Íbamos a salir cuando va mi hermano y se pone a llorar de una manera que a mí personalmente me heló el corazón, porque no parecía un llanto humano, parecía el alarido de un extraño y salvaje animal del bosque. Del temblor que tenía en la barbilla no se le entendía lo que decía. Me señalaba a mí con el chupete. Todos acercamos nuestras orejas a su boca y escuchamos por debajo de sus terribles alaridos esa frase que ya es famosa en el planeta Tierra:
—El nene quiere con Manolito.
Maldita sea. Cuando se pone así es muy difícil negociar con él. Me acuerdo con nostalgia de hace un año, cuando era tan sencillo convencerle, y mi madre, para que yo no me lo tuviera que llevar, le decía:
—No llores, cariño, que Manolito le traerá al nene una bolsa de nubecillas y de ositos.
El Imbécil nos miraba con desconfianza, pero al final cedía y ponía muy serio su silla pequeña al lado del paragüero de la puerta, se sentaba y ahí se quedaba concentrado en el «chup-chup» de su chupete hasta que yo volvía. Había veces que me ponía tal cara de sufrimiento al decirme adiós, que yo me iba al parque del Ahorcado a jugar a un rescate con el Orejones, intentaba concentrarme en el juego, pero no daba ni una.
—Manolito, estás colgado.
La imagen del Imbécil esperándome al lado del paragüero me ponía una cosa en el estómago que tengo que confesar públicamente que me iba corriendo al puesto del señor Mariano, le compraba las nubecillas y los ositos, y se los subía a casa. A mí el Papa me tendría que hacer santo antes de muerto o me tendrían que llevar a la tele para que me hicieran una entrevista como el niño heroico del año. Cualquiera de las dos cosas molan, aunque como te den el título de santo (san Manolito, mártir) cuando eres niño, tienes la obligación de seguir siéndolo toda tu vida (por algo tienes el título) y eso, te lo digo desde ya, se me hace un poco cuesta arriba.
Pero a lo que iba, que el Imbécil ya no es el que era, que ahora uno no lo convence ni con nubecillas ni con una tarta Contessa que le subas. Total, que me lo tuve que llevar a pedir el aguinaldo. Mi madre no me dejó otra opción: o me lo llevaba o yo no salía.
—¡Pero si no tiene traje de pastorcillo! —le dije yo.
—No importa —dijo mi madre—, que se ponga el disfraz de Supermán.
Cinco pastorcillos y un Supermán con chupete. Reconócemelo, no era serio.
Pensamos que era una pérdida de tiempo ir por esas calles de Dios, exponiéndonos a que se riera de nosotros cualquier desaprensivo, así que decidimos ir a lo seguro: iríamos a las casas conocidas. Comenzamos por la casa de la Luisa. La pillamos en un mal momento, estaba viendo con unas amigas la grabación de una entrevista en profundidad con
lady
Di, así que no nos dejó cantar aquello de… «A esta puerta hemos llegado setecientos en pandilla, si quieres que nos callemos danos setecientas sillas». Pero nos dijo: «Otro día, bonitos», y nos dio una bolsa de galletas campurrianas y también nos dio con la puerta en las narices.
Luego bajamos al Tropezón, pero allí se jugaba la final de la Copa de Navidad de Guiñote (el juego de cartas favorito de mi abuelo). El señor Ezequiel nos dijo que desconcentrábamos a los jugadores, y mi abuelo, que cuando está jugando a las cartas no se acuerda ni de sus nietos, le dijo al mismo señor Ezequiel que nos diera cualquier cosa y que nos fuéramos. Nos dio unas bolsas de patatas rancias. Íbamos a cumplir con nuestra obligación de pastorcillos cantores, pero todos, los jugadores, los mirones del juego y el mismo señor Ezequiel, gritaron a una:
—¡A cantar a la calle!
En la panadería de la Porfiria no nos hicieron mucho más caso. Todo el mundo estaba pendiente de no perder la vez y de asesinar por la espalda a quien se colara. Ahí sí que empezamos a cantar nuestro villancico:
—¡A esta puerta hemos llegado setecientos en pandilla…! —empezamos bajito porque en el ambiente se sentía la tensión ambiental.
—¡Eh, eh! —dijo mi vecino de arriba—, que con el rollo del villancico estos niños se cuelan. Señora Porfiria, que no quiero tener líos…
La señora Porfiria nos hizo el típico lanzamiento de bollicao desde el mostrador. Tres para todos, y sin estar pasados de fecha…
—Somos más de tres —dijo desde la puerta el Orejones.
—Todavía me arrepiento y me los pagáis.
El Orejones, que es un insensato, quería seguir discutiendo, pero Yihad le agarró por la capucha de la chupa y le dijo:
—Cállate, Ore, más vale bollicao en mano que cien volando, a ver si me mosqueo y te quedas sin tu trozo.
En la ferretería nos regalaron unos tornillos. Los ferreteros nos dijeron que antes, en la época antigua, los niños se peleaban por cualquier cosilla miserable y que, sin embargo, ahora, los niños éramos unos mimaditos de la sociedad, que no nos conformábamos con nada, que no teníamos boca más que para pedir. Qué ambientazo navideño se respira en mi barrio en esas fechas. Parece sacado de una película americana.
Después de insultarnos en nuestras narices nos dijeron:
—Ahora, a cantar.
Mirando para el suelo, arrepentidos de pertenecer a este mundo, entonamos nuestra canción:
—A esta puerta hemos llegado setecientos… si quieres que te cantemos danos setecientas sillas…
Visitamos la mercería, los pollos fritos, la carnicería… No nos dieron dinero porque antes que nosotros habían estado pidiendo el aguinaldo los basureros, los del metro, los del gas, pero llegamos a mi casa con un botín muy extraño: unas bombillas fundidas, los tornillos, las patatas, los tres bollicaos de la Porfiria, unas cremalleras de la mercería y trescientas pesetas. No habíamos ganado tanto como queríamos, pero tampoco nos habíamos matado cantando. Hay que ver el lado positivo. ¿Es positivo pensar que los vecinos de mi barrio son superbordes? No, lo que hay que pensar es que cuando un carabanchelero está gastándose el dinero de todo un año para pasar las mejores navidades de su vida, no le gusta que vengan unos pastorcillos a interrumpirle. Es comprensible. Si tú nos oyeras cantar, tampoco nos habrías dado un duro, o a lo mejor nos lo habrías dado para que hubiéramos dejado de cantar, como hace mi abuelo cada vez que se encuentra con un tío tocando la flauta en la calle.
Mi madre nos abrió la puerta de casa con una gran sonrisa. Le empezamos a cantar nuestra canción:
—A esta puerta hemos llegado setecientos en pandilla…
—No os molestéis más, que ya me la sé.
Y se metió para la cocina:
—Os estoy haciendo un chocolate —dijo desde dentro.
Mi madre, algunas veces en la vida (contadas), es estupenda. Salió con el cazo del que salía humo y un olorcillo que nos dejó completamente hipnotizados. Seguimos al cazo (y a mi madre) hasta el salón. Las tazas ya estaban en la mesa esperando que cayera en ellas la poción maravillosa. Y también unos churros. ¡Mmmmmmmm!
Ella nos miró de arriba abajo: no habíamos estropeado los trajes para nada y a mi madre le encanta que los trajes no se estropeen. Todos nos metimos el pico de la servilleta por la camisa.
Mi madre se sentó en el sofá para admirar cómo sus cinco pastorcillos y su Supermán devoraban el chocolate con churros. Sus cinco pastorcillos y su Supermán… ¿Su Supermán?
—¡Manolito, te dije que no perdieras nada!
—Si no he perdido nada, mamá —me miré: el traje estaba perfecto.
—¿Estás seguro? —me gritó mi madre con ojos de terror y salidos de sus órbitas.
Yo me hice un repaso muerto de miedo: mi chaleco de borrego, mi zurrón, mi gorro…
—¿Qué me falta?
—Manolito, has perdido a tu hermano.
Dios mío, el Imbécil no estaba con nosotros.
No te pierdas mi próximo capítulo: muchas personas que lo conocen aseguran que es… ESCALOFRIANTE.
Resumen de nuestras desgracias: estábamos seguros de que íbamos a vaciar los bolsillos de los carabancheleros, pero no se estiraron nada. Sacamos un aguinaldo miserable, y encima, lo peor de todo, perdimos al Imbécil por el camino.
Cuando mi madre se dio cuenta de que habíamos vuelto sin el Imbécil se echó las manos a la cabeza como una loca de película (como una de esas locas que acaban tirando los cuadros y quemando las casas) y después de eso, completamente poseída, se quitó las manos de la cabeza, dejándose los pelos descolocados. Las manos entonces vinieron hacia delante, hacia mí, y por un momento yo pensé que venía a agarrarme del cuello y a asfixiarme. Tú en mi lugar hubieras pensado lo mismo. Así es mi vida familiar. Por eso, cuando yo veo una de esas películas de miedo, qué quieres, tío, no me hacen ninguna impresión. Para terror, el que paso yo en mi casa diariamente.
Bueno, debo decir, para no faltar a la verdad, que mi terrorífica madre se conformó con darme la clásica colleja y dejó el ahogarme con sus propias manos para otro momento con más tranquilidad. En navidades estaría feo, y ella es muy navideña.
¿Dónde estaba el Imbécil? Eso me preguntaba yo, eso se preguntaban mis amigos y eso te preguntas tú. Mi madre nos preguntaba:
—Pero ¿se puede saber en qué momento lo perdisteis, pedazo de idiotas?
No, no se podía saber, sencillamente porque ninguno de nosotros nos habíamos acordado de él en todo el rato. Mi madre me gritó:
—¡Eso me pasa por confiar en ti!
Y yo pensé: «Eso te pasa por obligarme a llevarlo».
Sí, pensé eso, ya sé que soy un canalla, no hace falta que me lo repases por la cara.
Mi madre se puso el abrigo y bajamos corriendo las escaleras, ella y sus cinco pastorcillos (los idiotas: el Orejones, Yihad, Paquito Medina, yo y Mostaza). Teníamos que volver por cada uno de los sitios en los que habíamos estado.
Entramos en primer lugar en el Tropezón. En ese momento acababa de terminar la final de la Copa de Navidad de Guiñote. La había ganado mi abuelo y sus amigos lo estaban paseando a hombros de un lado al otro del bar. Mi abuelo gritó desde las alturas:
—¡Una ronda para todos, que invita el ganador!
Mi madre lo miraba con cara de odio desde la puerta.
—Otro idiota —dijo como para ella—, y éste también es de mi familia.
Yo intentaba decirle que se viniera a ayudarnos en la búsqueda angustiosa, pero mi abuelo no se enteraba de nada.
—¡Papá —le gritó mi madre—, que se ha perdido el nene!
Mi abuelo la saludó desde arriba con su vaso de vino.
—Vámonos, niños, que aquí estamos perdiendo el tiempo —dijo mi madre.
Ya nos íbamos cuando de repente sonó un golpe y un grito de dolor. El ruido era del ventilador y el grito de mi abuelo. Los que le llevaban a hombros habían saltado más de la cuenta y le habían golpeado la cabeza contra el ventilador del techo. Mi madre dijo con rabia contenida:
—Se lo tiene merecido.
Siguiendo nuestros propios pasos, del Tropezón nos fuimos a la panadería de la Porfiria. La Porfiria nos dijo nada mas vernos:
—¿Pero otra vez aquí? ¿Es que no habéis tenido bastante con los bollos?
Y mi madre le contestó:
—Tampoco es que se te vaya a hundir el negocio por el gasto que has hecho.
Se miraron con máxima-tensión-ocular, pero mi madre, sin previo aviso, sacó el pañuelo para limpiarse una lágrima que todavía no le había salido.
—Que me han perdido a mi nene.
La Porfiria nos miró a los pastorcillos idiotas como si fuéramos asesinos, y olvidó completamente los odios del pasado con mi madre. Se puso el abrigo, echó el cierre y se vino con nosotros.
Los cinco idiotas, mi madre y la Porfiria llegamos a la ferretería. Mi madre le preguntó al ferretero:
—¿Han visto a mi nene chico vestido de Supermán por aquí? Es que me lo han perdido —esa terrible aclaración no se le olvidaba nunca.
El ferretero empezó a enrollarse:
—Pues no, pero no me extraña que lo hayan perdido, porque hoy en día los niños lo pierden todo, son unos mimaditos de la sociedad actual. Pierden todo porque no valoran lo que tienen, ¿y por qué no valoran lo que tienen?
Ante la pregunta, los otros ferreteros pusieron cara de NPI (ni puñetera idea).
—No valoran lo que tienen porque lo tienen todo. Cuando yo era niño, con una simple caja de cartón ya tenías un juguete, y con un tornillo…
—El tornillo es el que le falta a usted —le dijo la Porfiria—. Será posible, el tío, el momento que ha elegido para darnos la charla.
—¿Lo ha visto o no lo ha visto? —le preguntamos.
—No…
—Pues que le den…