanzar el fregadero, lo usaba para apontocar la puerta de la despensa; ésta no tenía cerrojo y el ruido que producía la caja contra el suelo al ser arrastrada la alertaría enseguida de cualquier visita inesperada.

Estaba en el baño. Bajo el sonido del agua le pareció oír unos golpes secos. Rápidamente, se subió el enorme pantalón de pana y se abrochó la correa —sin ella no había manera de mantenerlo en su lugar—. Llevada por la premura, antes de salir, mientras luchaba con la hebilla de la correa, se asomó por la rajita de la puerta. Se quedó paralizada tras ella. ¿Sería Diego? ¿Qué querría? «Ya está, viene a quitarme el violín, seguro que no lo dejo dormir por las noches», pensó. Las piernas empezaron a temblarle. A pesar de vivir sola, era la primera vez que sentía auténtico miedo. Si después de tantos años Diego se había decidido a entrar… Se quedó mirando cómo el agua del lavabo rebosaba y saltaba por los filos en pequeñas cascadas. Quiso cerrar el grifo, o quitar el tapón, pero sus músculos no le respondían. Los dos calzoncillos, que tiempo atrás fueron de Ángel y ahora eran su ropa interior, flotaban en la superficie antojándoseles siniestras figuras. Sus viejas zapatillas se estaban encharcando. En un intento de no perder la razón, fijó sus ojos en el chorro que iba desde la boca del grifo hasta la cristalina superficie; observar las caprichosas formas que adoptaba en su caída la ayudaba a no desmoronarse. Tenía la espalda contra la puerta, alguien la empujaba desde fuera. «¡Yo soy más fuerte! ¡Yo soy más fuerte!», gritaba en su interior, tensa como un garrote. «¡Yo soy mucho más fuerte!». Como la peana de una estatua, sus pies fueron deslizándose por el agua.

Unos mechones castaños asomaron por la abertura de la puerta.

—Luci, cariño, ¿estás bien? —La voz de Herminia sonaba angustiada—. Me estás preocupando.

Empujó con más fuerza y la puerta cedió. Abrazada a sí misma, intentando controlar sus temblores, la pequeña miró a Herminia con los párpados separados hasta lo imposible. No la veía; aún era prisionera del pánico y no había vuelto a la vida real.

—¡Luci! —Herminia había decidido acortarle el nombre, como había hecho con sus cinco hijos—. Vuelve en ti. Soy yo, Herminia. —Y se lanzó a abrazarla—. Lo siento mucho pequeña —decía, consciente de que su entrada por la puerta de la despensa había sido la causa del pánico que la poseía.

De repente, Herminia se dio cuenta del desastre que estaba causando el agua y, sin soltar a la niña, buscó con su mano izquierda el tapón en el fondo del lavabo.

—Ya pasó todo pequeña. ¡Qué estúpida soy! Venga, ya está.

Lucía comenzó a llorar y el llanto la sacó de su pesadilla. Y allí de pie, mientras la humedad subía por sus medias, Herminia esperó pacientemente a que Lucía se consolara en su pecho. El desconsuelo de Lucía empapó su delantal.

Poco a poco, entre sollozos, sus sentidos comenzaron a reaccionar, resucitándola: ¡Qué bien olía la ropa de aquella mujer! ¡Qué fríos sentía los pies! ¡Qué saladas estaban sus lágrimas! ¡Qué especialmente triste estaba aquel invierno el camino que avistaba de soslayo por la ventana desde la puerta del cuarto de baño! ¡Qué cálida le sonaba la voz que la consolaba en aquel momento! Ya está. Había escapado de las garras del pánico. Por unos momentos, había caído en el lado oscuro; pero el pecho de Herminia la había rescatado, devolviéndole primero los sentidos y después la voluntad. Había vuelto a su pequeño mundo, que por unos instantes creyó perder; pero con una lección aprendida: su mente, tan llena de recursos, escondía emboscadas y había caído en una, ahora que conocía esos fantasmas oportunistas, no podría explorarla a su antojo. Ya no estaba segura entre sus paredes; las puertas, las ventanas, los grifos…, podían convertirse en armas letales.

Un profundo suspiro acabó con los sollozos. Herminia se separó un poco de la niña para poder mirarla.

—¿Estás mejor?

Dos piélagos de invierno la sorprendieron. Profundos. Salvajes. Inmensos. ¡Tan honestos! ¡Tan vivos!

—¿Luci? —La niña reaccionó y asintió—. Criatura, ¿por qué vives aquí encerrada?, el mundo tiene derecho a tenerte. Tengo que irme, pero si te hago falta me quedo.

Sus ojos arrojaron comprensión, volvió a mover la cabeza afirmativamente y dio un paso atrás. Con sus gestos quiso decirle a Herminia que podía marcharse. Por supuesto que prefería que se quedara, nadie la necesitaba en aquel momento más que ella. Aun así, la dejaba marchar. Juanito le había enseñado a poner en su justo lugar el deber y la necesidad; para él, por supuesto, sólo había una necesidad antes que el deber: la necesidad de acostarse con el deber cumplido, todo lo demás podía esperar. «Pero por favor, ¡vuelve en cuanto puedas!», le decía con la mirada.

—Volveré después. Y cámbiate de ropa; por si no te has dado cuenta, te has orinado. Es imposible que el agua haya podido llegar hasta tu… bragueta. ¡Jesús! —Se quedó mirándola perpleja—. Tengo que conseguirte un par de vestidos decentes.

Lucía la despidió agitando suavemente la mano. Una mano amoratada, con las uñas carcomidas por la sosa del jabón, llena de sabañones y rasguños. ¡Una mano tan tierna e inocente! «¡Jesús! ¡Jesús!», iba relatando Herminia mientras recorría de nuevo la despensa, «Qué criatura más bonita». Y de la luz —la casita de Lucia—, pasó al purgatorio —la despensa—, y del purgatorio al infierno —la gran mansión de Diego—; pero ella sabía burlarlo, estaba preparada, lo había tenido frente a frente durante los años que vivió en la magnífica y fría casa de sus padres. «¡Jesús! Qué pasillo más frío y oscuro», seguía mascullando dirigiéndose hacia la escalera.

* * * *

—Bueno, me voy. Intenta resolver sola estos problemas. Mañana empezaremos a estudiar los decimales y, si nos da tiempo, el Renacimiento. Esta semana has estado especialmente distraída. No sé lo que te pasa últimamente, pero estás en Babia.

Herminia esperaba detrás de la puerta de la despensa a que se marchara Juanito para visitar a la niña. ¡Qué extraño le resultaba aquel muchacho! Tan frío, tan aparentemente seguro detrás de su peculiar antifaz. ¿Cómo era posible que el encanto de Lucía no lo hubiera conquistado? Hasta cierto punto, lo de Diego era normal, no tenía trato con ella; pero Juanito, que podía contemplarla a diario. El diablo se complacía en su hijo, su semilla lo había superado.

Lucía había remediado como pudo el desastre ocurrido horas atrás, pero el piso estaba sucio. Los calzoncillos seguían en el lavabo del baño y en el suelo un montón de ropa empapada por lavar. En el fregadero de la cocina se amontonaban los cacharros sucios… Secar tanta agua le había llevado toda la tarde y parecía algo cansada. Herminia se dispuso rápidamente a echarle una mano. Pero Lucía la cogió del brazo y la obligó a sentarse a su lado, junto a la mesa. Quería que le contara cosas de sus hijas, ya haría ella las tareas más tarde.

—¿Qué quieres Lucí? ¿Por qué no me dejas echarte una mano?

La niña cogió su libreta y escribió: «Háblame de tu Mari y tu Rosi, pregúntales si quieren venir a verme».

Herminia leyó con disimulo y apartó aparentando desprecio la libreta hacia un lado.

—Ay, no va a poder ser, no sé leer hija mía.

Lucía la miró decepcionada, ¿cómo era posible que Herminia no supiera leer a su edad?

Claro que Herminia sabía leer, y escribir, y muchas cosas más que nunca le habían servido de mucho en su sencilla vida. Pero mientras Lucía le mostraba su libreta tuvo una idea: si la niña tenía tanto interés en conocer a sus hijas, y ella se negaba a leer, tendría que hablar.

De la decepción pasó al asombro y Lucía observó a Herminia con los ojos muy abiertos, «¡Tan mayor y no sabe leer!».

—Pero eso no importa, ¿verdad Luci?, porque como tú sabes hablar, no hay ningún problema.

Lucía supo enseguida que la estaba chantajeando y dio un pequeño empujón a la libreta que estaba sobre la mesa para que Herminia volviera a intentarlo.

—No, no voy a traer a mis hijas hasta que me lo pidas tú misma, con esa boquita tan bonita que Dios te ha dado —le dijo con autoridad, confirmando las sospechas de Lucía—. Así que piénsatelo bien mientras te lavo la ropa. Mira cómo tienes las manos; si es que el agua sale como la nieve —y se levantó dispuesta a realizar su tarea ante la mirada de enfado de la niña.

Cuando Herminia salió del baño, con un barreño repleto de ropa entre las manos, Lucía estaba comiéndose la asadura en salsa de almendras. Tragó lo que en ese momento saboreaba y con entusiasmo dijo:

—Me encanta este guiso. ¿Les dirás a tus hijas que me gustaría conocerlas?

—Claro que sí pequeña, ya les he hablado de ti y están deseando conocerte. Tienes la voz tan bonita como todo lo demás.

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