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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Los trapos sucios (8 page)

En ese día tan señalado, mi madre tira la casa por la ventana. Llena la mesa de patatas, aceitunas rellenas de las de Bernabé, pistachos, berberechos, y sale de la cocina llevando en las manos una comida superespecial que, con un poco de suerte, no se le habrá quemado (si se le quema, de todas maneras nos la tenemos que comer sin hacer comentarios que puedan poner en peligro nuestras vidas).

No te creas que yo no me acordaba del conejo. Me acordaba de vez en cuando. Bueno, aquel día concretamente no me acordaba nada, pero nada, nada. No soy inhumano, soy sincero. Lo estábamos pasando a tope echando en el vaso de la Coca Cola patatas y aceitunas y lo que pillábamos. Mi padre había quedado en darnos una vuelta con el camión para ver la iluminación del centro. Es la tradición. La tradición continúa.

Se abrió la puerta de la cocina y nos llegó un olorcillo celestial que nos hizo chocar los cubiertos contra la mesa. Somos así de bestias, tenemos reacciones cavernícolas. Detrás del olorcillo venía mi madre con una paellera. Mi abuelo puso un periódico encima de la mesa y el arroz se quedó en el centro. El Imbécil gritó con la cuchara en alto:

—¡Al ataque!

Pero mi madre no nos deja que comamos de la paellera como hacen mi abuelo y mi padre, porque dice que sólo vamos a por el arroz y que nos dejamos los tropezones y que somos unos guarros y ponemos el mantel que parece un revolcadero de monos. Así que empezó a servirnos a cada uno en nuestro plato. El Imbécil vigilaba para que no le pusiera nada rojo, ni nada verde, ni algún trozo raro de carne.

—El nene no quiere pollo. Pollo no. Al nene el pollo le da asco.

—Pues si él se lo va a tomar sin pollo, yo también lo quiero sin pollo.

—Pero si esto no es pollo —le dijo mi abuelo.

—No os preocupéis, que yo puedo con todo —dijo mi padre, se desabrochó la riñonera de la cintura y se tocó la barriga—. Ya nada me lo impide.

—Pero si esto no es pollo —volvió a decir mi abuelo.

—¡Que da igual, papá! —le dijo mi madre echándole una mirada asesina a mi abu—. Les echo sólo arroz y en paz.

—¡Bien! —dijimos los dos hermanitos a coro, como si fuéramos unos niños bastante tontos.

—A mí me da igual que se lo coman o no se lo coman, lo único que digo es que lo que a ellos no les gusta es el pollo y esto no es pollo…

—Muy bien, tienes razón, pero cambia de tema, ¿o es que quieres darme la comida? —dijo mi madre, que estaba empezando a mosquearse por algo que no sabíamos.

—Manolo —le dijo mi abuelo a mi padre—, ¿quieres decirme por qué me habla de esa manera tu mujer?

—No lo sé, Nicolás, tú la conocerás mejor, que es tu hija.

—¡Que te calles, papá!

De repente, mi abuelo y mi madre se habían puesto a gritarse y nadie sabía por qué. Es difícil saber qué cara tiene uno que poner cuando no entiende de qué se está hablando.

—Al nene no le gusta el pollo.

Esto lo dijo el Imbécil, que pasa de todo, incluso cuando está superclaro que lo más sensato es estar muy quieto y sin decir nada, ser lo más parecido a invisible.

—No te preocupes, hijo mío, puedes comer todo lo que quieras porque no es pollo, esto es conejo.

Conejo… Esta palabra se quedó flotando en el ambiente. Después de que mi abuelo la pronunciara hubo un silencio bastante largo. ¿Eso que estaba a cachitos en la paellera entre el arroz, el pimiento y los guisantes, eso era un conejo? Parecía que sí y todos estábamos alrededor del conejo, como el día en que mi padre lo trajo en su caja de cartón, sólo que esta vez el conejo estaba sin piel, guisado y a trozos.

—¿Y qué conejo es éste? —le pregunté a mi madre.

—¿Este conejo es el
Cobejo
? —preguntó el Imbécil.

Mi padre, que se había quedado con un trozo de carne a punto de entrar en la boca, lo volvió a echar lentamente en la paellera.

—Lo compré ayer en la carnicería… No pensé en… Podéis comeros el arroz y dejar los trozos…

Las palabras de mi madre sonaron regular. Ya nadie miraba la paellera con alegría. No veíamos más que arroz con un cadáver troceado. Era espantoso.

—Será mejor que cambiemos el menú, ¿quién quiere unos huevos fritos? —preguntó mi padre.

Mi abuelo y el Imbécil levantaron la mano y yo me quedé callado, delante de mi plato, con la cabeza para abajo, como en un velatorio. Mi madre cogió la paellera y se la llevó, pero antes de salir del salón, le dijo a mi abuelo por lo bajini:

—¿Ya estás contento?

—No lo he hecho aposta. Ni me acordaba del conejo. Pero a quién se le ocurre, Catalina.

Luego, mi abuelo se acercó mucho a mi madre y creí entender que le preguntaba:

—¿Era el
Cobejo
?

No pude oír lo que le decía mi madre. Lo que sí sé es que ella salió con la paellera por la puerta. La seguí, silencioso y bastante intrigado. ¿Adónde iba? A casa de la Luisa. Me pareció que mi madre le daba unas explicaciones a la Luisa. A la que sí pude oír fue a la propia Luisa que, como siempre habla para toda la escalera, dijo muy clarito:

—Te lo agradezco mucho, Cata, pero no me voy a comer yo el conejo después del disgusto que se han llevado los niños. ¿Cómo podría volver a mirarles a la cara?

Me asomé por el hueco de la escalera y vi que la Luisa ya se había metido para su casa. Mi madre estaba en el rellano, parada, como sin saber qué hacer. Pasaron unos instantes de gran suspense y luego bajó las escaleras. Me metí a casa y me fui a la ventana para ver para dónde se dirigían sus pasos misteriosos. Esa mujer con la paellera, que era mi madre, salió del portal y se fue muy decidida al Tropezón. Allí estuvo cinco minutos interminables. Después salió, ahora sin la paellera.

Durante dos días, el señor Ezequiel estuvo poniendo de tapa (o tropezón) un platillo de arroz con conejo. Fui testigo. Entré sin que me viera nadie y pude ver con mis propios ojos cómo varios clientes probaban la tapa y decían:

—¡Mmmmmm, Ezequiel, esto es nuevo!

Y pude oír con mis propias orejas cómo Ezequiel decía con mucho morro:

—Mi señora, que tiene unas manos…

Pero no dije nada, no me sentía nada orgulloso de que aquel cadáver se hubiera cocinado en mi propia casa. La cocina del Infierno estaba en el hogar de los García Moreno.

Aquellos dos días fueron muchos los carabancheleros que degustaron el conejo. Cuando salían del bar los miraba como si fueran caníbales pero, claro, qué sabían ellos, qué hubieran hecho si hubieran sabido que se estaban comiendo al
Cobejo
de la correa roja y el cascabel, al que yo sacaba en brazos, al que jugaba al escondite y le flotaban los ojos a un palmo del suelo detrás del bidé.

Claro que yo nunca supe con seguridad si aquel conejo del arroz era el nuestro. Mi abuelo y mi padre no quisieron hablar más del tema y mi madre, de vez en cuando y sin venir a cuento, se defendía:

—Lo compré en la carnicería… No era el mismo, el del arroz pesaba tres kilos y el nuestro cuatro y medio…

Ya nunca más podré comer conejo. Y si como filetes de pollo o de ternera es porque no conozco a la vaca o al pollo personalmente. Mi abuelo me ha dicho que piense que mi conejo corrió, corrió y corrió y llegó hasta la Casa de Campo, donde vive feliz en compañía de alguna coneja salvaje. Yo me lo creo a ratos; otros, cuando veo a mi madre con el cuchillo cebollero en la cocina, se me coloca en la mente, a la altura de los ojos, una terrible sospecha.

Una pérdida irreparable

—Dame un
clinex
, por favor, lo necesito —dijo la Luisa a mi madre, que también estaba a punto de echarse a llorar.

La Luisa cogió el
clinex
con las puntas de los dedos, tan fina y delicada como la princesita del cuento y, después de limpiarse el ojo con un piquito, se lo puso en la nariz. Al sonarse hizo un ruido estremecedor. No quiero decir con qué compararía yo ese ruido, porque hay quien me acusa de pensar siempre en lo mismo, pero para que te hagas una idea, tan grande fue el ruido que mi abuelo, que estaba durmiéndose la telenovela con el Imbécil, se levantó de un salto tan espectacular que mi pobre hermano que estaba encima de él se fue rodando al suelo. Mi abuelo se llevó la mano al corazón para contener las palpitaciones y dijo:

—Ya sabía yo que algún día explotaría la botella del butano.

—Tranquilo, abu —le dije yo—, que ha sido la Luisa que se ha sonado los mocos.

—Pues eso se avisa —dijo mi abu—. ¿Qué tienes en las narices, Luisa, la sirena de un barco?

Pero ni mi madre ni la Luisa le hacían caso, lo único que les interesaba era contemplar su obra de arte recién terminada. Su obra de arte era yo. Me acababan de hacer un disfraz de pastorcillo para el belén viviente que la Asociación de Vecinos ha organizado este año en el parque del Ahorcado. Era la tercera vez que participaba en el belén viviente y estaba bastante contento porque éste era el primer año que me había tocado hacer de persona. Hace dos años hice de arbusto, el año pasado de cordero y estas navidades por fin me tocó la raza humana. Como verás, mi carrera de actor es completamente fulgurante. Desde Harrison Ford no se recuerda otra cosa igual. Además, tío, yo tengo vocación, y eso se nota. Cuando hice de cordero me metí tanto en el papel que hasta me tuvieron que llamar la atención porque de los balidos que pegaba no se oía lo que decían los Reyes Magos. Pero es que yo la interpretación me la tomo muy a pecho.

Estaba supercontento de que este año pudiera hacer de persona. De pastorcillo, concretamente. Tenía una frase, la tenía que decir antes de que viniera el ángel a anunciarnos el nacimiento. Imagínate a todos los pastorcillos sentados en el suelo alrededor de una lumbre, heladísimos de frío, y voy y digo:

—Hace una nochecita de perros.

Dicho esto me callo para siempre. De acuerdo, no es una gran frase, pero no querrás que haciendo el año pasado de cordero me dieran este año el papel estelar de san José.

Yo, de momento, estaba que alucinaba con mi traje de pastorcillo. No me extraña que la Luisa y mi madre lloraran de emoción cuando me vieron con el disfraz. En muchos días no me lo quité ni para dormir, y de vez en cuando le decía a mi abuelo:

—Abu, ¿quieres que te haga el papel?

Y mi abuelo se sentaba en el sofá para disfrutarlo mejor y yo iba y le decía:

—Hace una nochecita de perros.

Mi abuelo decía que cada vez lo hacía mejor y él es un tío objetivo, ese tipo de cosas no las dice ni por ser mi abuelo ni por hacerme la pelota.

Todo parecía irme bien en la vida hasta que la Asociación de Vecinos llamó a mi madre para pedirle que el Imbécil hiciera un año más de Niño Jesús. Se me había olvidado un detalle importante: en esos años en los que yo tenía que conformarme haciendo de cordero y de arbusto, el Imbécil, que como es rubio parece bueno (ja, ja), salía siempre de Niño Jesús, y todas las señoras le decían a mi madre: «Qué ricura, mujer, qué ricura». Y mi madre se olvidaba de que uno de los corderos del belén viviente era también hijo suyo.

Así es que, cuando me enteré de que este año también tenía que hacer el Imbécil su aparición estelar, me dio un ataque de rabia silenciosa. Reconóceme que es humillante: yo tres años luchando por conseguir un papel de persona y él de protagonista desde el principio de los tiempos. No es justo.

Mi madre, al ver que me ponía de morros, dijo:

—No tengas pelusa, Manolito, tu hermano va a salir en pañales, no lleva un traje tan bonito y no tiene ninguna frase.

Es cierto, pero piensa: ¿A qué va todo el mundo al belén? A adorar al niño. Y que adoren a mi hermano mientras yo me quedo siendo un pobre pastorcillo me duele mucho. Me duele en el alma.

Para consolarme, mi madre me dijo que aprovechara mi traje de pastorcillo para ir por esas calles de Dios pidiendo el aguinaldo. Me dijo también que la gente no podría resistir la tentación de llenar los bolsillos de dinero a un pastorcillo como yo, con gafas, y con un disfraz tan bien hecho. También me dijo que el dinero me haría olvidar todos los malos ratos que me hace pasar mi hermano, igual que a ella el dinero de fin de mes le hace olvidar que mi padre no está nunca en casa. Como verás, los García Moreno somos una familia con grandes valores humanos (sobre todo en Navidad).

La verdad es que a pesar de que me jorobaba la eterna competencia que me hace el Imbécil desde que llegó a este mundo mundial, cuando me miré al espejo vestido con mi traje de pastorcillo, me dije:

—Estoy superchulo.

También pensé: «¡Cómo molo!», pero como eso ya lo había pensado este verano cuando me vi con mi bañador de palmeras salvajes, y está escrito en el tercer tomo de la biografía de mi vida, no quise repetirme. No es por tirarme el rollo, pero yo soy un niño al que le sobran frases. Como dice mi padrino Bernabé cuando se cambia de peluquín para ir conjuntado con la ropa:

—Renovarse o morir, Manolito.

Llamé a mis coleguitas, que se presentaron también de pastorcillos, y a las cinco en punto de la tarde el Orejones, Yihad, Paquito Medina, yo y Mostaza estábamos preparados para ser los primeros pastorcillos millonarios de la historia de la humanidad. Yihad empezó a sacarme faltas, como siempre:

—Los pastorcillos no llevan gafas.

Pero mi abuelo dijo que yo era el típico pastorcillo intelectual, un pastorcillo con una carrera superior. Yihad se me quedó mirando con bastante envidia y bastante rencor.

Mi madre me dijo que como perdiera algún complemento de mi magnífico disfraz (incluyendo las gafas) sería seriamente penalizado.

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