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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (63 page)

La daga lo sorprendió por detrás, deslizándose entre sus costillas con silenciosa malicia, como un ladrón en un santuario. Antes de que supiera qué había pasado, sus rodillas cedieron y se dejó caer suavemente, maravillándose de no sentir ningún dolor, sólo el calor de la sangre corriéndole por la espalda.

Encima de él oyó gritos y choque de aceros. Los guardias habían llegado y estaban combatiendo a los atacantes. «Tengo que unirme a ellos», pensó Geroldo y quiso coger la espada que estaba en tierra a su lado, pero ya no pudo mover la mano.

Al recuperar el aliento, Juana alzó los ojos y vio a Geroldo que salía en persecución de los que habían tirado las piedras. Vio a los otros guardias que empezaban a seguirlo, pero un grupo de hombres que había entre la multitud de aquel lado de la calle les cerraba el paso; el grupo se mantenía obstinadamente unido, bloqueando el camino, como si obraran siguiendo un plan.

«¡Es una trampa!», comprendió Juana.

Gritó para advertirle, pero sus palabras se perdieron entre el ruido y la confusión de la gente. Espoleó a su caballo para ir hacia Geroldo, pero los diáconos sostenían con firmeza las riendas.

—¡Dejadme! ¡Dejadme! —gritó, pero ellos no soltaron las riendas porque no confiaban en el caballo.

Impotente, Juana vio cómo los rufianes rodeaban a Geroldo, vio sus manos tratando de agarrarlo, cogiéndolo por el cinturón, la túnica, los brazos, arrastrándolo del caballo. Vio el último resplandor de cabello rojo cuando desaparecía bajo aquella nube de atacantes.

Se arrojó a tierra y corrió, abriéndose paso a través de un grupo de asustados acólitos. Para cuando llegó al lado de la calle la multitud se apartaba, haciendo sitio para los guardias, que iban hacia ella llevando el cuerpo fláccido de Geroldo.

Lo pusieron en el suelo y ella se arrodilló a su lado. Le manaba un hilo de sangre de la comisura de los labios. Juana se quitó el largo palio del cuello, lo dobló y lo apretó con fuerza contra la herida de la espalda de Geroldo, tratando de cortar la hemorragia. No servía de nada; al cabo de unos segundos la gruesa tela estaba empapada.

Sus ojos se encontraron en una mirada que era profundamente íntima, una mirada de amor y dolorosa comprensión. Juana se sintió atenazada por el miedo, por un miedo que no había sentido antes.

—¡No! —gritó, y lo cogió en sus brazos como si la sola cercanía física pudiera evitar lo inevitable—: ¡No mueras, Geroldo! No me dejes aquí sola.

Él agitó una mano en el aire. Ella la cogió en las suyas y los labios de él dibujaron una sonrisa.

—Perla mía —dijo.

Su voz era muy débil, como si hablara desde muy lejos.

—Aguanta, Geroldo, aguanta —dijo ella con voz tensa— Te llevaremos al
Patriarchium

Lo vio morir aun antes de oír el estertor y sentir el peso de su cuerpo. Se inclinó sobre él, acariciándole el cabello, la cara. Estaba quieto y en paz, con los labios entreabiertos y los ojos fijos en el cielo.

Era imposible que se hubiera ido. Incluso en aquel momento su espíritu podía estar retirándose de allí en una sucesión de imágenes reflejas. Si lo intentaba podría verlo otra vez. Levantó la cabeza y miró a su alrededor. Si él estaba cerca, habría una señal. Si estaba, se lo haría saber.

No vio nada, no sintió nada. En sus brazos había un cadáver con la cara de Geroldo.

—Se ha marchado con Dios —dijo Desiderio, el archidiácono.

Ella no se movió. Mientras lo tuviera consigo, no se iría del todo; una parte de él seguiría con ella.

Desiderio la cogió del brazo.

—Llevémoslo a la iglesia.

Ella oyó y obedeció, aturdida. No debía quedar allí, en la calle, a la vista de los curiosos. Debía honrársele con los ritos y dignidades apropiados; era todo lo que le quedaba por hacer.

Lo soltó suavemente para no lastimarlo, le cerró los ojos y le cruzó los brazos sobre el pecho para que los guardias pudieran transportarlo con dignidad.

Cuando quiso ponerse de pie tuvo un acceso de dolor tan violento que la dobló en dos y volvió a caer al suelo jadeando. Su cuerpo se sacudía con grandes espasmos sobre los que no tenía control. Sintió una enorme presión, como si un peso hubiera caído sobre ella; el peso bajaba y sintió como si fuera a romperla en dos. «El niño. Ya viene».

—¡Geroldo! —La palabra se perdió en un terrible gemido de dolor.

Geroldo ya no podía ayudarla. Estaba sola.


¡Deus Misereatur!
—exclamó Desiderio—. ¡El papa está poseído por el demonio!

La gente empezó a gritar, aterrorizada.

Auriano, el primer exorcista, se adelantó. Rociando a Juana con agua bendita entonó solemnemente:


Exorcizo te, immundissime spiritus, oinnis incursio adversarii, omne phantasma…

Todos los ojos estaban fijos en Juana, esperando a que el espíritu maligno le asomara por la boca o la oreja.

Ella gritó cuando, con un último dolor, la presión interior súbitamente cedió y de ella salió una gran efusión roja.

La voz de Auriano se interrumpió bruscamente, seguida por un largo silencio.

Debajo de los voluminosos ropajes blancos de Juana, de repente teñidos de sangre, apareció el diminuto cuerpecito azul de un bebé prematuro.

Desiderio fue el primero en reaccionar.

—¡Un milagro! —gritó, cayendo de rodillas.

—Brujería —exclamó otro.

Todos se persignaron.

La gente se apretujaba para ver lo que había pasado, estirando los cuellos o subiéndose unos en los hombros de otros.

—¡Atrás! —gritaron los diáconos, sacudiendo los crucifijos como mazas para mantener a distancia a la muchedumbre.

Estallaron peleas a lo largo de la procesión. Los guardias se precipitaron gritando órdenes.

Juana lo oía todo como desde lejos. Tendida en la calle en un charco de su propia sangre tuvo de pronto una trascendental sensación de paz. La calle, el pueblo, los coloridos estandartes de la procesión, todo adquiría un brillo extraño en su imaginación, como hilos de un enorme tapiz cuyo dibujo sólo en aquel momento pudiera comprender.

Su espíritu se hinchaba dentro de ella, llenando el vacío. La bañó una gran luz luminosa. La fe y la duda, la voluntad y el deseo, el corazón y el cerebro… al fin vio y comprendió que todo era uno, y que aquel uno era Dios.

La luz se hizo más intensa. Sonriendo fue hacia ella a medida que los sonidos y colores del mundo retrocedían hacia lo invisible, como la luna cuando llega el alba.

Epílogo

Cuarenta y dos años después

Anastasio, sentado en
scriptorium
en Letrán, escribía una carta. Las manos, rígidas por la artritis, le dolían a cada movimiento de la pluma. Pese al dolor seguía escribiendo. La carta era en extremo urgente y tenía que ser despachada de inmediato.

«A Su Majestad Imperial, el muy venerado Emperador Arnulfo», empezó.

Lotario había muerto hacía mucho tiempo, sólo unos meses después de marcharse de Roma. Su trono había pasado primero a su hijo Luis II y después, tras la muerte de éste, al sobrino de Lotario, Carlos el Gordo (o el Craso); ambos fueron gobernantes débiles y destacaron poco. Con la muerte de Carlos, en 888, el linaje carolingio iniciado por el gran Carlos, o Carlomagno, como se lo había empezado a llamar, había terminado. Arnulfo, duque de Carintia, había logrado quedarse con el trono pese a la oposición de una hueste de pretendientes. En términos generales, pensaba Anastasio, el cambio de dinastía había sido para bien. Arnulfo era más listo que Lotario y más fuerte. Anastasio contaba con aquellas virtudes. Ya que era necesario hacer algo respecto del papa Esteban.

Sólo hacía un mes que, para horror y escándalo de toda Roma, Esteban había mandado sacar de su tumba y trasladar al Patriarcbium el cuerpo de su predecesor el papa Formoso. Esteban sentó al cadáver en una silla y presidió un supuesto «juicio», acumulando calumnias sobre el difunto para cortarle al fin tres dedos de la mano derecha, los que usaba para conferir las bendiciones papales, en castigo por los crímenes «confesados» por Formoso.

«Apelo a vuestra majestad —escribía Anastasio— para que venga a Roma y ponga fin a los excesos del papa, que son el escándalo de toda la cristiandad».

Un súbito calambre en la mano hizo que la pluma cayera y manchara de tinta el pergamino. Maldiciendo, Anastasio secó la tinta, y estiró los dedos y se los frotó para quitarles la rigidez.

«Es curioso —pensó con sombría ironía— que un hombre como Esteban haya logrado alcanzar el papado cuando yo, tan indicado para el cargo por todas las virtudes de nacimiento y formación, no he podido hacerlo».

Se había acercado mucho, muchísimo, al ambicionado premio. Después del escandaloso descubrimiento y de la muerte de la papisa, Anastasio había ocupado el
Patriarchium
reclamando el trono para sí con la bendición del emperador Lotario.

¡Qué no habría hecho si se hubiera quedado en el trono! Pero no pudo ser. Un grupo de clérigos, pequeño pero influyente, se había opuesto tenazmente a él. Durante varios meses, el problema de la sucesión papal había sido discutido con ardor y ora parecía que prevalecería un bando, ora el otro. Al final, persuadido de que una parte considerable de los romanos nunca aceptaría a Anastasio como papa, Lotario eligió el camino fácil y le retiró su apoyo. Anastasio fue expulsado y enviado vergonzosamente al monasterio del Transtiberino.

«Todos me creyeron acabado entonces —pensaba Anastasio—. Pero me subestimaron».

Con paciencia, habilidad y diplomacia había conseguido volver y con el tiempo logró ganarse la confianza del papa Nicolás. Nicolás lo había ascendido a bibliotecario papal, puesto de poder y privilegio que tuvo durante más de treinta años.

Al llegar a la extraordinaria edad de ochenta y siete años, Anastasio era reverenciado y respetado, elogiado universalmente por su gran saber. Estudiosos y hombres de iglesia de todo el mundo iban a Roma a conocerlo y a admirar su obra maestra, el
Liber pontificalis
, la crónica oficial de los papas. Sólo hacía un mes, un arzobispo franco de nombre Arnaldo había pedido permiso para hacer una copia del manuscrito para su catedral y Anastasio se lo había concedido.

El
Liber pontificalis
era la garantía de la inmortalidad de Anastasio, la herencia que legaba al mundo. También era la venganza definitiva contra su detestado rival, la persona cuya elección aquel negro día del año 854 le había negado la gloria a la que había estado destinado. Anastasio borró a la papisa Juana de la lista oficial de papas; el
Liber pontificalis
ni siquiera la mencionaba.

No era lo que había deseado más profundamente, pero algo era. La fama de Anastasio, el Bibliotecario, y su gran obra resonaría a través de los tiempos mientras que el papa Juan, o Juana, se perdería y olvidaría.

El calambre de su mano había pasado. Anastasio cogió la pluma y siguió escribiendo.

En el
scriptorium
del palacio episcopal de París, el arzobispo Arnaldo trabajaba en la última página de su copia del
Liber pontificalis
. Por la estrecha ventana entraba la luz del sol, iluminando un haz de polvillo suspendido. Arnaldo puso la rúbrica final a la página, volvió a mirarla y dejó la pluma con cansancio.

Había sido una labor prolongada y difícil copiar todo el manuscrito del
Libro de los papas
. Los copistas del palacio se habían sorprendido al ver que el arzobispo tomaba la tarea a su cargo en lugar de asignarla a uno de ellos, pero Arnaldo tenía sus razones para obrar así. No se había limitado a duplicar el famoso manuscrito; lo había corregido. Entre las crónicas de las vidas del papa León y el papa Benedicto, ahora había un artículo sobre la papisa Juana, restaurando su pontificado a su debido lugar en la historia.

Lo había hecho tanto por un sentimiento de lealtad personal como por el deseo de ver que la verdad salía a la luz. Igual que Juana, el arzobispo no era lo que parecía. Pues Arnaldo, nacido Arnalda, era en realidad la hija del mayordomo franco Arn y su esposa Bona, con los que Juana había vivido tras su huida de Fulda. Arnalda era entonces una niña, pero nunca había olvidado a Juana: los ojos dulces e inteligentes que la habían mirado con tanta atención; el entusiasmo de sus lecciones diarias; la alegría compartida cuando Arnalda había empezado a leer y a escribir.

Tenía una gran deuda con Juana porque había sido ella la persona que había rescatado a su familia de la pobreza y la desesperación, había señalado el camino más allá del abismo negro de la ignorancia, hacia la luz del conocimiento, y había hecho posible el alto puesto que ahora ocupaba Arnalda. Inspirada por el ejemplo de Juana, Arnalda también había elegido, al acercarse a la edad adulta, disfrazarse de hombre para poder realizar sus ambiciones.

«¿Cuántas más habrá como nosotras?», se preguntaba Arnalda, no por primera vez. ¿Cuántas otras mujeres se habían atrevido a dar el salto, a abandonar sus identidades femeninas renunciando a vidas que podrían haber sido llenadas con hijos y familia, para poder lograr lo que de otro modo les habría estado prohibido? ¿Quién podía saberlo? Bien podía ser que Arnalda se hubiera cruzado sin saberlo con otro ser cambiado, en la catedral o el claustro, en una hermandad secreta hasta para ellas mismas.

Sonrió al pensarlo. Buscó dentro de su túnica arzobispal y tocó el medallón de madera de santa Catalina que le colgaba del cuello. Lo había llevado siempre desde el día en que se lo había dado Juana, hacía más de cincuenta años.

Al día siguiente haría encuadernar el manuscrito en el mejor cuero estampado con letras de oro y lo haría poner en los archivos de la biblioteca catedralicia. Así, al menos en un sitio, quedaría un registro de la papisa Juana, quien, aunque mujer, fue un buen y leal vicario de Cristo. Algún día alguien encontraría la historia y volvería a contarla.

«La deuda ha sido pagada —pensó Arnalda—.
Requiesce in pace, Johanna Papissa
».

Nota de la autora

¿Existió la papisa Juana?

Partout oè vous voyez une légende, vous pouvez être sûr, en

allant aufond des choses, que vous trouverez une histoire.

Siempre que estés ante una leyenda, puedes estar seguro de

que, si llegas al verdadero fondo de las cosas, encontrarás una historia.

Vallet de Viriville

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