El Imbécil se puso a llorar desconsoladamente.
—¿Pero a este niño qué le pasa ahora?, ¿no te estarás poniendo malo tú también, que me da un ataque? —le preguntó mi madre en estado de máxima alerta.
—El nene quiere ir a la huelga con Manolito.
—Y con tu mami también, corazón mío —le dijo mi madre, estampándole dos besos mortales en la cara.
—No, con mami no, con Manolito.
—Sí, hijo mío, sí, a mí dadme de lado, que es lo que hacéis todos en esta casa. ¡Con la de feos que le hace el hermano y siempre lo quiere más que a mí!
—Cata, hija mía —le gritó mi abuelo desde el sofá-cama—. Vete a dormir, que hoy no es tu día.
Así son las noches en el hogar de los García Moreno: todo paz, todo armonía.
Mi madre entró en la terraza, me vio jugando a las siete y media con mi abuelo y dijo:
—Y tú, mañana, arriba, que vas a acabar siendo un ludópata, como tu abuelo.
Siempre se tiene que vengar conmigo de todas sus desgracias.
Yo me dormí enseguida porque, aunque llevaba durmiendo casi todo el día, parecía que tenía en el cerebro una cantidad inmensa de sueño acumulado; además, los sobres repugnantes del doctor Morales tienen más efecto somnífero que los ojos de Ka, la serpiente del
Libro de la Selva
.
Soñé que mi madre, en vez de darme el sobre del doctor, me echaba unos polvos venenosos mezclados con el zumo. Menos mal que la espiaba silenciosamente y la descubría a tiempo haciendo la mezcla en la coctelera del mueble-bar. Y cuando ella me los traía a la cama con una sonrisa llena de dientes negros, yo le decía:
—No te preocupes, mami, ahora me lo beberé.
Ella me daba un beso y se despedía así:
—Esto te pondrá bueno para siempre, cariño.
Yo esperaba a que se fuera y entonces, temblando de miedo, iba hasta la cuna del bebé gigantesco y le decía:
—¿Tienes sed?
Y el Imbécil se quitaba el chupete y se lo bebía todo de un trago.
De repente, me desperté sudando como en las películas y me fui corriendo a ver si el Imbécil estaba vivo, porque en aquellos momentos me sentía como un niño criminal. ¡Uf, qué alivio!: respiraba como siempre, haciendo ruido por la nariz, como un cerdito. Me volví a la cama con la tranquilidad de no ser un asesino y me puse a esperar a que se hiciera de día.
Eran las ocho y media y nadie se despertaba. Me fui a la habitación de mi madre y di tres golpes en la puerta: es mi contraseña para pedir los Chococrispis. Mi madre dijo:
—Te los preparas tú, que ya estás bueno.
Me los preparé y me vestí. Nadie se levantaba y yo iba a llegar tarde al colegio. No es que me hubiera dado un ataque de responsabilidad fortuito, es que me tenía frito eso de que Yihad le hubiera visto las bragas a la
sita
Asunción. También me daba rabia que Yihad y el Orejones se hicieran coleguitas del alma. Me había levantado teniéndole mucha rabia al Orejones: mi mejor amigo me traicionaba en cuanto me daba la vuelta. Tenía que ir a la escuela para aclarar todas esas cosas que estaban sucediendo a mis espaldas.
Aquella mañana tenía en la cabeza cantidad de pensamientos, casi no me cabían en el cerebro: de la rabia al Orejones pasaba a imaginarme las bragas negras aterradoras de la
sita
Asunción. Aunque a lo mejor Yihad se había tirado el moco conmigo y eran blancas (como las que llevan todas las señoras gordas). Luego me entraban los nervios porque estaba loco por jugar a la peste bubónica, y eso que siempre me toca hacer de peste bubónica. Agarré la cartera y me fui al colegio.
Por el camino iba como flotando, pero bueno, eso siempre me pasa cuando he estado varios días malo en casa, que luego no me acuerdo de cómo se anda por la calle. Me quedé un poco decepcionado porque no me encontré con nadie que me preguntara: «¿Cómo estás de tu terrible enfermedad, Manolito?». A mí me encanta hablar de mis enfermedades, en eso he salido a mi abuelo. Ni tan siquiera el señor Ezequiel me saludó desde la puerta del bar como todas las mañanas. El Tropezón estaba cerrado.
Cuando llegué al colegio, resulta que tampoco había ni madres ni niños por ningún lado. Miré mi superreloj de alta precisión: la hora era la justa. Todo estaba siendo tan raro que me puse a pensar que a lo mejor estaba soñando otra vez o que estaba delirando y me pasaba como en las películas, que por fuera deliran y en su interior están en bellas playas llenas de cocoteros. Bueno, yo, de momento, estaba en la puerta de mi escuela y no me había pasado nada estremecedor, así que me dije para mis adentros:
—Voy a entrar. Al fin y al cabo, si es un sueño qué más me da. Vamos a ver qué pasa.
Lo bueno que tienen los sueños es que un día entras a tu casa y te encuentras comiendo al presidente del Gobierno como la cosa más normal del mundo, o vas al parque del Ahorcado y allí está el Rey hablando con tu abuelo sobre la juventud de hoy en día. Lo digo porque a mí me ha pasado (en sueños).
Esperaba encontrarme en mi clase a Minerva, la chica del Tiempo de la tele que más gusta, pero la única que había en mi clase era la
sita
Asunción, en su sitio de siempre. La
sita
me sonrió de oreja a oreja y me dijo:
—¡Qué alegría verte por aquí, Manolito!
Entonces pensé que sí, que seguro que era un sueño, porque ese recibimiento mi
sita
no me lo ha hecho nunca en la cruda realidad. La
sita
también me dijo que se alegraba de que fuera el único niño trabajador de la clase que había decidido ir al colegio en ese día de huelga general que iba a hundir a España y que yo tenía la oportunidad de hacer todo lo que no había hecho el día anterior y que ella se sentaría conmigo en el pupitre y me ayudaría, y que así no acabaría siendo ese delincuente que todos esperaban.
Era un sueño. La
sita
Asunción se sentó conmigo en el pupitre y yo me quedé quieto mirándola. Prefería esperar a ver qué pasaba en aquel extraño sueño sin hacer nada. A lo mejor, de repente, la
sita
se quitaba la espantosa careta de
sita
Asunción y aparecía una cara maravillosa que decía:
—Hola, soy Minerva, la chica del Tiempo.
Pero, de momento, siguió siendo mi
sita
, la misma cruel
sita
de siempre:
—Saca los cuadernos, Manolito.
¿Qué es lo que se debe hacer cuando uno está dentro de un sueño y le manda algo la
sita
Asunción? Uno tiene la libertad de contestar: «No me apetece. Por favor, ¿le importaría dejarme vivir en paz con mis pensamientos?»; pero hasta en sueños soy un cobarde y dije:
—Es que estoy un poco lento, como he estado enfermo.
Saqué mis deberes. La
sita
me puso una lista de esas divisiones asesinas que acaban produciéndote daños irreparables en el cerebro. Iba por la tercera división cuando me entró una especie de sudor frío por la frente. Pensé: «Eso es que me voy a despertar», y también pensé que había que ser tonto para ponerse a hacer los deberes en sueños. Así que me dije a mí mismo que lo mejor era salir de allí y largarme al parque del Ahorcado para volar durante un rato sobre Carabanchel (Alto), que es algo que suelo hacer en sueños; pero antes de levantarme decidí hacerle una pregunta a mi
sita
, una pregunta que jamás me atrevería a hacerle a la luz del día. No podía dejar aquel sueño sin preguntarle…
—
Sita
…
—¿Qué, hijo mío?
La
sita
era mucho más considerada conmigo en sueños que en la vida real.
—Dice Yihad que el otro día, en clase, cuando usted paseaba por su lado entre las filas de pupitres, él tiró el boli al suelo para así tener que agacharse a recogerlo y poder verle a usted las bragas, y va diciendo por ahí que las bragas son negras. ¿Es verdad que son negras,
sita
? Porque yo pensaba que las señoras gordas sólo llevaban bragas blancas.
La
sita
del sueño se me quedó mirando paralizada. Un minuto, dos minutos… Me estaba empezando a aburrir, así que guardé las cosas en mi cartera y dije, bueno, pues me voy.
—Manolito, dile a tus padres que vengan mañana a hablar conmigo.
Lo dijo con su tono de siempre, y su frase aterradora se me quedó pegada en la nuca como una garrapata. Pero el miedo se me pasó enseguida. Al fin y al cabo, tener un pequeño susto mientras estás durmiendo es lo de menos.
Yo me fui sin decir nada, porque en los sueños uno ni se despide, ni saluda, ni da las gracias, ni pide por favor, ni todo ese rollo repollo. Vamos, te digo que yo personalmente en un sueño no pierdo el tiempo en esas cosas.
Me fui al parque del Ahorcado y dejé en el banco la cartera, que pesaba como si fuera una cartera de verdad. Estaba un poco mareado, así que pensé que el viento que me iba a dar en la cara durante el vuelo me vendría bien. Di un saltito como para elevarme. Nada: seguía pegado al suelo. Entonces, me subí al banco para intentarlo desde allí. A veces, en los sueños te cuesta despegar y vuelas a ras de suelo. Es normal, hay que darse un pequeño impulso. Eso hice, pero el banco tampoco funcionó y me fui al árbol. Es fácil subirse a nuestro A. A. (Árbol del Ahorcado) porque el señor Ezequiel nos dejó unas cajas de cerveza para poder auparnos. Cuando estuve arriba, de pie, en el árbol, me dio una especie de mareo mortal, así que tuve que sentarme y agarrarme de una rama, porque a mí caerme en sueños me resulta superdesagradable. Y una vez allí, abrazado a la rama, se me quitaron las ganas de volar, me empezó a entrar una tiritona que no podía controlar los dientes y se me chocaban tan fuerte los de abajo contra los de arriba, que se me movía toda la cabeza. Me parecía al perrito de adorno que lleva la Luisa en la parte trasera del coche y que cuando el coche se mueve parece que el perrito va diciendo que sí, que sí, que sí.
«La suerte que tiene mi abu, que cuando tiene frío se quita los dientes y así no se le chocan unos contra otros». Ése fue el último pensamiento que recuerdo. Ése y que cuando apoyé la cabeza contra la rama vi un corazón con las iniciales:
«Y S V-S.»
Y luego sentí la voz de mi madre que decía muy alto:
—¡Dios mío, Dios mío…!
Y la voz de Yihad:
—Es un esquirol, es un esquirol… Lo han visto que entraba en el colegio.
Y la del Orejones:
—¿Se va a morir?
Y la de mi abuelo:
—Angelico mío.
Soñé que era que me habían herido en la guerra y que me llevaban en una camilla hasta el hospital más cercano. De vez en cuando apoyaban la camilla en el suelo y me hacían polvo la espalda.
Cuando abrí los ojos estaba en mi cama. Me habían quitado las gafas, así que me costó un poco enfocar al que estaba sentado mirándome: era mi padre.
—¿Qué es un esquirol? —fue lo primero que se me vino a la cabeza.
—El que decide seguir trabajando aunque haya huelga.
—¿Y hoy hay huelga?
—Sí, hoy hay huelga general.
—¿Por eso estás en casa?
—Claro.
Mi padre me pasó la mano por la cara, la suya estaba muy fresca y mi cara supercaliente.
—Yihad dijo que yo era un esquirol porque fui a la escuela, pero yo creía que era un sueño y no sabía que había huelga.
—Tú no eres un esquirol, tú eres mi pobre enfermo. Ya hablaré yo con ese Yihad de las narices.
—Échate conmigo, así te pego la fiebre y mañana tampoco podrás ir a trabajar —y me eché para el rincón para dejarle sitio libre.
—Me parece muy bien, una buena gripe es lo que yo estoy necesitando.
En ese momento me entró uno de mis superataques terribles de frío febril y le dije que para que se me pasara tenía que abrazarme fuerte hasta hacer que me crujieran los huesos.
Tuvimos suerte y le pegué la gripe. Mi padre estuvo cuatro días malo, así es que durante el día los dos estábamos en la cama de matrimonio de mis padres. Según mi madre, fuimos los enfermos más plastas del mundo mundial, porque a todas horas queríamos que viniera a estar con nosotros. Muchas veces sólo lo hacíamos para ponerla rabiosa.
A mi padre también le entraban las frioleras corporales, así que, de vez en cuando, teníamos que auxiliarnos el uno al otro.
—Ya sabes, Manolito, hasta que me crujan los huesos.
Yo tenía que hacer mucha fuerza porque para que a mi padre le crujan los huesos hay que ser más fuerte que Schwarzenegger, pero él dice que lo hice tan bien y le calenté tanto el cuerpo, que en algunas ocasiones fui más eficaz que los antibióticos. El Imbécil se pasó los cuatro días pisoteándonos todo el rato con sus botas ortopédicas.
Mi abuelo me ha contado muchas veces (porque se lo pido), que la
sita
llamó ese día a mi casa para decirle a mi madre que yo me había vuelto loco y que andaba por la calle sin ton ni son. Mi madre y mi abuelo salieron a buscarme y me encontraron supertembloroso subido al árbol. No me llevaron en camilla de herido de guerra, claro, fue mi abuelo el que me llevó en brazos hasta casa, y como mi abuelo tiene los brazos delgados como un pájaro, de vez en cuando tenía que pararse para coger fuerzas y tragar saliva. El señor Ezequiel fue el que me subió por las escaleras de casa, porque mi abuelo se quedó sentado en el portal para que le hicieran la respiración asistida. Luego vino el doctor Morales y dijo que había perdido la cabeza porque tenía mucha fiebre, pero que la volvería a recuperar en cuanto me bajara. Y la recuperé, y entonces fue cuando te digo que abrí los ojos y vi a mi padre.