Ahora era acusado del serio crimen de herejía. Rabano Mauro, ex abad de Fulda y arzobispo de Maguncia, se había enterado de algunas teorías avanzadas sobre la predestinación que Gottschalk había estado predicando. Aprovechando la oportunidad para vengarse de su viejo enemigo, el arzobispo lo había mandado encarcelar y azotar salvajemente.
La frente de Juana se oscureció. La crueldad con la que hombres supuestamente piadosos como Rabano trataban a sus hermanos cristianos nunca dejaba de asombrarla. A los hombres del norte, que eran paganos, se los trataba con menos odio que a un creyente cristiano que se apartara en lo más mínimo de las estrictas doctrinas de la Iglesia. «¿Por qué será que siempre reservamos lo peor de nosotros para los nuestros?», se preguntaba Juana.
—¿Cuál es la naturaleza específica de esta herejía? —le preguntó a Wulfram, el principal de los obispos francos.
—Primero —dijo Wulfram— el monje Gottschalk afirma que Dios ha predestinado a todos los hombres a la salvación o a la perdición. Segundo, que Cristo no murió en la cruz por todos los hombres, sino sólo por los elegidos. Y tercero, que los caídos no pueden hacer el bien apartados de la gracia ni ejercer la libre voluntad para nada que no sea el mal.
«Eso parece de Gottschalk», pensó Juana. Pesimista confirmado, era natural que se inclinara por una teoría que predestinaba al hombre a la perdición. Pero no había nada herético ni siquiera especialmente nuevo en sus ideas. El mismo san Agustín había dicho exactamente lo mismo en dos grandes obras,
La ciudad de Dios
y el
Enchiridion.
Pero nadie en el sínodo parecía saberlo. Aunque todos reverenciaban el nombre de Agustín, era evidente que nadie se había tomado el trabajo de leer sus obras.
Se puso de pie para hablar Nirgotio, obispo de Anagni.
—Es una malvada y pecaminosa apostasía —dijo—. Porque es bien sabido que la voluntad de Dios predestina a los elegidos pero no a los condenados.
Este razonamiento tenía graves errores ya que al predestinar a un grupo inevitablemente se predestinaba al otro. Pero Juana no lo señaló porque ella también rechazaba lo que predicaba Gottschalk. Había peligro en llevar a la gente a creer que no podían ganarse su propia salvación evitando el pecado y tratando de obrar con justicia. Después de todo, ¿por qué molestarse en hacer buenas obras si la decisión del cielo ya estaba tomada?
—Estoy de acuerdo con Nirgotio —dijo—. La gracia de Dios no es una elección que predestine, sino el poder desbordante de su amor, que empapa todas las cosas que existen.
Los obispos recibieron sus palabras con agrado porque estaba de acuerdo con lo que ellos pensaban. Votaron unánimemente por refutar las teorías de Gottschalk. Pero a petición de Juana incluyeron asimismo una condena al arzobispo Rabano por su «duro y poco cristiano» tratamiento al monje equivocado.
El sínodo votó cuarenta y dos cánones, que trataban principalmente de reformas en la disciplina y educación eclesiásticas. Al final de la semana, la asamblea se levantó. Todos estuvieron de acuerdo en que había ido muy bien y que el papa Juan la había presidido con especial distinción. Los romanos estaban especialmente orgullosos de que los representara un jefe espiritual de tan superior inteligencia y saber.
Pero la buena voluntad que se ganó Juana en el sínodo no duró mucho. Al mes siguiente, toda la comunidad eclesiástica se conmovió hasta sus cimientos cuando ella anunció su intención de instituir una escuela para mujeres. Hasta los miembros del partido papal que habían apoyado su candidatura se escandalizaron: ¿qué clase de papa habían elegido?
Jordano, el
secundicerius
, se enfrentó a Juana públicamente sobre este asunto durante la reunión semanal de los
optimates
.
—Santidad —dijo—, hacéis una grave injuria al tratar de educar a las mujeres.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Seguramente sabéis, santidad, que el tamaño del cerebro de una mujer y su útero son inversamente proporcionales; en consecuencia, cuanto más aprenda una joven, menos probable es que conciba hijos.
«Mejor estéril de cuerpo que de inteligencia», pensó Juana ásperamente, aunque se guardó la idea para ella misma.
—¿Dónde has leído eso?
—Es conocimiento común.
—Tan común, al parecer, que nadie se ha tomado el trabajo de escribirlo para que podamos aprenderlo.
—No hay nada que aprender de lo que es obvio. Nadie ha escrito que la lana procede de las ovejas, pero todos sabemos que es así.
Hubo sonrisas de todos lados. Jordano se hinchó, complacido por la inteligencia de su argumento. Juana pensó durante un momento.
—Si lo que dices es cierto, ¿cómo explicas la extraordinaria fertilidad de mujeres sabias como Laeta, que se escribía con san Jerónimo y que según él dice dio a luz a quince saludables hijos?
—¡Una aberración! Una rara excepción a la regla.
—Si no recuerdo mal, Jordano, tu propia hermana Juliana sabe leer y escribir.
Jordano aminoró su entusiasmo.
—Sólo un poco, santidad. Sólo lo suficiente para poder llevar las cuentas de la casa.
—Y sin embargo, de acuerdo con tu teoría, aun un poco de saber debería tener un efecto adverso sobre la fertilidad de una mujer. ¿Cuántos hijos ha dado a luz Juliana?
Jordano se ruborizó.
—Doce.
—¿«Otra» aberración?
Hubo un largo silencio incómodo.
—Evidentemente, santidad —dijo Jordano en tono ceremonioso—, vuestra decisión está tomada. En consecuencia, no diré más.
Y no lo hizo, al menos en aquella asamblea.
—No fue prudente ofender a Jordano en público —le dijo Geroldo—. Puedes haberlo empujado a los brazos de Arsenio y de los seguidores del emperador.
—Pero es que está equivocado, Geroldo —dijo Juana—. Las mujeres son tan capaces de aprender como los hombres. ¿No soy yo una prueba?
—Por supuesto. Pero debes darle tiempo a la gente. El mundo no puede ser reformado en un día.
—El mundo nunca será reformado si nadie trata de reformarlo. Los cambios deben empezar en alguna parte.
—Es cierto —admitió Geroldo—. Pero no ahora, no aquí… no contigo.
—¿Por qué no?
«Porque te amo —quiso decirle él— y temo por ti». En lugar de eso dijo:
—No debes buscarte enemigos. ¿Has olvidado quién y qué eres? Puedo protegerte de muchas cosas, Juana. Pero no de ti misma.
—Oh, vamos… no creo que sea tan grave. ¿Acaso se terminará el mundo porque unas pocas mujeres aprendan a leer y escribir?
—Tu viejo profesor (¿Esculapio se llamaba, no?), ¿qué fue lo que te dijo una vez, según me contaste?
—Que algunas ideas son peligrosas.
—Exactamente.
Hubo un largo silencio.
—Muy bien —admitió Juana—. Hablaré con Jordano y haré lo que pueda por halagarlo. Y prometo ser más comedida en el futuro. Pero la escuela de mujeres es demasiado importante; no quiero renunciar a ella.
—No pensé que fueras a hacerlo —respondió Geroldo sonriendo.
En septiembre se inauguró oficialmente la escuela para mujeres. Juana le puso de nombre Escuela Santa Catalina, en amorosa memoria de su hermano Mateo, el primero en hacerle conocer a la santa culta. Cada vez que pasaba por el pequeño edificio de la Vía Merulana y oía el sonido de las voces femeninas recitando, pensaba que su corazón se le rompería de dicha.
Mantuvo su palabra con Geroldo. Fue amable y cortés con Jordano y con los otros
optimates
. Incluso logró mantener bajo control la lengua cuando oyó al cardenal Citronato predicar que en la resurrección, las «imperfecciones» de las mujeres serían remediadas porque todos los seres humanos renacerían como hombres. Juana citó a Citronato en privado y le propuso, a modo de sugerencia, que la eliminación de aquella línea de sus sermones podría hacerle obtener mejor efecto con sus parroquianas mujeres. Puesta en términos tan diplomáticos la sugerencia fue aceptada; Citronato quedó halagado por la atención papal y no volvió a predicar aquella idea.
Con paciencia y sin quejas Juana soportó la ronda diaria de misas, audiencias, bautismos y ordenaciones. Y los largos días frescos del otoño pasaron sin mayores incidentes.
En los idus de noviembre el cielo se oscureció y empezó a llover. Durante diez días cayó una lluvia espesa que retumbaba en los tejados de las casas hasta exasperar a sus habitantes, que tenían que ponerse tapones en los oídos. Las viejas alcantarillas de la ciudad se desbordaron; en las calles se estancaba el agua o corría uniendo los charcos en rápido movimiento, convirtiendo las piedras de basalto en una peligrosa pista donde deslizarse.
Y siguió lloviendo. Las aguas del Tíber subieron peligrosamente y cubrieron las orillas desde la ciudad hasta el mar, inundando las tierras de labor, destruyendo cosechas, arrastrando al ganado.
Dentro de los muros de la ciudad, la primera parte en inundarse fue la más baja, el Campo de Marte. Su abundante población de pobres se vio afectada: algunos se trasladaron a suelo más alto en cuanto el agua empezó a crecer, pero muchos se quedaron negándose a dejar sus casas y posesiones, sin prever las consecuencias de su dejadez.
Después fue demasiado tarde. Las aguas subieron por encima de la altura de un hombre, impidiendo todo intento de huida. Cientos de personas quedaron atrapadas en sus frágiles
insulae
; si las aguas seguían subiendo, se ahogarían.
En tales circunstancias lo usual era que el papa se retirara a la catedral de Letrán y oficiara una solemne letanía, postrándose ante el altar en plegaria por la liberación de la ciudad. Para sorpresa y consternación del clero, Juana no hizo tal cosa. En lugar de eso llamó a Geroldo para discutir planes de rescate.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó—. Debe de haber algún modo de salvar a esa gente.
—Las calles que rodean al Campo de Marte —respondió él —están completamente cubiertas. No hay modo de llegar salvo en bote.
—¿Y los botes amarrados en Ripa Grande?
—Son sólo botes de pesca, demasiado frágiles para aguas tan embravecidas.
—Valdría la pena intentarlo —dijo ella con preocupación—. ¡No podemos quedarnos cruzados de brazos mientras la gente se ahoga!
Geroldo sintió una oleada de ternura hacia ella. Ni Sergio, ni siquiera León, habrían manifestado tanta preocupación por la población miserable del Campo de Marte. Juana era diferente; al no ver distinción entre ricos y pobres, no la hacía. A sus ojos, toda la gente merecía por igual su cuidado y atención.
—Llamaré a la milicia de inmediato —dijo.
Fueron juntos al muelle de Ripa Grande donde Juana apeló a su autoridad para reclamar toda embarcación que estuviera en condiciones de navegar. Geroldo y sus hombres subieron a los botes y Juana pronunció una breve bendición, alzando la voz para que lo oyeran por encima del crepitar de la lluvia. Ante el asombro de todos, subió al bote donde iba Geroldo.
—¿Qué haces? —le preguntó él alarmado.
—¿Qué te parece que hago?
—¡No querrás venir con nosotros!
—¿Por qué no?
Él la miraba como si estuviera loca.
—¡Es demasiado peligroso!
—Donde me necesiten, allí iré —respondió ella con decisión.
Eustaquio, el arcipreste, miraba desde el muelle con el entrecejo arrugado.
—¡Santidad, pensad en la dignidad de vuestra posición! Sois el papa, obispo de Roma. ¿Arriesgaréis la vida por un grupo de miserables harapientos?
—Son hijos de Dios, Eustaquio, no menos que tú y yo.
—Pero ¿quién oficiará la letanía? —preguntó él en tono lastimero.
—Tú, Eustaquio. Y hazlo bien porque tenemos necesidad de vuestras plegarias. —Se volvió con impaciencia a Geroldo—. Ahora,
superista
, ¿remarás o tendré que hacerlo yo?
Al reconocer la mirada de tenaz determinación en aquellos ojos verdigrises, Geroldo cogió los remos. No había tiempo para seguir discutiendo ya que las aguas subían deprisa. Remó con energía y el bote se apartó del muelle.
Eustaquio gritó algo, pero sus palabras se perdieron en el viento y la lluvia.
La improvisada flota apuntó hacia el noroeste, donde estaba el Campo de Marte. Las aguas habían subido. El Tíber cubría aquella parte baja de la ciudad como si fuera su propio lecho. Desde la Puerta Séptima a los pies de la colina Capitolina, toda casa e iglesia estaba cubierta por el agua. La colina de Marco Aurelio estaba a medias sumergida; las olas lamían los umbrales del Panteón.
Al acercarse al Campo de Marte vieron pruebas del terrible daño que había causado la crecida. Restos de madera, provenientes de las
insulae
derruidas, flotaban a la deriva; también había cadáveres en la superficie del agua, movidos por cada pequeño impulso de la corriente. Los aterrorizados habitantes de los edificios todavía en pie se habían retirado a los pisos superiores. Se asomaban por las ventanas con los brazos estirados pidiendo ayuda patéticamente.
Los botes se separaron; a cada edificio fue uno o dos. El oleaje hacía difícil mantenerlos firmes. Algunas personas se asustaban y saltaban antes de tiempo y caían lejos de los botes. Otros caían sobre el borde y los volcaban. En el agua había una espantosa confusión cuando los que no sabían nadar trataban desesperadamente de aferrarse a los que sí sabían, mientras los remeros maldecían y trataban de enderezar las frágiles embarcaciones.
Por fin todos los botes estuvieron cargados y partieron, siguiendo en línea recta hacia el monte Capitolino, donde descargaban a sus pasajeros. Desde allí era fácil trepar hasta suelo seco. La flotilla volvía a rescatar más gente.
Hicieron viaje tras viaje empapados hasta los huesos, con las ropas pegadas al cuerpo, doloridos por el esfuerzo y la fatiga. Al final daba la impresión de que los hubieran rescatado a todos. Iban rumbo a la colina cuando Juana oyó una voz aguda pidiendo socorro. Al volverse vio la silueta de un niño pequeño en una de las ventanas. Quizás había estado dormido y acababa de despertarse o quizás había tenido demasiado miedo para acercarse antes a la ventana.
Juana y Geroldo se miraron. Sin una palabra, él hizo girar el bote y remó de vuelta, hasta detenerse bajo la ventana en la que se asomaba el chico y maniobró con los remos para mantener quieto el bote. Juana se puso de pie y tendió los brazos.
—¡Salta! —dijo—. ¡Salta y yo te cogeré!
El niño se quedó donde estaba, con los ojos redondos mirando con terror al bote.