Juana negó con la cabeza.
—Si el trono papal está vacante cuando llegue, Lotario usará su poder para hacer elegir a Anastasio.
A Geroldo no le gustaba más que a ella la perspectiva de que Anastasio fuera papa, pero la seguridad de Juana le importaba más. Dijo:
—Siempre habrá un motivo para impedirte ir, Juana. No podemos retrasar esto para siempre.
—No burlaré la confianza del pueblo dejándolo en sus manos —respondió ella con obstinación.
Geroldo tuvo un impulso casi irresistible de cogerla en brazos y llevársela, lejos de aquella peligrosa red que se cerraba sobre ella. Como si percibiera sus pensamientos Juana se apresuró a volver a hablar.
—Es cuestión de unos pocos días nada más —dijo en tono conciliador—. Sea lo que sea lo que se propone Lotario al venir, es improbable que se quede más tiempo del que necesite para realizarlo. En cuanto se haya ido me iré contigo.
Él lo meditó un momento.
—¿Y no presentarás más excusas contra nuestra marcha?
—No habrá más excusas —prometió Juana.
Al día siguiente Juana esperaba en la escalinata de San Pedro mientras Geroldo salía de la ciudad a recibir a Lotario. Se pusieron centinelas sobre la Muralla Leonina para vigilar. Poco tiempo después se oyó un grito desde la muralla:
—¡El emperador ha llegado!
Juana mandó abrir la puerta de San Peregrino.
Lotario entró el primero. Anastasio iba a su lado, provocativamente ataviado con el palio de cardenal. Su rostro patricio, de frente alta, tenía un aire de altivo orgullo.
Juana actuó como si no lo viera. Esperó en la escalinata a que el emperador desmontara y fuera hacia ella.
—Sé bienvenido, majestad, a esta Ciudad Santa de Roma. —Extendió la mano derecha, la que tenía el anillo papal.
Lotario no se arrodilló, sino que se inclinó rígidamente desde la cintura para besar el símbolo de la autoridad espiritual.
«Hasta ahora, todo bien», pensó ella.
La primera fila de los hombres de Lotario se separó y Juana pudo ver a Geroldo. Tenía la cara endurecida por la ira y alrededor de sus muñecas había una cuerda apretada.
—¿Qué significa esto? —preguntó Juana—. ¿Por qué está atado el
superista
?
—Ha sido arrestado acusado de traición, santidad —respondió Lotario.
—¿Traición? El
superista
es mi leal servidor. No hay nadie en quien confíe más.
Anastasio habló por primera vez.
—La traición no es contra vuestro trono, santidad, sino contra el trono imperial. Geroldo es acusado de conspirar para entregar Roma al control griego.
—¡Absurdo! ¿Quién hace esa acusación infundada?
Desde atrás de Anastasio apareció Daniel y fijó en Juana una mirada de malévolo triunfo.
—Yo la hago —dijo.
En la intimidad de sus aposentos, Juana se puso a resolver el problema tratando de encontrar un modo de reaccionar. Comprendía que estaba ante un complot diabólicamente inteligente. Como pontífice, ella no podía ser llevada a juicio. Pero Geroldo sí. Y si lo encontraban culpable, la implicarían a ella también. El plan tenía la marca característica de Anastasio.
«Pues bien, no se saldrá con la suya». Levantó la barbilla en gesto de desafío. Que Anastasio hiciera lo que pudiera. No ganaría. Ella seguía siendo papa, con poder y recursos propios.
El gran triclinio era una adición relativamente nueva al
Patriarchium
, pero ya había adquirido importancia histórica. La pintura de sus paredes no había terminado de secarse cuando el abuelo de Lotario, Carlomago, y el papa León III se habían reunido allí para forjar un acuerdo histórico que elevaba a Carlos de rey de Francia a emperador del Sacro Imperio Romano, y cambiaba la faz del mundo para siempre.
Los cincuenta y cinco años que habían pasado desde entonces no habían borrado el esplendor del salón. Sus tres grandes ábsides estaban cubiertos con losas de mármol blanco sin mácula y adornados con columnas de pórfido finamente tallado, con adornos de maravillosa complejidad. Por encima del revestimiento de mármol, las paredes estaban cubiertas con coloridos murales que ilustraban episodios de la vida del apóstol Pedro. Pero todas estas maravillas palidecían ante el gran mosaico que descansaba sobre el arco del ábside central. En él estaba representado san Pedro en su trono, rodeado por una aureola redonda de santo. A su derecha se arrodillaba el papa León, y a su izquierda el emperador Carlos, éstos tenían las cabezas rodeadas por una aureola cuadrada, signo de los vivos porque estaban con vida durante la construcción del triclinio.
Al frente del salón, Juana y Lotario estaban sentados en sendos tronos cuajados de piedras preciosas. Parecían sedentes pariter porque estaban sentados con igual ceremonia; los dos tronos habían sido cuidadosamente situados uno al lado del otro, al mismo nivel los dos, para no darle ninguna superioridad a uno sobre el otro. Los arzobispos, cardenales y abades de Roma estaban sentados frente a ellos en sillas de respaldo alto, de diseño bizantino, con almohadones de terciopelo verde. Los otros sacerdotes, los
optimates
y los jefes francos y romanos estaban de pie atrás, llenando cada palmo del gran salón.
Cuando todos estuvieron en su lugar, Geroldo fue conducido por hombres de Lotario, con las manos todavía atadas, frente a ellos. Los labios de Juana se apretaron cuando vio moretones oscuros en la cara y cuello de Geroldo; evidentemente, le habían pegado. Lotario se dirigió a Daniel:
—Adelántate, jefe militar, y pronuncia tu acusación de modo que todos podamos oírla.
—Oí que el
superista
le decía al papa Juan —dijo Daniel— que Roma debería formar una alianza con los griegos para poder liberar a la ciudad de la dominación franca.
—¡Mentiroso! —gruñó Geroldo, por lo que fue inmediatamente recompensado con un fuerte bofetón por uno de los guardias.
—¡Alto! —dijo Juana con rudeza dirigiéndose al guardia. Y a Geroldo—: ¿Niegas esos cargos,
superista
?
—Sí. Son falsos y maliciosos.
Juana aspiró con fuerza. Debía jugar sus cartas ahora o nunca. Hablando en voz alta para que todos pudieran oírla, dijo:
—Confirmo el testimonio del
superista
.
Hubo un murmullo escandaloso entre la asamblea de prelados. Al responder de este modo, el papa Juan había pasado de ser juez a acusado, poniéndose a efectos del juicio al lado de Geroldo. Pascual, el
primicerius
, intervino con acento razonable.
—Santidad, la acusación no pide que la apoyéis o neguéis. Recordad las palabras del gran Carlos:
Judicare non audemos
. No se os está juzgando aquí, ni podéis ser juzgado por ninguna corte terrestre.
—Lo sé, Pascual. Pero estoy preparado para responder a estas acusaciones por mi propia voluntad, para liberar el espíritu de los hombres de cualquier sospecha injusta. —Le hizo una señal a Florentino, el
vestiarius
.
Siguiendo disposiciones acordadas previamente, Florentino se adelantó portando un gran volumen de magnífica encuadernación; era el libro de los Evangelios, que contenía la palabra sagrada de los apóstoles Juan, Lucas, Marcos y Mateo. Juana cogió el libro con reverencia. Con una voz resonante, declaró:
—Sobre estos Evangelios, en los que la palabra de Dios es revelada, juro ante Dios y san Pedro que esa conversación nunca tuvo lugar. Si no estoy diciendo la verdad, que Dios me fulmine en este mismo momento.
El gesto teatral pareció funcionar. Durante un largo rato no hubo ningún sonido.
Se adelantó Anastasio, tomando posición junto a Daniel.
—Yo me ofrezco como sacramental por este hombre —declaró con audacia.
Juana sintió que su ánimo decaía. Anastasio había respondido con el contragolpe perfecto. Había invocado la ley de
conjuratio
, según la cual la culpa o la inocencia se probaban por la cantidad de sacramentales, o garantes de juramento, que pudiera sumar cada lado para apoyar la palabra dada.
Evaluando la situación rápidamente, Arsenio se levantó de su asiento y se unió a su hijo. Uno por uno, otros se adelantaron lentamente a ponerse al lado de ellos. Jordano, el
secundicerius
, que se había opuesto a Juana en la cuestión de la escuela para mujeres, estaba entre ellos. También Víctor, el
sacellarius
.
Juana recordó con amargura las repetidas advertencias de Geroldo de tomar las cosas con más calma y ser más atenta con sus oponentes. En su ansiedad por hacer las cosas, no había tenido en cuenta su consejo.
Y en aquel momento pagaba las consecuencias.
—Yo serviré como sacramental para el
superista
—dijo una voz clara desde el fondo del salón.
Juana y los otros vieron a Radoin, segundo al mando de la guardia papal, abriéndose paso entre la multitud. Con aire marcial se puso al lado de Geroldo. Su iniciativa dio valor a otros; se adelantaron Juviano, el mayordomo principal, y los cardenales José y Teodoro, seguidos por seis obispos
suburbicani
, así como varias docenas de clérigos menores que, por estar más cerca del pueblo, podían apreciar mejor lo que Juana había hecho por ellos. El resto de la asamblea se quedó donde estaba, sin comprometerse.
Cuando todos los que quisieron hacerlo se hubieron adelantado se hizo la cuenta: cincuenta y tres hombres del lado de Geroldo y setenta y cuatro del de Daniel. Lotario se aclaró la garganta.
—El juicio de Dios se ha hecho manifiesto. Adelántate,
superista
, para recibir tu sentencia.
Los guardias fueron hacia Geroldo, pero éste se los quitó de encima con un gesto.
—La acusación es falsa, no importa cuántos quieran perjurar apoyándola. Reclamo el derecho a la ordalía.
Juana contuvo el aliento. Allí, en la parte sur del imperio, la ordalía era por fuego, no por agua. Un acusado tenía que caminar descalzo sobre una hilera de seis metros de rejas de arado calentadas al rojo. Si lo lograba, era juzgado inocente. Pero eran muy pocos los que sobrevivían a la ordalía.
Lo miró y los ojos de Geroldo le transmitieron un mensaje urgente: «No intentes detenerme».
Quería sacrificarse por ella. Si lograba vencer al fuego, su inocencia (y la de ella) quedaría probada. Pero casi con seguridad moriría en el intento.
«Igual que Hrotrud», pensó Juana. Con el recuerdo de la horrible muerte de la partera del pueblo se le ocurrió una idea.
—Antes de seguir adelante —dijo—, hay algunas preguntas que quisiera hacerle al jefe militar.
—¿Preguntas? —dijo Lotario con un gesto de irritación.
Anastasio protestó.
—Esto es altamente irregular. Si el
superista
desea someterse a la ordalía está en su derecho. O, santidad, ¿dudáis de la equidad de la justicia divina?
Juana respondió sin alzar la voz.
—En lo más mínimo. Tampoco desdeño la razón, don de Dios. ¿Qué daño puede haber en hacer unas pocas preguntas?
Incapaz de encontrar una respuesta razonable, Anastasio se encogió de hombros y se calló. Pero en su rostro había malestar.
Juana frunció el ceño concentrándose para recordar las seis preguntas evidenciarias de Cicerón.
«
Quis
».
—¿Quién —le preguntó a Daniel— aparte de ti, fue testigo de la supuesta conversación?
—Nadie —respondió él—. Pero el testimonio de estos sacramentales garantiza mi palabra.
Juana pasó a la pregunta siguiente.
«
Quomodo
».
—¿Cómo pudiste oír una conversación tan privada?
Daniel vaciló sólo un momento antes de responder.
—Pasaba por el triclinio camino del dormitorio. Al ver la puerta abierta fui a cerrarla. Fue entonces cuando oí hablar al
superista
.
«
Ubi
».
—¿Dónde estaba el
superista
en ese momento?
—Delante del trono.
—¿Más o menos donde está ahora?
—Sí.
«
Quando
».
—¿Cuándo sucedió esto?
Daniel se ahuecó nerviosamente el cuello de su túnica. Las preguntas venían tan rápido que no le daban tiempo para pensar.
—Eh… en la festividad de Santa Ágata.
«
Quid
».
—¿Qué fue exactamente lo que oíste?
—Ya se lo he dicho a la corte.
—¿Fueron ésas las palabras exactas del
superista
o un resumen aproximado de la conversación?
Daniel sonrió. ¿El papa Juan lo creía tan estúpido como para caer en una trampa tan simple? Dijo con firmeza:
—Reproduje las palabras del
superista
exactamente como las dijo.
Juana se sentó más adelante en el trono.
—A ver si te he entendido, Daniel. Según tu testimonio, el día de Santa Ágata estabas en la puerta del triclinio y oíste palabra por palabra una conversación en la que el
superista
me decía que Roma debía aliarse con los griegos.
—Correcto —dijo Daniel.
Juana se volvió hacia Geroldo.
—¿Dónde estabas el día de Santa Ágata,
superista
? —preguntó.
—Estaba en Tívoli —respondió Geroldo—, terminando los trabajos del acueducto Marciano.
—¿Hay alguien que pueda dar testimonio de ello?
—Docenas de hombres que trabajaron conmigo ese día. Todos pueden dar testimonio de mi paradero ese día.
—¿Cómo explicas eso, jefe militar? —le preguntó Juana a Daniel—. No se puede estar en dos lugares al mismo tiempo.
Daniel ahora estaba muy pálido.
—Eh… eh… —tartamudeó, buscando desesperadamente una respuesta.
—¿Podrías haberte equivocado en la fecha, jefe militar? —lo ayudó Anastasio—. Después de tantos meses, un detalle tan pequeño podría ser difícil de recordar.
Daniel aprovechó la sugerencia.
—Sí, sí. Ahora que lo pienso, sucedió algo antes… en la festividad de San Ambrosio, no en la de Santa Ágata. Me equivoqué sin querer.
—Donde hubo un error puede haber otros —respondió Juana—. Volvamos a tu testimonio. Dices que oíste cada palabra que fue pronunciada mientras estabas junto a la puerta.
—Sí —respondió Daniel lentamente, ya más desconfiado.
—Tienes buen oído, jefe militar. Por favor, demuéstranos esa extraordinaria agudeza repitiendo la hazaña.
—¿Qué? —Daniel estaba completamente desconcertado.