—Pues entonces es que en esta casa somos todos idiotas, no tengo otra explicación.
Mi abuelo se llevó al Imbécil hasta el sofá y puso la telenovela para olvidar. Estaba muy serio. Yo me quedé de pie, parado como un pasmarote, al lado del mueble-bar. Si hubiera tenido veinte años más y hubiera habido alguien al otro lado del mostrador le hubiera dicho:
—Dame un whisky doble. Necesito una copa.
Pero el mueble-bar de mi casa nos lo vendieron sin camarero y tienen que pasar muchos años para que yo pueda decir esa frase.
El Imbécil se escapó de los brazos del abuelo, cogió la
Sky-dancer
que estaba encima de la televisión y vino hasta mí. Tenía todavía las lágrimas en medio de la cara, pero me miraba con una de esas sonrisas que le dejan el chupete a punto de caerse. Me dijo:
—El nene quiere jugar con Manolito.
Ahora era yo el que me estaba poniendo a llorar. No sé por qué mi madre siempre se empeñaba en decir que yo no quería al Imbécil. Ella siempre tenía que mezclarlo todo.
El Imbécil fue hasta la oreja del abuelo, que había hincado ya la barbilla en el pecho, y le dijo bajito:
—Que Manolito llora.
El abuelo se levantó lentamente (es que cuando se sienta en el sofá necesitaría una grúa para ponerse de pie) y me cogió de la mano para llevarme con él al sofá.
—No sé para qué veo las telenovelas, si los dramones que se me montan a mí en casa son mucho más fuertes.
Nos quedamos los tres dormidos.
De repente, alguien dio la luz. Se había hecho de noche y nos despertamos los tres sudando y mirándonos como si no supiésemos quiénes éramos.
—¿Y esto? —dijo mi madre desde la puerta.
«Esto», éramos nosotros tres, con todos nuestros brazos y nuestras piernas mezcladas.
—Papá, ¿sabes qué hora es? Las ocho de la tarde. ¿Por qué no bañas tú al nene mientras yo empiezo a preparar la cena?… Manolito, no te va a dar tiempo a hacer los deberes…
Mi madre se puso a dar órdenes como si nada hubiera ocurrido entre nosotros, como si no se hubiera marchado de casa dando un portazo, como si yo jamás le hubiera dado aquella suma espantosa. Parecía que el asunto quedaba archivado en el capítulo destinado a los peores momentos de la familia García Moreno.
Yo ya me hubiera olvidado de todo aquello de no ser porque ocurrieron varias cosas que cambiaron el final de esta historia.
Al día siguiente de la bronca mi
sita
se llevó los cuadernos de cuentas para corregir. En ese cuaderno iba la suma, y me alegré, porque así me olvidaba de ella. También ese mismo día mi abuelo vino al colegio con un regalo para mí. Estaba envuelto en papel de regalo y destrocé el papel allí mismo, delante de mis amigos, para ver cuál era la sorpresa inesperada. La sorpresa inesperada era un chándal de Piolín.
—¡Ya ves tú, Piolín! —dijo Yihad con cara de desprecio—. ¡Ése es un chándal de niño chico!
—Como que tú no ibas a dar tu opinión, metomentodo —le dijo mi abuelo.
Yo subí corriendo a casa para enseñarle el regalo a mi madre. Ella miró el chándal de reojo, sin querer verlo del todo, y luego le dijo a mi abuelo que ésa no era forma de educarme, que no se me podía dar todo cada vez que yo protestara. A mí me daba igual porque ya tenía el chándal de mis sueños. Nunca mejor dicho, el chándal de mis sueños, porque me puse a pensar y a pensar en que lo más seguro es que si me ponía el chándal para ir a la escuela, Yihad se burlaría de mí llamándome enano y cosas así. Me lo probé y salí al salón para que me lo vieran todos.
—Lo puedo utilizar como pijama, mami…
—¡De eso nada, vas a desaprovechar el chándal de esa manera, el chándal te lo pones para ir al colegio!
Entonces mi abuelo salió en mi defensa de la manera más inesperada:
—Pero si yo se lo he comprado como pijama, Catalina, que al niño le hace mucha falta un pijama abrigado.
Así quedó la cosa. Antes de dormirme, le dije a mi abuelo:
—Abuelo, tú no me habías comprado el chándal para dormir, ¿verdad?
—Manolito, majo, a tu abuelo no hace falta que le expliques nada…
—Pero, abu, el que lo utilice como pijama no quiere decir que me guste menos.
—Pues si ya lo sé.
Esta historia se podía haber terminado también aquí a no ser porque mi
sita
nos devolvió los cuadernos corregidos. ¡Un siete, me había puesto un siete! ¡El primer siete de mi vida en matemáticas! Me puse tan contento que en un arrebato de alegría le di un beso al Orejones.
—¡Aggggg! —dijimos a la vez los dos separándonos horrorizados.
—Perdona —le dije yo—, no volverá a ocurrir.
Me puse a mirar mi siete en números rojos y mi cuaderno y, de pronto, me encontré con la famosa hoja de la suma. La suma… estaba corregida. La
sita
había puesto en letras grandes:
«¿QUIÉN TE HA ENSEÑADO A SUMAR DE ESA MANERA?»
El verdadero resultado de la suma de los regalos del Imbécil era 10 400. Ya te lo advertí: en este capítulo quedo como un idiota. Pero no soy el único.
Mi abuelo me contó que Yihad le había pedido a su abuelo que por favor le comprara a él también un chándal de Piolín, pero que no se lo dijera a nadie porque sólo se lo iba a poner para dormir. Me dio una risa cuando me lo contó que me tuve que tirar al suelo para poderme reír a gusto, pero mi abuelo me prohibió contárselo a nadie.
El viernes por la noche, cuando llegó mi padre de la carretera, le esperamos el Imbécil y yo en el rellano de la escalera. El Imbécil también llevaba el chándal porque desde que yo me lo puse para dormir él ya no lo quiere sacar tampoco a la calle. Mi padre gritó al vernos:
—¡Mis piolines!
Y los dos nos tiramos en plancha a sus brazos, como dos pájaros gordos, y casi le hacemos perder el equilibrio, y casi perdemos a un padre desnucado por sus propios hijos.
Llegó la hora de dormir y el Imbécil se puso a llorar porque quería quedarse en la cama con mi abuelo y conmigo. Se lo tuvieron que llevar casi con camisa de fuerza y entre los gritos de niño loco que metía, se le entendía a veces:
—¡Con el abu, con Manolito!
Pobrecillo, me lo imaginaba agarrándose a los barrotes de su cuna, como un bebé gigantesco y rabioso en su jaula.
—Le podían haber dejado esta noche —le dije a mi abuelo mientras oía al Imbécil llorar desde la habitación de mis padres.
—Los tres no podemos dormir aquí, Manolito. Cuando tus padres compren las literas podréis dormir los dos juntos.
—Y tú te quedarás solo, abu.
—Me aguantaré. Entonces seré yo el que tenga celos de vosotros.
—¿Cómo va a tener un abuelo celos de sus nietos?
—¡Anda!, ¿qué te crees, que tú eres el único celoso porque tu madre te lo dice cada dos por tres? Todo el mundo tiene celos, Manolito. Hasta Yihad, por muy chulito que sea, tiene celos de ti. Tu madre tiene a veces celos porque se cree que me quieres a mí más que a ella. Y tu hermano, porque sabe que nosotros lo pasamos mejor aquí en nuestra terraza que él con tus padres.
—¿El Imbécil tiene celos de mí?
Por primera vez en mi vida quise que las literas prometidas llegaran pronto. Me daba pena el Imbécil enjaulado. Claro que, una vez que llegaran las literas, el abuelo se quedaría solo durmiendo en la terraza con su radio y su dentadura en el vaso de agua. Tendría que pasar la mitad de la noche con cada uno, de cama en cama. Me acordé de una canción que canta mi madre en la cocina: «Qué difícil es tener dos amores a la vez y no estar loco». Pero en el fondo en el fondo yo nunca había imaginado que alguien pudiera tener celos de mí y esa noche me dormí con una sonrisa de patilla a patilla (de las gafas).
Después de que pasara lo que pasó, yo me puse tan tan triste que mi madre casi tiene que llamar a la psicóloga de guardia. La psicóloga de guardia es la misma que la de todos los días, la
sita
Espe; lo que pasa es que últimamente se ha comprado un móvil y los de la Asociación de Padres se encargaron de repartir el número por el colegio, así que cualquier padre que tenga una duda terrible, sea la hora que sea, marca el número de teléfono de la psicóloga de guardia y la
sita
Espe le da su opinión autorizada.
Por ejemplo, un ejemplo, son las ocho de la mañana de un sábado y la madre de Yihad llama a la
sita
:
—Que Yihad está pidiendo el desayuno a patadas en la puerta de mi habitación, ¿qué puedo hacer?
—Pues lo que te está pidiendo ese niño es una colleja de efecto sedante.
—Gracias, gracias, cómo no se me había ocurrido.
O por ejemplo, otro ejemplo, son las doce de la noche y la madre de la Susana Bragas-sucias llama a la psicóloga de guardia, desesperada, al borde del llanto:
—Que estoy mandando a la niña a dormir y me dice que no se mueve del sofá hasta que no acabe el programa de Lina Morgan.
—Lo que esa niña te pide a gritos es que le apagues la televisión y la pongas de patitas en su habitación sin más contemplaciones.
—Pero, Dios mío, claro, si no fuera por usted…
En realidad, los que empezaron a utilizar este Teléfono de la Esperanza (teléfono de la Espe, entre nosotros) fueron los padres del Orejones, que necesitaban tener a la psicóloga a mano durante todo el fin de semana, que es cuando el Orejones se pone completamente insoportable (los días de diario también, lo que pasa es que sus padres tienen menos tiempo de disfrutarlo) y en plan comando incontrolado. Como la madre del Orejones no se atreve ni a levantarle la voz, marca el teléfono mágico angustiada:
—Espe, que Ore me dice que si no le dejo dormir conmigo esta noche que se va con su padre. Y claro, ponte en mi lugar, ¿dónde meto a Pepín? No le voy a decir que se vaya a dormir a la cama de mi Ore para que mi Ore se salga con la suya.
—A ver, a ver, a ver… Vamos a optar por algo tradicional. Dile al Ore que como no se meta en su cama y os deje en paz que te quitas la zapatilla.
—La zapatilla… Bueno, se lo digo y te vuelvo a llamar a ver si surte efecto…
Ya sabes, la madre del Ore está divorciada y Pepín es su nuevo amor. Yo le tengo bastante manía a ese Pepín porque a mí la madre del Orejones me gusta cinco tacos de queso de bola. Pero no te creas que al padre del Orejones le quiero más, le llamo «El Plasta» y fue mi Rival n.° 1; mi Rival n.° 2, como habrás adivinado, es Pepín.
Pero ésta es una historia que algún día te contaré con muchísimos pelos y muchísimas señales. La cosa es que en este capítulo de mi terrible vida, mi madre no llamó a la psicóloga, entre otras cosas porque si la hubiera llamado a lo mejor las collejas de efecto retardado y las zapatillas hubieran sido para ella. Empezaré la historia por el principio de los tiempos.
Un día, la
sita
nos dijo que teníamos que comprar en la papelería papel cebolla, cartulina y pegamento porque en Plástica íbamos a aprovechar para hacer con nuestras propias manos un regalo a nuestras propias madres que, según dijo la
sita
, son unas santas porque nos aguantan cuando no está ella, que es una santa también aunque el Vaticano no se lo reconozca. El regalo era para el Día de la Madre y teníamos que mantenerlo en el máximo secreto.
Es difícil mantener un máximo secreto cuando vuelves a tu casa y extiendes la mano delante de tu madre y le dices que te tiene que dar dinero para la papelería y tu madre dice:
—¿Que te tengo que dar dinero OTRA VEZ para queeeeé?
Te dan ganas de contestarle que es para ella y sólo para ella, pero te callas porque piensas: «Algún día se arrepentirá de sus palabras. Mirará emocionada la obra de arte que le plantaré delante de sus narices y dirá: “lo has hecho pensando en mí y yo echándote la bronca, perdóname, hijo mío”». Estos pensamientos me ayudan a ser feliz y a soportarla en sus peores momentos.
Al final, como siempre, me dio el dinero para la papelería y al día siguiente empezamos a hacer el regalo de nuestras santas madres. Era un payaso que llevaba en la mano unas flores. Primero se pintaba el payaso a lápiz en la cartulina y luego se iban haciendo bolitas con el papel cebolla para ir pegándolas en el payaso.
Yo haciendo bolitas era superrápido, estoy perfectamente entrenado porque el sistema es el mismo que sigo normalmente con los mocos de la nariz. Lo sacas, haces una bolilla compacta y la dejas caer limpiamente al suelo. Al Orejones el sistema «bolilla-compacta» le cuesta más porque no tiene práctica, no está entrenado, él es de los que se sacan el moco y adiós muy buenas, lo lanza con los dedos hacia arriba y si te he visto no me acuerdo. Es un tío sin escrúpulos.
Todos los días, si nos sobraba un rato de clase, la
sita
decía:
—¡Hora de payasetes!
Y sacábamos nuestra cartulina de las cajoneras. La
sita
nos dijo que cada uno podía pintarlo de los colores que quisiera porque así hacíamos trabajar nuestra imaginación, que dice mi
sita
que nos hace mucha falta porque la tenemos atrofiada de tanto ver la tele. Y ahí le damos la razón todos, porque no tenemos imaginación pero somos muy sinceros.
Yihad quería hacer su payasete todo rojo, y la
sita
le dijo que vale, porque como es un problemático hay que dejarle a su bola siempre para que no moleste. A la semana le preguntó a la
sita
si podía ponerle a su payasete unos cuernos. A los pocos días le preguntó si le podía poner un tridente en vez de las flores y la
sita
le dijo que bueno, y luego le puso una nube de humo saliéndole de un rabo porque le dio la gana. Del antiguo payasete sólo quedó sana y salva la nariz. Debajo había puesto con rotulador: «Felicidades, mamá. Tu payasete diabólico».