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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Los trapos sucios (11 page)

—¡Bernabé, que los romanos todavía no habían inventado el peluquín!

Mi padrino, que no se corta (ni un pelo), saludó con el peluquín como si fuera un sombrero. Luego… no lo podía creer: ¡el padre del Orejones! hablando, claro, por su inseparable teléfono portátil. El Orejones se quedó de piedra. Yo le iba a dar el pésame, le iba a decir: «Vaya papelón que está haciendo tu padre. Te acompaño en el sentimiento, Ore».

Se lo iba a decir sinceramente, porque soy un tío al que le gusta estar codo a codo con sus amigos cuando éstos están pasando un mal trago. Pero antes de que esas palabras pudieran salirme de la boca, mis propias gafas reconocieron a Manolo García, mi propio padre, mi héroe hasta ese momento de la historia del mundo. Yihad soltó una carcajada asesina y me dijo:

—Manolito, si yo estuviera en tu lugar escondería la cabeza en la chupa.

Pero se tuvo que tragar sus palabras, porque en la tercera fila de romanos había un tío con cara de comerse a los leones vivos, era… ¡el padre de Yihad!

Nuestros padres, los únicos que tenemos, cogidos por los hombros, enseñando sus patas peludas, levantando los dedos con la señal de la victoria para saludar a la gente. ¡Qué vergüenza!

Me pegué las gafas todo lo que pude para comprobar esa horrible visión. Aquel romano de la barriga sobre la riñonera, ¿podía ser el auténtico Manolo García, ese señor que conducía el camión
Manolito
, ese que estaba en una foto encima de la tele al lado de una mujer vestida de novia que era mi propia madre?

Nos subimos el cuello de las chupas y nos retiramos discretamente, intentando pasar desapercibidos. Lástima no tener a mano unas gafas negras de sol. Óscar Mayer, un compañero, nos gritó:

—Mi padre no ha salido en la cabalgata porque dice que no le gusta hacer el ridículo.

Mejor largarse. Nos fuimos consolando por el camino de la vergüenza que nos daba.

Bueno, había cosas peores, como el día en que el padre de Jessica se disfrazó de payasete para un cumpleaños, o el día en que el padre de la Susana imitó al Puma en un concurso de la Asociación de Vecinos.

Cuando se acabó la Cabalgata respiramos aliviados, pero entonces fue aún peor: los romanos se habían trasladado al Tropezón y estaban allí tomándose unas copas y cantando a gritos. Lo último que vi de aquel espectáculo que quiero borrar de mi memoria fue a mi padre bailando con el padre de Yihad un pasodoble.

—Será mejor que nos vayamos a dormir —dijo Yihad, que por primera vez en su vida estaba rojo hasta las orejas.

Cuando llegamos a casa, mi madre preguntó con una gran sonrisa:

—¿Habéis visto a papá?

Yo no dije nada. El Imbécil, sin embargo, resumió con su gran don de palabra los acontecimientos más importantes:

—Se cagaban.

Se refería a los caballos. Como mi padre no volvía, nos pusimos a cenar, y como mi padre no volvía, nos fuimos a dormir. Sólo mi madre se quedó levantada, esperándole. Por fin, muy tarde, sonaron sus llaves. Oí a mi padre que decía muy despacio:

—Me he retrasado un poquillo…

Y a mi madre que decía:

—El último año que vas en la Cabalgata.

No se oyó nada más y yo me dormí tranquilo, porque a mí de lo único que me gusta que se disfrace mi padre es de lo que va siempre: de camionero.

Ah, de los veinticinco regalos se olvidaron veintiuno, como siempre. Pero no me importó. Porque, por fin, se acordaron de que la ilusión de mi vida era la videoconsola. A la tercera va la vencida, los dos años anteriores poniéndoles lo mismo, pero se ve que me confundían con otro, o que estaban dolidos porque nunca me quedaba a verlos. Se ve que me agradecieron el que este año no me fuera detrás de las del bastoncillo. Ese caramelo mortal en las gafas fue el gran mensaje, y el que no lo entienda, será porque no quiere, descarao.

A mi padre los Reyes le trajeron una banqueta para el mueble-bar igualita a las del Tropezón, pero no la pudo usar porque se pasó todo el día tumbado en el sofá con dolor de cabeza y bebiendo agua con sal de frutas que le llevaba mi madre.

—No te preocupes, Manolito —me dijo mi madre con una sonrisa misteriosa—, este romano no volverá a la guerra.

Y con esta promesa yo me quedé superaliviado.

El esquirol

Yo entiendo que es difícil de creer lo que me pasó aquella semana en que estuve a punto de morir, así que mejor no te lo cuento, porque si te lo cuento, irás comentando por ahí que soy un tío exagerado y que todo lo que sale por mi boca es una mentira podrida y que me vaya a darle la barrila a otro más inocente que tú. Claro, que si no te lo cuento pensarás que voy por la vida de niño interesante y misterioso. Bueno, te lo contaré con pelos y señales para que veas que es verdad, porque es imposible inventarse una mentira tan gorda.

Y ya que te lo cuento, pues lo hago desde el principio de los tiempos.

Esto es que un lunes de no hace mucho me había quedado hipnotizado delante de un vaso de leche con Cola Cao. No te lo creerás, pero después de cada sorbo había más leche en el vaso. Este tipo de fenómenos paranormales se dan con bastante frecuencia en Carabanchel (Alto). Parapsicólogos de todo el mundo han asistido a los desayunos de cientos de niños carabancheleros y han llegado a la siguiente conclusión:

Efectivamente, hemos de admitir ante la opinión pública mundial que este hecho extraordinario se produce en algunas casas de ese extraño barrio llamado Carabanchel. Lo curioso es que sólo se manifiesta en los vasos de los niños a los que no les gusta la leche. ¿Se deberá esto a un castigo de orden sobrenatural?

Al mismo tiempo, fueron estudiados algunos viejos de la tercera y de la cuarta edad, entre ellos mi abuelo. A los viejos también les ocurrían fenómenos extraños con la leche, que los parapsicólogos resumieron así en su documento mundial:

Algunos ancianos de esa zona paranormal derraman casi a diario los vasos de leche que les ponen sus hijas para el desayuno. ¿Es que les tiembla el pulso?, nos preguntamos. No, porque según sus propias hijas jamás derraman un vaso de vino. La verdad es que es un barrio más raro que el Triángulo de las Bermudas.

Los científicos tienen razón, a mí me crece la leche en el vaso y debe ser porque soy uno de esos niños a los que la leche no les gusta. Dice mi madre que peor para mí, que de mayor seré como mi padre: un Manolo tipo llavero o Manolo de bolsillo.

Empecé esta historia en el momento en que me había quedado colgado mirando el vaso y pasó mi madre por mi lado y dijo:

—Manolito, espabila, que se te va la olla a Camboya.

Esta frase debería de ir acompañada por su correspondiente colleja, que es a lo único que yo hago caso, porque a mí las buenas palabras no me dicen nada, pero a mi madre se le quedó la mano paralizada en el aire y dijo la frase mágica:

—Este niño tiene chapetas.

Cuando mi madre dice «este niño tiene chapetas», que son unos colores que me salen en los mofletes cuando estoy a punto de morir, quiere decir «cosas maravillosas»:

1. Que por lo menos caen tres días sin ir al colegio.

2. Que puedo llamar a mi madre cada tres minutos desde la cama para que me traiga zumos o algún tebeo o, simplemente, por molestar.

3. Que al Imbécil no le dejan que me dé besos por si le pego la gripe, y eso es un alivio, porque últimamente le ha dado por quererme incontroladamente y me llena la cara de babas producidas por ese vicio que no le podemos quitar: el chupete.

Bueno, pues vino el doctor Morales a casa y mi madre aprovechó, como siempre, para ponerme verde:

—Claro, cómo no se va a poner malo, si es un niño que no quiere comer naranjas y está sin defensas vitamínicas porque es un niño propenso. Desde que nació este niño es muy propenso.

Así que el doctor Morales, para conseguir que mi madre se callara, me mandó unos sobres repugnantes, que encima de estar para vomitar te ponen bueno a los dos días, y se largó a escuchar a otras madres con otros hijos propensos.

El martes, como estaba con un pie aquí y otro en el cielo celestial, que es donde vamos los niños, con los angelitos, mi madre se portó como una de esas madres que salen en las películas de
Estrenos TV
, hasta parecía rubia (visiones producidas por la fiebre): me daba besos, me tocaba la frente, me hacía zumos y no me regañaba si bebía como un pavo.

Pero el miércoles tuve la mala suerte de ponerme algo mejor, y yo, que ya debería ser un experto en estos procesos gripales y saber que lo mejor para que te dejen pasar toda una semana en casa es no molestar, me puse un poco más pesadito de la cuenta (no lo puedo evitar): le pedí que me pusiera la tele por la mañana y que me trajera un bollo de la panadería, y empecé a saltar en la cama para hacer que el Imbécil saliera despedido hacia el techo. Que conste que lo hago por él, es su juego favorito de la última temporada: el Imbécil se sienta en la cama con el chupete y yo tomo carrerilla desde el salón y pego un bote con todas mis fuerzas en el colchón. El Imbécil salta por los aires y le dan unos ataques de risa que pierde el chupete por el camino. Es un niño amante del riesgo. Una vez lo impulsé tan fuerte que se fue volando fuera del colchón. Menos mal que pasaba mi abuelo por allí y lo cogió de chiripa. Casi le tuvimos que hacer la respiración boca a boca porque la risa no le dejaba volver en sí. Él quería que volviéramos a repetir la jugada, pero mi abuelo nos dijo que no tenía ni el corazón ni los bíceps preparados para esas emociones.

Todas estas diversiones consiguieron que mi madre dejara de ser la madre de
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y volviera a ser una madre cualquiera de Carabanchel (Alto). A las madres de mi barrio les molesta que un niño enfermo se empiece a divertir a pesar de su espantosa enfermedad. Es así desde que mi barrio existe. Mi madre me soltó una de sus amenazas mortales:

—Vas a ir pronto al colegio, Manolito, porque me estás poniendo cardiaca.

Ella no aguanta nuestras risas histéricas, ni aguanta que se la llame a cada momento, y yo, una vez que estoy en la cama, tengo tentaciones de llamarla a cada momento:

—¡Que se me ha acabado el tebeo! ¡Que se me han empañado las gafas debajo de la sábana! ¡Ráscame la espalda! ¿Por qué no me traes una Coca Cola en vez de otro zumo?

También le pedí que me trajera otra vez al Imbécil, ahora para jugar al guiñote, que me ha enseñado mi abuelo. Al rato la llamé para que se llevara al Imbécil, porque el Imbécil es todavía analfabeto, y después de que me pasé cinco horas explicándole el jueguecito, el tío pasaba de todo y se ponía a cantar las cuarenta todo el rato, como si uno pudiera cantar las cuarenta cuando le saliera de las narices, y luego, cada vez que perdía, se ponía a llorar automáticamente.

Por la tarde vinieron a verme el Orejones y Yihad, y se pusieron a darme envidia con lo bien que se lo habían pasado en el recreo jugando a la peste bubónica, y luego se pusieron a partirse de risa contando que Yihad se había agachado a coger un lápiz y le había visto las bragas a la
sita
Asunción (nos juró que eran negras) y que ir al colegio molaba que te pasas y que no sabía lo que me había perdido. Yo estaba alucinado: era la primera vez en mi vida que escuchaba a mis amigos decir cosas buenas del colegio. Además, el Orejones y Yihad parecían superamigos. Yo pensé: «Falta uno al colegio dos días y el mundo cambia por completo».

Después se metieron en mi cama con las botas llenas de tierra y todo, y mi madre entró en la habitación y les echó a la calle tratándolos tan mal como si fueran sus propios hijos.

Desde ese momento no dejó de protestar por la vida que le dábamos entre todos. Le dijo a mi abuelo que se buscara un sitio para comer, que pensaba hacer huelga general, porque ella, por no tener, no tenía ni contrato:

—El contrato de matrimonio, Catalina. ¿Te parece poco?

Y mi madre le contestó:

—Ese es el famoso contrato basura. No tiene ni vacaciones ni pagas extraordinarias.

Mi abuelo le dijo:

—Por mí no te preocupes, yo también voy a hacer huelga: soy el viejo de los recados y el canguro de los niños, y todo eso con una pensión que no me da ni para fugarme a Carabanchel (Bajo).

Luego, cuando llamó mi padre por la noche, mi madre le volvió a soltar el mitin de la huelga y mi padre le contestó:

—Pues iremos juntos, porque yo estoy harto de vivir en la cabina de un camión y de comer suela de zapato con patatas y de hablar con mis niños por teléfono y de ser pobre hasta después de mi muerte.

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