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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (56 page)

El obispo de Ostia se adelantó portando la corona sobre un almohadón de seda blanca. Juana contuvo el aliento cuando alzó la corona sobre ella. Sintió el peso del círculo de oro sobre su cabeza.

No pasó nada.

—¡Larga vida a nuestro ilustre señor Juan Ánglico, nombrado por Dios nuestro obispo y papa universal! —gritó Eustaquio.

El coro cantó laudes y Juana hizo frente a la asamblea.

Al salir al pórtico de la basílica la recibió un trueno de vítores. Miles de personas habían estado esperando durante horas bajo el sol ardiente para saludar al recién consagrado papa. Era voluntad de ellos que llevara la corona. Y en aquel momento confirmaban esa voluntad en un gran coro de aclamación:

—¡Papa Juan! ¡Papa Juan! ¡Papa Juan!

Juana alzó las manos y sintió que su espíritu empezaba a animarse. La epifanía, que sólo un día antes había luchado por alcanzar, en aquel momento llegaba sin que la pidiera ni buscara. Dios había permitido que sucediera, así que no podía ir contra su voluntad. Toda duda y ansiedad quedaron desvanecidas, reemplazadas por una gloriosa y resplandeciente certidumbre: «Este es mi destino y éste es mi pueblo».

La consagraba el amor que sentía por ellos. Los serviría en el nombre del Señor todos los días de su vida.

Y quizás al final Dios la perdonaría.

A poca distancia, Geroldo miraba a Juana con asombro. Estaba iluminada, transformada por una felicidad inexpresable, su rostro era como una hermosa luz. Sólo él, por conocerla tan bien, podía adivinar la consagración interior y secreta de su espíritu, mucho más importante que la ceremonia formal que la había precedido. Al verla recibir la aclamación del pueblo, su propio corazón se desgarraba ante una verdad insoportable: estaba perdiendo para siempre a la mujer que amaba y al mismo tiempo nunca la había amado más.

Veintisiete

El primer acto de Juana como papa fue realizar un recorrido a pie por la ciudad. Acompañada por un cortejo de
optimates
y guardias, visitó los siete distritos eclesiásticos, saludando a la gente y escuchando sus quejas y necesidades.

Al acercarse al fin del recorrido, Desiderio, el archidiácono, le indicó la Vía Lata, que se alejaba del río.

—¿Y el Campo de Marte? —dijo ella.

Los miembros del cortejo se miraron consternados. El Campo de Marte era la parte baja, pantanosa, sin vientos, a orillas del Tíber, donde vivían los más pobres de Roma. En los grandes días de la República había estado dedicado a la adoración del dios pagano Marte. Sus calles, antaño espléndidas, eran recorridas por perros hambrientos, mendigos en harapos y ladrones.

—No nos atrevemos a aventurarnos allí, santidad —protestó Desiderio—. El sitio está lleno de cólera y tifus.

Pero Juana ya marchaba hacia el río, flanqueada por Geroldo y los guardias. Desiderio y los otros no tuvieron más remedio que seguirlos.

En las sucias callejuelas que terminaban en el río se alineaban las
insulae
, estrechos asentamientos de pobres, con sus maderas podridas combándose hacia dentro como los lomos de viejos caballos de tiro. Algunas de ellas se habían derrumbado; los montones de madera inútil yacían donde habían caído, bloqueando el paso. Encima se extendían los arcos en ruinas del acueducto Marciano, en su época una de las maravillas de ingeniería del mundo. Por sus muros rotos goteaba agua sucia que se reunía al pie en negros charcos, criaderos de enfermedades.

Grupos de mendigos se agachaban alrededor de calderos con comida maloliente que hervía sobre pequeños fuegos de ramas y estiércol. Las calles estaban cubiertas de una capa de limo dejado por las repetidas crecidas del Tíber. La basura y los excrementos tapaban los desagües; subía un hedor que el calor del verano hacía insoportable, atrayendo enjambres de moscas, ratas y otras alimañas.

—Santo Dios —murmuró Geroldo a sus espaldas—. Esto es un infierno.

Juana conocía la cara de la pobreza, pero nunca había visto nada igual a aquella miseria embrutecedora.

Dos niños estaban en cuclillas ante un fuego sobre el que se cocinaba algo. Sus túnicas estaban tan gastadas que Juana podía ver el blanco de la piel bajo ellas; sus pies descalzos estaban envueltos en tiras de trapos sucios. Uno, un chico, estaba evidentemente enfermo de fiebre; pese al calor, no paraba de temblar. Juana se quitó la capa de lino y lo envolvió tiernamente con ella. El chico frotó la mejilla contra la tela, que debía de ser lo más suave que había sentido en su vida.

Sintió que alguien tiraba de su túnica. El menor de los dos niños, una pequeña con cara de querubín de ojos redondos, la miraba con expresión interrogativa.

—¿Eres un ángel? —gorjeó su vocecita.

Juana cogió con dos dedos la barbilla de la niña.

—Tú eres un ángel, pequeña.

Dentro de la olla, un trozo pequeño de una carne correosa no identificable empezaba a oscurecerse. Una mujer joven con cabello amarillo lacio se acercaba con paso cansino desde el río cargando un cubo de agua. ¿La madre de los niños?, se preguntó Juana. Era poco más que una niña ella también, seguramente de no más de dieciséis años.

Los ojos de la joven se encendieron de esperanza al ver a Juana y los otros prelados.

—¿Limosna, buenos padres? —Tendió una mano tiznada—. ¿Una monedita por el amor de mis hijos? —Juana hizo una seña a Víctor, el sacellarius, quien puso un denario de plata en la mano de la mujer. Con una mueca de felicidad, la mujer dejó el cubo en el suelo para guardarse la moneda.

En el agua del cubo flotaba la suciedad.

«¡Benedícite!», pensó Juana. La suciedad de aquella agua era sin duda lo que había enfermado al chico. Pero con el acueducto en ruinas, ¿qué alternativa tenía la madre? Tenía que usar el agua contaminada del Tíber o morir de sed.

Para entonces otros habían empezado a notar la presencia de Juana y su cortejo. Se amontonaban alrededor, ansiosos por saludar a su nuevo papa. Juana fue hacia ellos tratando de tocar y bendecir a tantos como fuera posible. Pero la muchedumbre crecía y se apretaba tanto que apenas si podía moverse. Geroldo dio órdenes; los guardias hicieron retroceder a la gente abriendo un camino y el cortejo papal se retiró de vuelta hacia la Vía Lata, al sol y a la brisa, al aire saludable de la colina Capitolina.

—Debemos reconstruir el acueducto Marciano —dijo Juana durante una reunión con los
optimates
a la mañana siguiente.

Las cejas de Pascual se arquearon por la sorpresa.

—La restauración de un edificio cristiano sería un modo más apropiado de iniciar vuestro papado, santidad.

—¿Qué necesidad tienen los pobres de más iglesias? —respondió ella—. Roma tiene muchas iglesias. Pero un acueducto que funcione podría salvar muchísimas vidas.

—El proyecto es dudoso —dijo Víctor, el sacellarius—. Podría ser imposible.

No lo negó. Reconstruir el acueducto sería una empresa monumental, quizás imposible dado el lamentable estado de la ingeniería de la época. Los libros en que se guardaba la sabiduría acumulada por los antiguos sobre aquellas complicadas construcciones se habían perdido o destruido hacía siglos. Las páginas de pergamino en las que habían sido trazados los valiosos planos habían sido raspadas para utilizarlas en homilías cristianas y vidas de santos y mártires.

—Debemos intentarlo —dijo con firmeza—. No podemos permitir que la gente siga viviendo en esas lamentables condiciones.

Los otros guardaron silencio, no porque estuvieran de acuerdo sino porque sería poco político oponerse cuando era evidente que la decisión del apostólico estaba tomada. Al cabo de un rato, Pascual preguntó:

—¿En quién pensáis para dirigir la construcción?

—En Geroldo —respondió Juana.

—¿El
superista
? —Pascual parecía sorprendido.

—¿Quién si no? Él dirigió la construcción de la Muralla Leonina, de la cual muchos opinaban también que sería una obra imposible.

En las semanas transcurridas desde su coronación había percibido la creciente desdicha de Geroldo. Era una situación difícil para los dos porque estaban cerca uno del otro todo el tiempo. Ella, al menos, tenía su trabajo y un claro sentido de su misión y objetivo. Pero Geroldo estaba aburrido e inquieto. Juana lo sabía sin que él se lo dijera; nunca habían necesitado hablar para saber lo que sentía el otro.

Cuando lo vio, le expuso su idea de reconstruir el acueducto. Él quedó pensativo.

—Cerca de Tívoli el acueducto corre bajo tierra, pasando por túneles una serie de colinas. Si esa sección se ha derrumbado no será fácil repararla.

Juana sonrió al ver que él ya había aceptado la idea y preveía los problemas que encontraría.

—Si alguien puede hacerlo, eres tú.

—¿Estás segura de que es lo que quieres?

Los ojos de Geroldo encontraron los suyos con una mirada en la que el deseo era inconfundible.

Ella sintió su propia respuesta de deseo. Pero no se atrevió a dejar ver sus sentimientos. Reconocer su intimidad, aun en privado, sería provocar el desastre. Habló en tono neutro.

—No se me ocurre qué otra cosa sería más beneficiosa para el pueblo.

—Muy bien, entonces —dijo él apartando la vista—. No prometo nada. Veré si es posible. Y haré todo lo que pueda para que el acueducto vuelva a funcionar.

—Es todo lo que pido —dijo ella.

Empezaba a comprender de un modo enteramente nuevo lo que significaba ser papa. Aunque nominalmente era una posición de gran poder, en la realidad estaba cargada de obligaciones. Su tiempo estaba completamente ocupado por la abrumadora ronda de deberes litúrgicos. El Domingo de Ramos bendijo y distribuyó palmas delante de San Pedro. El Jueves Santo lavó los pies de los pobres y les sirvió comida con sus propias manos. En la festividad de San Antonio se situó delante de la catedral de Santa María la Mayor y roció con agua bendita los bueyes, caballos y mulas que habían llevado sus dueños. El tercer domingo después de Adviento impuso las manos sobre cada uno de los que iban a ordenarse sacerdotes, diáconos y obispos.

También estaba la misa diaria que oficiar. Determinados días era la misa estacional, precedida por una procesión a través de la ciudad hasta la iglesia titular en la que se oficiaba el servicio, deteniéndose en el camino a oír a los peticionarios; la procesión y el servicio ocupaban casi todo el día. Había más de noventa misas estacionales, incluyendo las fiestas marianas, las cuatro témporas, la Navidad de Cristo, la septuagésima y sexagésima, y casi todos los domingos y ferias de Cuaresma.

Había días de fiesta en honor de los santos Pedro, Pablo, Lorenzo, Inés, Juan, Tomás, Lucas, Andrés y Antonio, así como la Natividad, la Anunciación y la Asunción de la Virgen María. Éstas eran fiestas fijas, lo que significaba que caían el mismo día cada año, como la Navidad de Cristo y la Epifanía. La Oblación, la festividad del trono de san Pedro, la Circuncisión de Cristo, la Natividad de san Juan Bautista, la de san Miguel, el día de Todos los Santos y la Exaltación de la Cruz también eran fiestas fijas. En cambio, la Pascua, el más sagrado de los días del año cristiano, era una fiesta móvil; su lugar en el calendario seguía el momento de la luna llena eclesiástica, como sus celebraciones «satélites»: Martes de Carnaval, Miércoles de Ceniza, la Ascensión y Pentecostés.

Cada una de estas festividades cristianas era observada al menos con cuatro días de celebración: la vigilia o víspera de la fiesta; la fiesta misma; el día siguiente; y la octava, esto es, el octavo día subsiguiente. En total había ciento setenta y cinco fiestas cristianas al año, dedicadas a un ceremonial complicado y prolongado.

Todo lo cual dejaba a Juana muy poco tiempo para gobernar o para hacer las cosas que tanto le habían importado: mejorar el destino de los pobres y promover la educación del clero.

En agosto, la ardua rutina litúrgica fue interrumpida por un sínodo. Asistieron sesenta y siete prelados, incluyendo a todos los
suburbicarii
, u obispos provinciales, así como cuatro obispos francos enviados por el emperador Lotario.

Dos de los asuntos tratados en este sínodo tenían interés particular para Juana. El primero era la
intinctio
, la práctica de administrar la comunión mojando el pan eucarístico en el vino en lugar de compartirlo por separado. En los veinte años transcurridos desde que Juana hubiera introducido la idea en Fulda como un medio de prevenir la difusión de enfermedades, se había vuelto tan popular que en Franconia era una costumbre casi universal. El clero romano, que por supuesto no tenía conocimiento de la relación de Juana con aquello, veía con suspicacia la práctica novedosa.

—Es una transgresión de la ley divina —dijo el obispo de Castrum con indignación—. Pues las Sagradas Escrituras claramente afirman que Cristo dio su cuerpo y sangre separadamente a sus discípulos.

Hubo gestos de asentimiento en todo el salón.

—Mi señor obispo dice la verdad —dijo Pothos, obispo de Trevi—. La práctica no tiene precedente en los escritos de los Padres y por ello debe ser condenada.

—¿Debemos condenar una idea sólo porque es nueva? —preguntó Juana.

—En todas las cosas debemos guiarnos por la sabiduría de los antiguos —respondió Pothos gravemente—. La única verdad de la que podemos estar seguros es la que fue probada en el pasado.

—Todo lo que es viejo empezó siendo nuevo —señaló Juana—. Lo nuevo siempre precede a lo viejo. ¿No es necio denostar lo que precede y elogiar lo que sigue?

El entrecejo de Pothos se frunció mientras su cerebro combatía con esta difícil dialéctica. Como la mayoría de sus colegas, no estaba preparado para el debate y la argumentación clásicos; sólo se sentía cómodo cuando citaba autoridades.

Siguió una prolongada discusión. Juana habría podido, por supuesto, imponer su voluntad por decreto, pero prefería la persuasión a la tiranía. Al final, sus argumentos convencieron a los obispos. La
inctintio
seguiría practicándose en Franconia, al menos por el momento.

El siguiente asunto a tratar tenía un profundo interés personal para Juana porque involucraba a su viejo amigo Gottschalk, el monje oblato cuya libertad había ayudado a obtener. De acuerdo con el informe de los obispos francos volvía a tener graves problemas. Juana se entristeció por la noticia, pero no la sorprendió especialmente; Gottschalk era un hombre que cortejaba la desdicha con tanto ardor como un amante corteja a su dama.

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