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Authors: Mercedes Pinto Maldonado

Tags: #Drama

Maldita (35 page)

Por la habitación de Lucía habían pasado célebres psiquiatras atraídos por el peculiar caso. Casi todos convencidos de poder paliar en alguna medida la situación de la paciente. Don Antonio tuvo que oponerse de manera contundente a los tratamientos más agresivos, enemistándose con algunos de los colegas con los que siempre había mantenido una buena relación. Su puesto de director estaba en un punto muy delicado, en gran parte por el papel protector que había adoptado con la paciente. Ahora más que nunca, necesitaba conservarlo, para ayudar a Lucía y preservarla de las eminencias en psiquiatría a las que sólo les interesaba hurgar en el cerebro de la paciente para aumentar su currículum. Debía andarse listo. En más de una ocasión le había hablado a Ana de su delicada situación, rogándole que, por el bien de la niña, no lo pusiera en situaciones comprometidas. La suerte fue que no estaba solo en su particular cruzada y que gran parte del personal sentía especial simpatía por Lucía: unos seducidos por sus ojos; otros por su violín… Todos queriéndola desde el principio de algún modo.

Lucía no causaba ningún tipo de problema, apenas había que ocuparse de ella. Todos los auxiliares preferían atender a la niña antes que a cualquiera de los internos. Ni siquiera seguía un tratamiento farmacológico. No era para nada agresiva, dejaba que la alimentaran y dormía como un bebé. Su único mal era que había decidido marcharse mucho antes de que la muerte fuese a buscarla.

* * * *

Ana vendió la vieja taberna del pueblo y con el dinero alquiló una habitación en la casa de camas que encontró más barata y cercana al hospital, a sólo diez minutos en tranvía. Confiaba en que su nieta se recuperase antes de que se le acabase el dinero.

Se levantaba muy temprano, echaba algo de comer para el almuerzo en su bolso y se plantaba en la recepción del hospital antes de que llegara don Antonio. Los días en los que el director salía de viaje y Ana no encontraba a nadie del personal que la pasara al interior del hospital se le hacían eternos hasta la hora de las visitas.

Cuando Lucía no estaba tocando su violín, Ana le hablaba sin parar: del pueblo, de su familia, de la taberna, de la boda con su abuelo y, sobre todo, de cuánto la quería, mientras la niña permanecía de lado, en posición fetal y con los ojos en el firmamento. Ana estaba convencida de que la escuchaba, aunque no podía contestarle.

Los internos de la segunda planta, donde se encontraba Lucía, eran los más dóciles del loquero y tenían el privilegio de danzar por los pasillos hasta que llegara la noche. Cuando Lucía tocaba el violín, la habitación se llenaba de asistentes, algunos llegaban incluso antes de que empezara el concierto, sabedores de que la música estaba a punto de sonar. Unos se quedaban en la puerta con su eterna risa tímida y boba; otros se sentaban alrededor de su cama, con la cabeza gacha, jugueteando con sus manos y bajo el vaivén repetitivo de su cuerpo; y alguno daba vueltas por la habitación bailando al compás de la música. Una de las enfermas se había aprendido toda la pieza de oído y tarareaba el solo de violín de Massenet de la mañana a la noche. La segunda planta del hospital psiquiátrico era para Ana como su hogar, y los internos, junto a su nieta, su familia; muchos de ellos ya lo habían sido cuando ella fue también una «loca».

Herminia visitaba a Lucía una o dos veces por semana, dependiendo de si encontraba quien la llevase a la ciudad y luego de vuelta a casa. Siempre llegaba azorada, como ella era, y cargada de comida casera para Lucía y su abuela; a veces llevaba tanta que Ana terminaba ofreciéndosela al personal para paliar sus duras noches de guardia. Naturalmente, el fuego había acabado con el cortijo, el trabajo de Herminia y el de su hijo Julio, pero tanto ella como sus tres hijos mayores, incluida Mari, habían conseguido trabajo de nuevo; las cosas en su casa habían cambiado mucho y podía permitirse ser generosa con Lucía y su abuela. Los empleados del hospital pensaban que Herminia había hecho una promesa, de otro modo no podían explicar el porqué de las visitas semanales de aquella mujer, que llegaba cargada como una burra, cojeando y jadeando, sin ser familia de Lucía. Y era verdad, era una promesa al Altísimo por haberla sacado de la miseria, pero de todas formas lo hubiera hecho; ella era la única conexión que Ana mantenía con el pueblo, la que le contaba, semana tras semana, que Juanito seguía con su malévolo plan de desheredar a Lucía y que afortunadamente aún no lo había conseguido, que el cortijo de Diego seguía abandonado… Cuando los peculiares pasos de Herminia, acusados por la gran cantidad de peso que portaba, llegaban hasta la habitación a través del pasillo de la segunda planta, Ana advertía un pequeño gesto en Lucía: levantaba unos milímetros la cabeza de la almohada, apenas apreciables, y su mirada brillaba por un segundo. Ana estaba segura de que a Lucía le alegraba su visita, aunque durante su estancia se mostrara tan ausente como siempre. «¡Ay que ver, qué desgracia! Con lo bonita que es mi niña», decía Herminia cada vez que miraba a la pequeña, y se le saltaban las lágrimas.

Pedro iba a ver a Lucía los sábados y alguna vez entre semana. Al fin se casó y se fue a vivir a la ciudad. Al principio le llevaba libros y material escolar con la esperanza de que su natural curiosidad la llevara a leer y escribir de nuevo. Cuando se dio cuenta de que el material y los cuentos se amontonaban en el mismo lugar donde los dejaba, dejó de hacerlo. Se había convertido en el peor enemigo de Juanito. Se propuso, desde que ocurrió la tragedia, que no prosperara ninguna de las acciones legales que emprendía contra Lucía. Pagaba de su bolsillo a un afamado abogado que lo mantenía al tanto de todo. Incluso, estaba luchando por conseguir la tutoría de la niña para proteger sus intereses. La lucha encarnizada que mantenían las dos partes interesadas en el conflicto había llevado la situación a un punto muerto en el que, tanto Juanito como Pedro, no bajaban la guardia. Pedro tenía dos objetivos legales muy concretos: por un lado, evitar que Lucía fuera declarada incapacitada mental y, por otro, que Ana consiguiera un informe médico oficial que documentara que nunca había estado enferma y que su larga hospitalización fue una vil maniobra de su marido, llevado por el despecho. Este último hubiese sido posible de no ser porque necesitaba la firma del antiguo director del centro, y éste se negaba rotundamente a reconocer que él, junto al cuarto Diego del Valle, fue uno de los confabuladores del plan. El documento era fundamental para que la justicia permitiera a Ana administrar la fortuna de su difunto hijo y, una vez solventado el problema económico, asumir la tutoría de su nieta huérfana.

* * * *

Desde el día en que abandonó la casa de sus tíos, Ángel no había vuelto al pueblo. Después de haberle escrito a su tía Luisa decenas de cartas, en las que incluía un pequeño sobre con unas letras de aliento para Lucía, y de no haber recibido respuesta alguna, dejó de hacerlo.

Una a una, sus cartas fueron pasto de la chimenea. Juanito había hablado con el cartero para que le dejara personalmente la correspondencia, alegando que muchas de las cartas eran de gran interés para él y requerían respuesta inmediata. Y con la excusa de que él era el que tenía un trato directo con el cartero, se ocupaba de entregar a éste la correspondencia de la familia, seleccionando las dirigidas a Ángel para destruirlas. De manera que cuando el cartero llegaba al cortijo de Juan, en vez de echar las cartas por debajo de la puerta, se acercaba con su bicicleta hasta la ventana de la habitación de Juanito, daba dos toques en el cristal para avisarlo de su llegada y, cuando veía moverse el visillo, las dejaba en el poyete y esperaba unos segundos a que Juanito sacara la mano y cogiera la correspondencia o a que lo instara a esperar para entregarle alguna carta preparada para enviar. Juanito no era de los que se molestaban en charlar amigablemente, apenas le dedicaba un áspero saludo al cartero, lo cual éste agradecía. A Elías no le gustaba que le hablara con medio rostro escondido tras las cortinas; el hijo de Juan le parecía un ser desagradable, déspota y soberbio; nada que ver con su padre, siempre dispuesto a conversar amigablemente.

No había pasado un solo día sin que Ángel pensara en Lucía; aunque las circunstancias habían hecho que perdiera todo contacto con ella y llegó a pensar que era mejor así, que saber pasar página era un signo de madurez. Por otro lado, su vida estaba muy llena. De lunes a sábado no tenía tiempo ni de respirar entre sus clases y los estudios, y los domingos intentaba hacer un poco de vida social y relacionarse con los hijos de las amistades de su tío, que siempre andaba preocupado por la vida tan monacal que llevaba.

Terminó la carrera con un expediente brillante y se fue a hacer la especialidad al extremo norte del país, a novecientos kilómetros de donde había vivido hasta los dieciocho años. Allí conoció a Nieves, con la que inició una relación formal y cuya familia esperaba la boda con ansiedad. Él tenía veinticuatro años y un futuro prometedor, y ella veintitrés, una esmerada educación y una dote suficiente como para vivir holgadamente toda su vida sin trabajar. Pero Ángel, sin ni siquiera comprender el motivo, demoraba la fecha de la boda excusándose en su trabajo, al que vivía entregado por completo. Eran la pareja perfecta: altos, guapos, inteligentes, con futuro…, muy populares en el amplio círculo de amistades de ella y los compañeros de profesión de él. Llevaban siete meses comprometidos cuando se tomaron unos días para que su tío pudiera conocer a la famosa novia de Ángel. Don Francisco se mostró encantado con ella, y las muchachas del antiguo grupo de amistades de Ángel muy desencantadas, convencidas de que ante aquella maravilla de mujer no eran competencia. Todo era casi perfecto. Casi se enamora de ella, más por recomendaciones ajenas que por convencimiento propio; casi le entrega el corazón; y a punto estuvo durante dos años de casarse de una vez.

Una de las veces que Ángel volvió de uno de sus numerosos viajes a congresos y visitas a otros hospitales del país, para aprender nuevos tratamientos y practicar técnicas interesantes para su formación, Nieves lo estaba esperando con un ultimátum: «Estoy cansada de esperar el mejor momento, o te decides o rompemos nuestro compromiso. No voy a tirar por la borda los años de juventud que me quedan por alguien a quien parece que no lo importo lo suficiente, prefiero ser libre y soltera que la eterna prometida». Él le dio una respuesta poco afortunada, o no: «Lo siento Nieves, he quedado para dentro de diez minutos con el jefe del servicio, hablaremos esta noche, ¿de acuerdo?». Y no volvieron a hablar jamás. La llamó por teléfono en decenas de ocasiones, llevado por su mala conciencia más que por el corazón, pero nunca se puso al aparato; fue a buscarla otras tantas a su casa, pero negó a salir de su habitación.

Tres semanas después recibió una respuesta a su insistencia en el pequeño pisito que tenía alquilado. Una de las empleadas de la casa de su ex novia le entregó en mano una caja que contenía todos los recuerdos que Nieves conservaba de él, que, dicho sea de paso, eran escasos para una relación de dos años. Se quedó unos segundos parado en la puerta mirando la caja y… comprendió que tampoco ella lo había querido lo suficiente, aunque esa dolorosa verdad no habría sido impedimento para que Nieves se casara con quien hacía una perfecta pareja, que al parecer era lo único que le importaba; tal vez porque su vida había sido perfectamente plana, sin incidentes que la hubiesen hecho reír o llorar, que la hubiesen enseñado a sentir: Nieves pertenecía a una familia de clase alta adaptada a su patrón, a la que cualquier hecho que ocurriera fuera de su perfecto círculo de opulencia le quedaba lejano e ignoraba por método. Para ellos la pobreza, las enfermedades y los sufrimientos por desamores pertenecían a un mundo aparte, con cierto punto ordinario, del que mejor ni hablar. Era esa educación la que había hecho de Nieves una mujer un tanto superficial y distante, como un maniquí de escaparate bellamente vestido; como hubiera sido su matrimonio de haberse celebrado: un matrimonio modelo, del que ella se hubiese preocupado para que luciera impecable.

Pidió a la asistenta que esperara un momento en el recibidor y volcó la caja que contenía las pruebas de su relación sobre su mesa, atiborrada de libros de medicina, informes y apuntes. La pulsera que le regaló en su primer aniversario de novios cayó al suelo, la recogió y se la metió en el bolsillo. Se dio cuenta de que los objetos que tenía ante sí denunciaban su poca generosidad. Aparte de la pulsera, sólo había: varios libros, todos novelas románticas y llenas de glamur, a ella le gustaban tanto…, y para él fueron de tan gran ayuda para salir del paso rápidamente en sus santos y cumpleaños; una fotografía de los dos enmarcada en plata, con el mar de fondo, y un par de pañuelos de seda completaban los escasos recuerdos. Escondida entre los cartones que cruzaban el fondo de la caja, asomaba la llave de su piso que le diera a Nieves un año atrás, no se había perdido de casualidad; se la metió también en el bolsillo. Había decidido utilizar la misma caja y la misma mensajera para devolver él también su parte del botín acumulado. Primero se quitó el reloj y vació la cartera de piel, que eran los objetos que más presentes tenía, y los echó en la caja, y después se puso a abrir y cerrar cajones mientras intentaba hacer memoria. Del armario rescató el abrigo austríaco, el paraguas, un par de correas de piel con la hebilla bañada en oro, el sombrero hecho a medida que nunca se puso… Por un momento se sintió estúpido, a punto de abandonar la búsqueda, pero siguió. De la mesita de noche sacó el llavero de plata grabado con la típica frase: «Para que nunca me olvides», ella se lo había pedido cien veces para mandar a arreglar uno de los eslabones, y él, cuando se acordaba del encargo, no recordaba dónde lo había puesto, y, cuando lo encontraba en el cajón, no era el momento de llevárselo. Antes de cerrar el cajón cogió dos plumas de…, no recordaba la marca, ni siquiera cuál de las dos fue un obsequio que le dieron por inscribirse en un congreso; metió las dos en la caja, total, prefería escribir con un bolígrafo barato y no tener que preocuparse de dónde lo ponía para no perderlo. «Cuídala, tiene el plumín de oro», le dijo cuando se la entregó por su…, sí, su cumpleaños. Al recordar el detalle del plumín quitó los capuchones de las dos para reconocer en cuál de ellas lucía el oro; tarea inútil, los plumines eran idénticos, o al menos los dos parecían de oro, Nieves debería habérsela grabado. Cuando volvió al saloncito se dio cuenta de que la caja ya estaba atiborrada y todavía tenía que meter el ajedrez de marfil, la colección de pipas —hacía tres años que fumaba en pipa—, el cuadro de…, tampoco se acordaba, pero era carísimo, y lúgubre hasta deprimir al primer vistazo. Comprendió que lo mejor sería enviarlo todo a su domicilio por correo. Lo hubiese hecho él mismo, pero ya no era bien recibido en aquella casa. Se dirigió al pequeño recibidor y, antes de despedir a la muchacha que lo miraba impaciente, se metió la mano en el bolsillo, sacó la pulsera de oro llena de miniaturas colgando, las cuales había escogido ella, aunque luego pagaba él —nunca encontraba tiempo para meterse en aquella lujosa joyería y escoger abalorios—, y se la entregó. «Tenga, esto por su paciencia, pero no la luzca en casa de sus señores». Más que recompensada por la espera, la sirvienta le mostró la ausencia de su paleta izquierda y se marchó.

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