En medio de este caos, León estaba ante las puertas de San Pedro, tan sólido e inmóvil como las mismas piedras de la gran basílica. Su presencia infundía ánimos a la gente. En tanto su papa estuviera allí no todo estaba perdido; todavía había esperanza. Siguieron combatiendo las llamas que avanzaban inexorablemente, haciendo retroceder sin piedad la línea de sudorosos y esforzados luchadores contra el incendio.
A la derecha de la basílica, la biblioteca del monasterio de San Martín estaba en llamas; fragmentos de pergamino encendido salían por las ventanas abiertas y llevados por el viento caían sobre el tejado de San Pedro.
Arighis tiró de la manga de León.
—Debéis iros ya, santidad, mientras haya tiempo.
Haciendo caso omiso de él, León siguió rezando.
«Llamaré a los guardias —pensó Arighis en su desesperación—. Haré que lo saquen por la fuerza». Como
vicedominus
tenía autoridad para hacerlo. Pero se debatía en la duda. ¿Acaso podía atreverse a desobedecer al apostólico, aunque fuera para salvarlo?
Vio el peligro antes que nadie. Un gran trozo de mantel de seda de un altar voló entre las paredes derrumbadas del monasterio, como una ola de fuego. El viento lo lanzó directamente hacia León con la precisión de una flecha.
Arighis se arrojó sobre León y lo empujó. Un instante después la tela caía sobre la cara de Arighis, quemándole los ojos y envolviéndole la cabeza y el cuerpo. De inmediato sus ropas y cabellos se encendieron.
Ciego y sordo por las llamas, corrió por la escalinata de la basílica hasta que las piernas cedieron y cayó. En los últimos terribles momentos, cuando su cuerpo ya se quemaba aunque el cerebro permaneciera alerta, Arighis comprendió de repente: aquél era su destino, el momento del sacrificio hacia el que había estado dirigida toda su vida.
—¡Cristo Jesús! —gritó cuando el dolor insoportable le atravesó el corazón.
La nube de humo se levantó un poco y Geroldo vio delante la puerta abierta. Más allá, la imagen de Juana temblaba en el aire caldeado con su cabello muy rubio como un halo de luz. Con un esfuerzo final Geroldo se levantó con los niños al hombro y se lanzó a través de la puerta.
Juana lo vio emerger de entre la niebla de humo y correr hacia ella. Ayudó a los niños que lloraban y los apretó contra su cuerpo mientras sus ojos seguían fijos en Geroldo, que se balanceaba frente a ella, incapaz de hablar o moverse.
—Gracias a Dios —dijo Juana simplemente.
Pero el mensaje de sus ojos decía mucho más.
Dejaron los niños al cuidado de un grupo de monjas y corrieron hacia la basílica, donde Geroldo vio de inmediato que los que luchaban contra el fuego se habían situado en una línea equivocada; combatían las llamas desde demasiado cerca.
Tomó el mando. Ordenó a los hombres que se pusieran a una mayor distancia y crearan un cortafuego arrancando arbustos, quitando ramas y todo lo que pudiera arder, removiendo la tierra y mojándola.
Al ver las chispas que caían sobre la basílica, Juana cogió el cubo de agua de un monje que pasaba y subió con él al tejado.
Otros la siguieron: dos, cuatro, diez. Formaron una cadena humana, pasándose cubos llenos de abajo arriba y devolviéndolos vacíos. Pasar, arrojar, pasar, llenar, pasar, arrojar, pasar, llenar… trabajaron codo con codo, con los brazos doloridos por el esfuerzo; las ropas y las caras tiznadas; las bocas abiertas respirando el aire caliente. En el suelo bajo ellos, el fuego se acercaba, las llamas se deslizaban sobre la hierba que se ennegrecía en un instante. Geroldo y los hombres trabajaban desesperadamente por aumentar el ancho del cortafuego.
En los escalones de la basílica, León hizo la señal de la cruz y su cara se volvió implorante hacia el cielo.
—¡Oh! Señor Dios —rezó—. ¡Oye nuestro clamor hacia Ti!
El fuego llegó a la línea de tierra removida. Las llamas se hincharon como si se dispusieran a saltar sobre el terreno vaciado. Geroldo y sus hombres atacaron con más cubos de agua. Las llamas vacilaron, retrocedieron silbando con furia y empezaron a consumirse.
La basílica estaba salvada.
Juana sintió en la cara la reconfortante humedad de las lágrimas.
Los primeros días después del incendio se emplearon en enterrar a los muertos, al menos aquellos cuyos cuerpos pudieron encontrarse. El intenso calor del fuego había reducido a muchas de sus víctimas a huesos calcinados y ceniza.
Arighis, como correspondía a su alta posición, fue enterrado con solemne ceremonia. Tras la misa de difuntos celebrada en Letrán su cuerpo fue colocado en una cripta en una pequeña capilla cerca de las tumbas de los papas Gregorio y Sergio.
Juana lloró su muerte. No siempre se había llevado bien con Arighis, especialmente al principio, pero habían llegado a respetarse. Echaría de menos su callada eficiencia, su completo conocimiento de cada detalle del complicado funcionamiento interno del
Patriarchium
, y hasta la tranquila altivez con que había llevado a cabo los deberes de su cargo. Era adecuado que descansara por toda la eternidad cerca de los apostólicos a quienes había servido con tanta devoción.
Tras observarse los días de duelo, empezó la contabilidad de los daños causados por el incendio. La Muralla Leonina, donde al parecer se había iniciado el fuego, había sufrido sólo daños menores, pero unas tres cuartas partes del Borgo habían quedado completamente destruidas. Los distritos extranjeros y sus iglesias habían quedado reducidos a poco más que escombros ennegrecidos.
Que la basílica de San Pedro hubiera sobrevivido al incendio era prácticamente un milagro y como tal fue considerado. El papa León había detenido el fuego, se decía, haciendo la señal de la cruz contra las llamas que avanzaban. Esta versión de los hechos fue aceptada con entusiasmo por el pueblo romano, muy necesitado de una confirmación de que Dios no se había vuelto contra ellos.
Encontraron una afirmación de su fe en el milagro de León, atestiguado con fervor por todos los presentes. De hecho, la cantidad de testigos crecía cada día que pasaba, hasta que fue como si toda Roma hubiera estado en San Pedro aquella madrugada.
Toda crítica contra León quedó olvidada. Era un héroe, un profeta, un santo, la encarnación viviente del espíritu de San Pedro. El pueblo se regocijaba con él porque sin duda alguna un papa que había logrado semejante milagro podría protegerlos también de los infieles sarracenos.
El regocijo no fue universal. Cuando llegó la noticia del milagro de León a la iglesia de San Marcelo, las puertas se cerraron de inmediato. Todos los bautismos se pospusieron, todas las citas se cancelaron; a los que preguntaban se les decía que no se admitiría a nadie ante el cardenal Anastasio porque se había indispuesto súbitamente.
Juana trabajaba día y noche, distribuyendo ropa, medicinas y otros elementos a los hospicios y casas de caridad de la ciudad.
Los hospicios estaban llenos con las víctimas del fuego y faltaban médicos para atenderlos a todos, por lo que ella echaba una mano cuando podía. Algunos cuerpos quemados y ennegrecidos no tenían cura; había poco que pudiera hacer por ellos salvo administrar dosis de amapola, mandrágora y beleño para aliviar los dolores de la agonía. Otros tenían quemaduras que los desfiguraban y que amenazaban con infectarse; a éstos les aplicaba emplastos de miel y áloe, conocidos específicos para quemaduras. Otros, con el cuerpo no afectado por el fuego, sufrían por haber aspirado demasiado humo. Yacían en medio de tormentos luchando por la vida con cada aliento.
Destrozada por el efecto acumulado de tanto horror y muerte Juana tuvo otra vez una crisis de fe. ¿Cómo podía dejar que pasara algo así un Dios bueno y benévolo? ¿Cómo podía atacar de modo tan terrible incluso a niños y criaturas, que no podían ser culpables de ningún pecado?
Su corazón se sentía turbado por la sombra de las antiguas dudas que volvían a proyectarse sobre ella.
Una mañana estaba reunida con León, para disponer la apertura de los almacenes papales a las víctimas del incendio, cuando entró inesperadamente Waldipert, el nuevo
vicedominus
. Era un hombre alto y huesudo de piel pálida y cabello rubio, lo que revelaba su origen lombardo. A Juana le resultaba raro ver a aquel extraño con el uniforme y el puesto de Arighis.
—Santidad —dijo Waldipert con una reverencia—, hay dos ciudadanos fuera que piden audiencia inmediata.
—Que esperen —respondió León—. Ya escucharé su petición.
—Perdón, santidad —insistió Waldipert—. Creo que deberíais oír lo que tienen que deciros.
León arqueó una ceja. Si hubiera sido Arighis habría aceptado su palabra sin dudarlo porque el juicio de Arighis era de fiar, mientras que Waldipert era nuevo y sin experiencia; desconocía todavía las limitaciones de su cargo, lo que podía llevarlo a excederse.
El papa vaciló, pero decidió concederle a Waldipert el beneficio de la duda.
—Muy bien. Que pasen.
El
vicedominus
volvió a hacer una reverencia y salió; poco después entró con un cura y un muchacho. El cura era moreno y de complexión robusta. Juana reconoció en él a un pilar de la fe, uno de los muchos que trabajaban en honorable y modesta oscuridad en las iglesias menores de Roma. El muchacho parecía, por su ropa, perteneciente a una de las órdenes menores: un lector o quizás un acólito. Era un chico guapo y fuerte, de quince o dieciséis años, con grandes ojos que en circunstancias normales debían de irradiar alegría, aunque en aquel momento estaban nublados por el dolor.
Los dos se postraron ante León.
—Levantaos —dijo León—. Decidnos por qué habéis venido.
El cura habló primero.
—Soy Pablo, santidad, por la gracia de Dios sacerdote vuestro de la casa de San Lorenzo en Damasco. Este joven, Domingo, vino hoy a la capilla pidiendo confesión auricular, servicio que le presté con gusto. Lo que me dijo fue tan asombroso que lo traje aquí para que os lo repita.
León frunció el ceño.
—El secreto de las confesiones no puede ser violado.
—Santidad, el chico viene aquí por su voluntad, porque siente gran angustia en su espíritu y en su corazón.
León se volvió hacia Domingo.
—¿Es cierto? Di la verdad porque no hay vergüenza en negarse a repetir los secretos de la confesión.
—Quiero decíroslo, Santo Padre —respondió con voz temblorosa el chico—. «Debo» decíroslo, por el bien de mi alma.
—Entonces adelante, hijo.
Los ojos de Domingo se llenaron de lágrimas.
—¡Yo no sabía, Santo Padre! —estalló—. ¡Juro por las reliquias de todos los santos que no sabía lo que iba a pasar o nunca lo habría hecho!
—¿Hecho qué, hijo? —preguntó León.
—Iniciar el fuego. —El chico estalló en violentos sollozos. Hubo un silencio extraño, roto sólo por el llanto de Domingo.
—¿Tú iniciaste el fuego? —preguntó León sin alzar la voz.
—Yo lo hice y que Dios me perdone.
—¿Por qué hiciste una cosa así?
El chico se tragó las lágrimas luchando por dominarse.
—Él me dijo que la construcción de la muralla era un gran mal porque el dinero y el tiempo que se perdían así deberían haberse usado para reparar iglesias y aliviar la desdicha de los pobres.
—¿Él? —dijo León—. ¿Alguien te ordenó iniciar el incendio?
El chico asintió con la cabeza.
—¿Quién?
—Mi señor cardenal Anastasio. Santo Padre, debió hablar por inspiración del diablo porque habló tan bien que me convenció de que era lo más justo y bueno.
Hubo otro largo silencio. León dijo seriamente:
—Ten cuidado con lo que dices, hijo mío. ¿Estás seguro de que fue Anastasio quien te dio la orden?
—Sí, Santo Padre. Debía ser un pequeño incendio —dijo Domingo con voz ahogada—, sólo para quemar los andamios de la muralla. Dios sabe que fue fácil: mojé unos trapos con aceite de lámpara, los puse bajo un extremo de los andamios y los encendí. Al principio ardieron sólo los andamios, como mi señor cardenal había dicho que sería. Pero entonces sopló el viento y… —Se dejó caer de rodillas—. ¡Oh, Dios santo! —gritó con desesperación—. ¡La sangre inocente! ¡No lo volvería a hacer ni aunque mil cardenales me lo ordenaran! —Se arrojó a los pies de León—: ¡Ayudadme, Santo Padre! ¡Ayudadme! —Alzó su rostro atormentado—: No puedo vivir con lo que he hecho. Pronunciad mi penitencia; soportaré cualquier muerte, por terrible que sea, para que mi alma vuelva a estar limpia.
Juana estaba inmóvil, paralizada por el horror y la piedad. A la lista de crímenes de Anastasio habría que añadir la perversión de la naturaleza de aquel chico. Su alma simple y honrada nunca habría querido cometer semejante crimen ni llevar su pesada carga en la conciencia.
León puso una mano en la cabeza del chico.
—Ya ha habido bastantes muertes, hijo mío. ¿Qué beneficio habría en agregar la tuya a la lista? No, Domingo, la penitencia que te impongo no es la muerte sino la vida: una vida de expiación y arrepentimiento. Desde el día de hoy no volverás a pisar suelo romano. Harás la peregrinación a Jerusalén donde puedes pedir el divino perdón rezando ante el Santo Sepulcro.
El chico alzó unos ojos donde se leía el desconcierto.
—¿Eso es todo?
—El camino del arrepentimiento nunca es fácil, hijo mío. El viaje será duro.
Eso, pensó Juana recordando su propia peregrinación desde Franconia a Roma, era más cierto de lo que el joven Domingo podía comprender. Tendría que vivir lejos de su tierra natal, separado de familia y amigos, de todo lo que hubiera conocido. En el camino a Jerusalén tendría que afrontar muchos peligros: montañas escarpadas y traicioneros abismos, caminos con ladrones y salteadores, hambre, sed y mil cosas más.
—Dedica tu vida al servicio altruista a tus hermanos —siguió León—. Condúcete en todo de tal modo que la suma de tus buenas acciones pese más en la balanza que este gran mal.
Domingo se arrojó al suelo y besó el bajo de la túnica de León. Se levantó, pálido y resuelto, con la cara transformada como si la hubiera lavado una lluvia celestial.
—Os obedeceré, Santo Padre. Haré exactamente lo que habéis ordenado. Lo juro por el sagrado cuerpo y la sangre de Cristo nuestro salvador.
León hizo una señal de bendición sobre él.
—Ve en paz, hijo mío.
Domingo y el cura salieron.
León dijo gravemente:
—El cardenal Anastasio viene de una familia poderosa: tenemos que hacerlo todo rigurosamente conforme a la ley. Redactaré un escrito especificando las acusaciones contra él. Juan, ven conmigo; puedo necesitar tu ayuda. Y, Waldipert…