Aquélla fue la mejor enfermedad de mi vida, porque me tuvieron que cuidar mucho, mucho, mucho, sobre todo mi madre, que dijo que el momento peor que había pasado en su vida en este planeta fue cuando me vio moribundo en lo alto del Árbol del Ahorcado. Además de que convencí a mis virus para que atacaran a mi padre y dejarlo así en la cama conmigo toda la semana. A eso se le llama autocontrol corporal.
Pero el final de esta historia puede decirse que ocurrió el día en que volví al colegio. Ya no me acordaba muy bien del día de la huelga en que visité mi clase como si estuviera dentro de un sueño, pero Yihad me refrescó la memoria. Me dijo en voz baja desde el pupitre de atrás:
—Chivato, que le dijiste a la señorita que yo me había agachado para verle las bragas.
Yo me quedé pensando que nunca nadie me creería cuando contara que no lo hice aposta, y que Yihad se pasaría el recreo llamándome acusica delante de todo el mundo. Pero Yihad se me acercó otra vez a la oreja para decirme:
—Cómo mola, tío, cómo te atreviste a preguntarle a la
sita
por el color de sus bragas. A veces eres más chulo que yo, Gafotas, apúntate cien puntos. Y ¿qué te contestó?
Yo me volví emocionado porque era la primera vez que Yihad me tenía admiración. Resulta que era el tío más chulo de mi clase, más chulo que Yihad, más chulo que un ocho.
—No me contestó nada, se quedó muda de la impresión.
Nos empezamos a reír. La
sita
se puso delante de mi pupitre y, poniéndome la boca muy cerca de los ojos, me dijo:
—Manolito, hoy ya no tienes ni fiebre ni excusas para portarte mal, así que ándate con mucho ojo.
Ahí se acabó mi vida de superchulito de barrio. Me di cuenta de que con el miedo que le tenía a la
sita
, jamás podría ser ni como Yihad ni como los tíos del Baronesa Thyssen. Mi reinado en el país de los chulos había durado muy poco: Manolito el Breve, se me podría llamar.
Pero eso no quita para que un día a mí se me cayera el boli al suelo. Se me cayó de verdad, no lo hice a propósito. Eso sí, una vez que estaba agachado, me esperé hasta que la
sita
se acercó a la altura de mi pupitre y miré para arriba. Luego, escribí una nota y se la pasé a Yihad:
«Mentiroso, que las tiene blancas.»
Y él me contestó con otra:
«Serán otras vragas, Gafotas, no va a llevar siempre las mismas.»
Estaba claro que Yihad siempre buscaba la manera de tener la razón. Como dice mi abuelo:
—Algún día llegará el momento en que tú le puedas cantar las cuarenta.
Al leer su nota me acordé de pronto de aquel corazón que había visto en una rama del Árbol del Ahorcado. Ahora caía en la cuenta:
Yihad y Susana Vragas Sucias.
La V con la que estaba escrito
bragas
era inconfundible. Y yo me reí por dentro durante mucho rato, porque no sería el más chulo, pero dice mi padre que el que ríe el último ríe mejor, y el día en que por fin pudiera plantarle cara, ese día, no podría ni pegarle, ni insultarle, como él hacía conmigo, porque lo único que me iba a salir de la boca sería una risa de esas que te dejan tumbado en el suelo.
La
sita
Asunción nos repartió un día unos papeles que venían llenos de preguntas sobre qué nos parecían las niñas y a las niñas sobre lo que les parecíamos nosotros. Todos empezamos a escribir que muy bien, que nos comunicábamos mucho y que éramos grandes amigos, y que en los recreos lo pasábamos genial y jamás nos insultábamos. Pero la
sita
empezó a ver las respuestas y nos dijo que las tacháramos, y que pusiéramos la verdad verdadera, porque esa encuesta la mandaba el Ministerio de Educación, y a un Ministerio no se le puede mentir porque lo prohíbe la Constitución.
Empezamos a escribir otra vez, tapándonos el papel con el brazo porque estaba claro que lo que estábamos poniendo ahora era la cruda realidad, y claro, una vez que te piden que hables con sinceridad sobre tus compañeras, te emocionas y te faltan folios para escribir lo que piensas sin cortarte ni un pelo. El Orejones me dijo:
—Aparta el brazo, que no veo.
—¡Pero que esto no es de copiar, tío! Sólo tienes que poner lo que tú piensas de ellas.
—Es que pensar no me apetece.
¡Qué cruz!, con el Orejones no hay quien pueda. Se copió todo lo que yo pensaba de la Susana, de Jessica la ex gorda y de la niña nueva, Melody Martínez (M. M.), que todos los recreos se meten conmigo y empiezan a decirme:
—Gafotas, por qué no juegas con nosotras a la goma, que nos falta una. Total, si en el fútbol no te deja Yihad tocar el balón.
El Orejones copió esto tal cual. Así que tuve que corregirle:
—Joé, por lo menos no escribas «Gafotas», cámbialo por «Orejones».
Siempre es así, ha habido exámenes que me los ha copiado tan descaradamente que el tío ha puesto mi nombre y mis apellidos. Total, que en los controles tengo dos trabajos: hacer mi examen y corregirle luego el suyo, porque seguro que si la
sita
se da cuenta de que está copiado al pie de la letra, me echa a mí la culpa por dejarme. Como verás, esta vida se divide en dos grandes grupos: los que son culpables y los que son inocentes, y yo siempre estoy en el de los culpables. El Orejones, que tiene un morro que se lo pisa, está siempre en el de los inocentes. No sé por qué. Mi abuelo dice que una vez que estás en un grupo es muy difícil pasarse al otro.
El caso es que a todos nos encantó el ejercicio del Ministerio: aprovechamos para despacharnos a gusto y sacar a relucir todos los trapos sucios. Por primera vez en la historia de mi colegio, el Diego de Velázquez, seguimos escribiendo después de que sonara la sirena.
De vuelta a casa, nos fuimos contando los unos a los otros lo que habíamos puesto en el examen del Ministerio.
—Yo he contado cuando la Susana se chivó a mi madre de que cuando salía de casa me ponía el pendiente —dijo Yihad—. Por su culpa me estuvo controlando mi madre durante una semana yendo conmigo hasta la escuela.
—Y yo he puesto cuando M. M. me llamó Hormiga Atómica delante de los tíos del Baronesa Thyssen —dijo Mostaza.
—Y yo cuando me dicen que juegue con ellas a la goma porque en el fútbol no me dais pelota —dijo el Ore.
—¡Eso lo he puesto yo! —le grité—, encima de que me copias, no presumas, tío.
—Bueno, bueno, no es para ponerse así.
—Y al nene le pega la Melanie —dijo el Imbécil bastante indignado. A él siempre le gusta unirse a las conversaciones de los mayores.
—Pues eso tú te lo guardas en tu memoria y cuando dentro de unos años te hagan el examen los del Ministerio se lo plantas con letras bien grandes.
Está claro que soy todo un ejemplo vivo para mi hermano. El Imbécil se agarró de mi mano y me sonrió contento porque estaba en nuestro equipo, en el equipo A, en el equipo de los que tenían que sufrir todas las humillaciones del grupo B, el de ellas.
El grupo B (Jessica, la Susana, M. M. y tres más) pasaron por delante de nosotros sin decir ni hola. La Susana se volvió para decirle a Yihad:
—He puesto que fumas y que escupes de lado, como los del Baronesa, y que éstos te ríen la gracia —cuando la Susana hablaba de «éstos» se refería a Mostaza, al Orejones y a mí—. Seguro que del Ministerio llaman a tu madre.
—Y a mí qué, me chupa un pie. Si llaman a mi madre, llaman a la tuya para que te lave la lengua con lejía por las palabrotas que decías el otro día en el parque.
—¡Eso, eso! —dijimos nosotros, el gran equipo, el equipo A.
Cada grupo nos fuimos por un lado de la calle, manteniendo nuestras miradas inyectadas en odio durante unos metros. En el grupo A, iba en el centro Yihad; y en el grupo B, la Susana.
—No le he dado una patada porque no he querido, porque no quería cansarme —dijo Yihad.
A todos nos pareció superbien, para qué derrochar fuerzas. Ya llegaría el momento.
Cuando ya nos habíamos despedido, y el Imbécil y yo estábamos entrando al portal, Yihad vino corriendo:
—Oye, Gafotas, ¿las… preguntas de hoy… se las van a enseñar a nuestros padres los del Ministerio?
—Espero que no.
Todo el mundo esperaba que no, porque habíamos sido tan sinceros en nuestras respuestas que, cuando los del Ministerio leyeran los exámenes, verían que, tanto los del grupo A como las del grupo B habíamos aprovechado la ocasión para clavarnos los unos a las otras cuchillos en la espalda. Y no nos habíamos parado a pensar que aquellas terribles acusaciones estaban escritas con nuestros nombres y apellidos en el encabezamiento. En eso, los del grupo A y las del grupo B éramos igual de idiotas, hay que reconocerlo aunque duela.
El miedo nos duró tres días, lo que tardó en venir una señora del Ministerio. Mientras la
sita
nos presentaba a aquella señora, todos mirábamos para abajo, y casi se podía oír en el aire el ruido de nuestros dientes chocando unos contra otros del miedo que nos daba aquella mujer que tenía en sus manos nuestras hojas, las pruebas del delito. Pero la señora del Ministerio hizo algo que no esperábamos: nos dirigió una supersonrisa y nos dijo que entre todos íbamos a luchar para que los niños y las niñas del mundo fueran iguales. Arturo Román levantó la mano, y todos nos preguntamos: «¿Y éste qué querrá?».
—Señora, entonces, ¿no es usted policía?
La verdad es que hay que reconocerle a Arturo Román que siempre se atreve a preguntar lo que todos tenemos en nuestras mentes.
—¿Policía yo? —se echó a reír, y eso nos dio más confianza para seguir levantando la mano.
El siguiente fue Yihad:
—Señora, ella ha puesto que yo fumo, y sólo fue un día y porque los del Baronesa me dijeron que si quería probar.
—Es un mentiroso, señora —dijo la Susana levantándose—, porque sabe tragarse el humo y hacer anillos con la boca.
—Eso, eso —dijeron las del grupo B, que ahora eran todas las chicas.
—Y ella qué, señora —volvió Yihad a la carga—, ella le llamó al señor Solís «hijo de…» y lo que sigue, un día que el señor Solís la dejó en el patio por llegar media hora tarde.
—Yo no le llamé «hijo de… y lo que sigue».
—Sí que se lo llamaste —dijo el Orejones.
—No sé para qué tienes las orejas tan grandes si luego no te sirven para oír bien —le gritó la Susana.
—Será porque no se las lava —dijo Jessica la ex gorda.
—La que no te lavas eres tú, que llevas el mismo chándal de los 101 dálmatas desde que empezó el curso —todos aplaudimos el golpe bajo que le había dado el Orejones a Jessica.
—Ahora, en vez de 101 dálmatas parecen 101 dóberman. Mírelos, señora, están todos negros —esto lo dije yo.
Pero la señora llevaba un rato con la boca abierta, mirándonos por encima de las gafas de cerca que se le habían deslizado por la nariz, quedándose justo en la punta.
—Tú cállate, Gafotas —me dijo Jessica la ex gorda, enseñándome los dientes—, que todo el mundo sabe que eres un ladrón, que robaste en la panadería.
—Pero, señora —le expliqué yo a la del Ministerio—, por ese delito ya me castigaron, y por los delitos que ya te han castigado no tienes que volver a pagar.
—Eso es verdad, eso es verdad, señora —salió Yihad en mi defensa—, me lo ha explicado mi hermano cantidad de veces.
—Y su hermano sabe mucho de esto —le explicó Mostaza—, está en régimen abierto allí.
—Por robo con intimidación —gritó Melody Martínez.
—No, por robo a secas, que mi hermano es muy buena persona.
Todos le señalamos a la señora la cárcel, que se veía desde la ventana de nuestra clase.
La señora miró la cárcel, tenía los ojos superabiertos y levantó tanto las cejas que las gafas se le descolgaron del todo y se le cayeron. Todos nos tiramos a por ellas. Fue Yihad el que consiguió atraparlas en el aire.
—Tome, señora, casi se le rompen.
Yo nunca había visto a Yihad tan pelota, pero me alegraba, porque en este caso era el capitán del grupo A. Nos representaba a todos.
La señora tragó saliva y miró a la
sita
Asunción, que nos había escuchado sin hacernos mucho caso, porque ella está acostumbrada a que varias veces al día tengamos los roces normales entre compañeros.
—Bueno, niños, que esta señora no está aquí para perder el tiempo con tonterías. Los del Ministerio han leído vuestras respuestas y sois un ejemplo de mala educación en el planeta…
La
sita
siguió diciendo que nos habíamos distinguido entre todos los colegios por ser los más sexistas, que daba asco ver lo que pensábamos los niños de las niñas, y también las niñas de los niños, y que iban a intentar corregir nuestros comportamientos, aunque mi
sita
cree, y así lo dijo, que eso es completamente imposible.
La señora del Ministerio (que no era policía) nos dijo que iríamos todos a unos cursillos fuera del horario de clases para intentar que crezcamos en igualdad aunque no queramos.
La primera semana nos pusieron unos vídeos para que viéramos a una mujer y a un hombre trabajando en lo mismo y con los mismos uniformes. Eran siempre la misma mujer y el mismo hombre, que ahora salían de mineros y luego de médicos y luego de carteros, y ahí me quedé porque, como las luces estaban apagadas y este cursillo contra el sexismo era por la tarde, me quedé completamente frito. No fui el único: cuando encendieron las luces, tenía en un hombro la cabeza del Orejones y en el otro la de Mostaza. Por los ojos y los pelos que llevábamos todos al salir de clase, creo que nadie había aguantado más de cinco minutos viendo a aquella mujer y aquel hombre tan superperfectos haciendo de todo. A mí la gente tan lista me cae como un cuerno. En eso estuvimos todos de acuerdo (incluyo también al grupo B).