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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Los trapos sucios (5 page)

Yo estaba bastante orgulloso de cómo me estaba quedando, hasta que vino Yihad a mi mesa y me dijo:

—Qué cursi es tu payasete, Gafotas.

Me dijo eso por envidia podrida, porque estaba perfecto, y se empezó a reír de mi payasete de tal forma que me comió la moral, de manera que decidí hacerle al payasete unas innovaciones. Primero le puse unas paletas enormes que le salían de los labios rojos y luego le coloqué el pelo rizado como si fuera un peluquín. Le quitabas hacia un lado la peluca naranja y el payasete se quedaba calvo y en la calva se veía un piojo en calzoncillos que decía: «¿Podría taparme otra vez, por favor?». A la
sita
, esta segunda versión le gustó menos, sobre todo porque a partir de ese momento todo el mundo se animó a hacerle cambios al dulce payasete. La Susana le puso unos colmillos que goteaban sangre; Mostaza le dibujó una pistola en vez de las flores; Arturo Román le dejó los ojos en blanco como si estuviera poseído (le quedó genial); y hasta Paquito Medina, el niño 10, quiso cambiarle el traje de payasete por el del equipo del Rayo Vallecano. El Orejones López, como es tan vago, no se metió en muchas innovaciones, pero le quitó las flores y le puso un letrero que decía: «Para que mami lo sepa: payasete se escribe con P de Pepín».

La
sita
dijo que no conocíamos los términos medios: o no teníamos imaginación o nos pasábamos de rosca. Y dijo además que no se hacía responsable de los payasetes, aunque reconoció que con el rollo de los cambios habíamos estado entretenidos bastantes ratos y ella había podido vivir en paz algunos momentos, mirando por la ventana con vistas a la cárcel de Carabanchel y pensando en la jubilación. Lo sé porque sonreía como tonta de vez en cuando. Aunque a lo mejor era el olor de los pegamentos que nos tenía a todos medio colgados.

Con nuestros payasetes, envueltos en papel transparente de colores y atados con unos lazos enormes, nos fuimos todos para casa ese jueves. No se podía meter en la cartera porque las bolillas se aplastaban, así que había que ingeniárselas para introducirlo en casa sin que tu madre te viera y esconderlo de tal manera que no lo pudiera descubrir hasta el domingo. Pensé que podía dejar el regalo en casa de la Luisa hasta el día M (de Madre).

Iba ya por el primero cuando oigo a la Luisa y a mi madre que estaban hablando. ¡Qué mala suerte! Me senté en los escalones y decidí esperar hasta que mi madre subiera otra vez para casa.

La Luisa y mi madre no paraban de reírse. Yo estaba tan aburrido que, con un sigilo enorme, subí otros tres escalones para escuchar de qué hablaban y así entretenerme un poco, porque, además, se me estaba quedando el culo helado. Y lo que escuché nunca se borrará de mi memoria inmemorial: mi madre le decía a la Luisa que estaba ansiosa por ver qué nuevo horror de la naturaleza le había hecho yo este año en el colegio para el Día de la Madre. Ahí les dio la risa.

—Y espérate tú, que cuando el hermano empiece también con la Plástica, voy a tener material para montar el Museo de los Horrores.

Ahí les dio la risa otra vez.

—Porque claro, luego a ellos les gusta que los regalos estén expuestos a la vista del público. Acuérdate, el año pasado tuve que tener el iglú un mes en el mostrador del mueble-bar, menos mal que se conformó cuando le dije que lo había puesto encima de la cisterna del váter para que el hermano no lo rompiera.

Otra vez las risas despiadadas.

¡Así que por eso estaba mi iglú en lo alto de la cisterna! Mi iglú, el que le hice con palillos de dientes usados por mi abuelo para que fueran más flexibles y no se rompieran al hacer las curvas de la casita polar. Le hice chupar dos cajas enteras de palillos de dientes, se los tenía que meter de dos en dos en la boca, uno a cada lado, pero a mi abu no le importaba porque él siempre va con su palillo, aunque no se haya puesto la dentadura. Dice que así se le calma la nostalgia de cuando llevaba el cigarro y de cuando tenía dentadura de verdad. La
sita
me preguntó:

—¿Cómo consigues que los palillos se doblen tan bien?

Y yo le expliqué el método y me copió toda la clase. Los que tenían a sus abuelos vivos y a mano lo tuvieron fácil, y los que no, se tuvieron que aguantar y reblandecerlos ellos mismos en el recreo o en el comedor del colegio. El Orejones, como tiene un morro que se lo pisa, se presentó en mi casa con la caja de palillos y le preguntó a mi abuelo que si se los podía chupar él porque sus abuelos estaban en Carcagente y su madre se había negado a hacer ese trabajo sucio (es que en Carabanchel [Alto] no se ve bien que una madre vaya por la calle con el palillo a un lado de la boca). El Orejones nos contó que había pensado pedírselo a Pepín pero que, sinceramente, le daba asco construir un iglú con palillos rechupeteados por el novio de su madre. «Así que —le dijo el Orejones a mi abuelo— sólo puedo confiar en ti para este trabajo.» ¡Qué pelota! Mi abuelo se los chupó todos, uno por uno. Acabó un poco mareado, pero mi abuelo no sabe decirle que no a casi nadie, y menos al Ore, que es mi mejor amigo (y cerdo a la vez).

Luego pintamos el iglú con baldosinín y todo el mundo que venía a mi casa y lo veía encima del mueble-bar, decía:

—Hay que ver qué iglú, si parece que está uno en el Polo Norte.

Lo dijo Bernabé, lo dijo la Luisa, lo dijo mi padre y también lo dijo mi madre cuando se lo di. Yo llevaba un año convencido de que le había encantado, de que le había gustado tanto tanto que lo tuvo que subir a la cisterna por miedo al manazas del Imbécil.

Pero allí, sentado en la escalera, escuchando cómo mi madre le describía a la Luisa todos los regalos que yo le había hecho: un gato con las conchas de las almejas o el joyero con el bote de Nesquick… y escuchando cómo se reían, me sentía un niño bastante desengañado de la vida, un niño muy viejo con un pasado atroz. Me puse a llorar muy bajito para que no me oyeran y las lágrimas caían, gordísimas, sobre el papel que envolvía el payasete y que yo sostenía en las manos. Lo que ocurrió es que, claro, al llorar se me montó un atasco de mocos, y como no llevaba pañuelo, tuve que echarlos para dentro con todas mis fuerzas y se ve que la
Boni
lo oyó y echó escaleras abajo moviendo la cola. Me encontró en ese terrible estado y estaba empeñada en chuparme la cara como hace con todos los que se agachan y se ponen a su altura. Detrás de la
Boni
vino la Luisa y detrás mi madre, porque yo al ver que la
Boni
me había descubierto, ya no me corté un pelo y me puse a llorar como me apetecía: a moco tendido.

La Luisa y mi madre se quedaron paradas, se les había acabado la risa y estaban ahí, mirándome, unos peldaños más arriba que yo. Supercortadas.

Yo deshice el lazo del regalo, le quité el envoltorio de papel rojo transparente, saqué el retrato del payasete y ¿sabes lo que hice? Lo rompí, delante de sus narices, en cuatro trozos. Y ahí seguían. Superestupefactas.

Me levanté y subí las escaleras, pasé entre las dos y seguí subiendo hasta mi casa. Y ahí se quedaron. Superparalizadas.

Me metí en el cuarto de baño y me senté en el váter sin quitarme ni la mochila, ni los pantalones, ni nada. Sólo quería estar tranquilo y ése es mi sitio favorito. Al rato oí abrirse la puerta: por las voces supe que habían llegado el Imbécil, el abuelo y mi madre.

Llamaron a la puerta del váter.

—Manolito, abre, corazón —dijo mi madre muy suave.

Yo fui a contestar: «Ahora salgo», pero me empezó a temblar la barbilla y me callé. Al rato vino mi abuelo:

—Manolito, majo, sal con nosotros.

Yo no salía porque ya no sabía con qué cara tenía que salir ni qué iba a decir cuando todos me miraran, así que seguí en silencio. Pasó otro rato y llamó el Imbécil.

—El nene quiere con Manolito en el váter.

Yo sabía que, si hay alguien que no se da por vencido en mi casa es el Imbécil. Aunque no le respondí, él siguió diciendo la misma frase una y otra vez. La decía cantando, la decía por sílabas y dando golpes en la puerta: ¡el! ¡ne! ¡ne! ¡quie! ¡re! ¡con! ¡Ma! ¡no! ¡li! ¡to! ¡en! ¡el! ¡vá! ¡ter!… la decía, la decía y la decía. Abrí la puerta y le dejé entrar. Él tampoco se había quitado todavía su mochila del colegio. Se sentó en el bidé y se quedó a mi lado. Estuvimos un rato en silencio, pero el silencio se rompió porque se oyeron unos ruidos extraños.

—Son las tripas del nene que tiene hambre —me dijo.

Se puso de pie y me llevó la mano a su barriga. Le crujían las tripas ferozmente. Se quitó la mochila y sacó medio bocadillo del martes anterior. La mochila del Imbécil siempre está llena de sorpresas, siempre lleva restos de comida, piedras y palos que encuentra por la calle. Partió el trozo de bocadillo por la mitad y me lo dio. No solamente estaba superduro sino que, además, el queso se había puesto verde.

—Esto no se puede comer.

—El nene se lo come. Al nene no le pasa nada.

Ya lo tenía dentro de la boca. Tuve que sacárselo.

—Que no, que te pones malo.

—Es que el nene tiene hambre.

Por la ranura de la puerta se estaba colando el olor del cocido que seguro que ya estaba en la mesa con sus garbancitos y sus fideos humeantes. Nuestras tripas sonaron al unísono. No hay tortura más grande que tener hambre y oler a cocido. Abrí la puerta y salimos. Como me había imaginado, los platos de mi abuelo, del Imbécil y mío estaban en la mesa. Mi madre no se había puesto plato, pero se sentó con nosotros y empezó a hacer algo que nunca olvidaré: cogió los trozos del payaso que yo había roto y con mucho cuidado los fue pegando (también las bolillas que se habían caído). Yo la miraba de reojo porque estaba bastante enfadado y cuando uno está enfadado no mira de frente a las personas. Mi madre lo hacía muy despacio y como si fuera una cosa muy delicada, así que estuvo mucho rato reconstruyéndolo. Luego, lo puso en la pared del mueble-bar, sujeto con cuatro chinchetas. Todo esto lo hacía sin decir nada, como si estuviera muy ocupada.

—Cata —dijo mi abuelo—, a ese payaso hay que ponerle un cristal, que si no las bolillas se le acabarán cayendo.

—Ya lo he pensado —dijo mi madre.

—Es Bernabé —dijo el Imbécil con la boca llena de garbanzos—. Tiene peluquín.

—Es verdad —dijo mi abu—, ya decía yo que me recordaba a alguien.

Mi madre trajo del cuarto de baño el iglú y lo puso encima de la televisión. Yo seguí sin decir nada, ni en ese momento ni cuando volví del colegio por la tarde.

Cuando llegó la hora de acostarse, mi madre vino a la terraza, yo creí que para darme el beso de por las noches, pero ella me cogió de la mano y me llevó a su habitación. Aquella noche de aquel viernes mi madre quiso que yo durmiera en su gigantesca cama. El Imbécil daba saltos en la cuna porque le encanta que su héroe (yo) duerma cerca. Oí a mi abuelo que decía en el salón:

—Así que esta noche me dejáis solo, bueno, bueno…

Mi madre apagó la luz y así, en la oscuridad, su voz sonó muy rara, como si fuera la voz de la madre de otro.

—Era una tontería lo que yo le decía a la Luisa. Me encanta el payasete, me encantaron el iglú, el gato de almejas y el joyero del Nesquick…

—El payasete ahora parece Frankenstein —le dije yo—, tiene cicatrices por todo el cuerpo.

—De las cicatrices tengo yo la culpa, Manolito.

—No es verdad que te guste, lo dices por conformarme.

—No, me gusta muchísimo, te lo juro.

—¿Por quién me lo juras, por… papá?

—Te lo juro por papá.

—¿Por el abuelo?

—También por el abuelo.

—¿Y por el Imbécil? —le pregunté, y sabía que era la pregunta más arriesgada, porque mi madre nunca juraría en falso por el niñito de su ojo derecho.

—Te lo juro por el Imbécil.

En ese momento nos cayó encima el niño del juramento, que había saltado de su cuna, como hace todas las noches, y se había dejado caer en la de mi madre. Se hizo sitio y se colocó en medio, pero mi madre lo puso a un lado y se quedó ella en medio de los dos. El Imbécil no estaba de acuerdo con la colocación y dijo con el chupete en la boca:

—El nene con Manolito.

Así que, aquella noche de aquel viernes, el que se quedó en medio por votación popular fui yo. Y me dormí pensando que merecía la pena haberse enfadado y tener como recompensa que todos te hicieran bastante caso y ser el centro del mundo mundial, aunque también pensé que a pesar del terrible juramento que me había hecho mi madre, a partir de ahora miraría al payaso y al iglú sin saber si eran bonitos o feos.

—Bueno —me dijo mi abuelo a la mañana siguiente—, eso mismo ha pasado con las grandes obras de arte de todos los tiempos. No siempre se han apreciado como se merecían.

La duda era la siguiente: ¿era yo un gran artista o es que mi abuelo era muy bueno? Son dos cosas demasiado buenas para que puedan suceder a la vez.

Una terrible sospecha

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