—¡Es el hombre del emperador! —volvió a gritar la voz de antes—. ¡No queremos un hombre al servicio de los francos en el trono del papa!
—¡Es cierto! ¡Es cierto! —gritaron varias voces.
Anastasio subió a la plataforma. Extendió los brazos en un gesto dramático, acallando las voces:
—Conciudadanos romanos, me juzgáis mal. El orgullo de mis nobles ancestros romanos corre con tanta fuerza en mis venas como en las vuestras. ¡No doblo la rodilla ante ningún señor franco!
—¡Oídle, oídle! —gritaron con entusiasmo sus partidarios.
—¿Dónde estaba Lotario cuando el infiel estaba a nuestras puertas? —siguió Anastasio—. Al no acudir en nuestro auxilio perdió el derecho a llamarse «Protector de las tierras de san Pedro». Por su alto rango le debo honor a Lotario; por ser un cristiano, le debo cortesía; ¡pero mi lealtad está antes y siempre con la Madre Roma!
Había hablado bien. Sus partidarios volvieron a vitorearlo y esta vez se les unieron otros. La marea de la opinión estaba volcándose hacia Anastasio.
—¡Es mentira! —gritó Juana.
A su alrededor, las caras se volvieron hacia ella con sorpresa.
—¿Quién habla? —preguntó Pascual mirando entre la multitud—. Que el acusador se adelante.
Juana vaciló. Había gritado sin pensar, movida por la ira ante la hipocresía de Anastasio. Pero ya no podía echarse atrás. Con audacia subió a la plataforma.
—¡Vaya, pero si es Juan Ánglico! —dijo alguien.
Un murmullo de reconocimiento barrió la multitud; todos conocían o habían oído hablar del valor de Juana en las murallas durante el ataque sarraceno.
Anastasio le bloqueó el paso.
—No tienes derecho a dirigirte a esta asamblea —dijo—. No eres ciudadano romano.
—¡Que hable! —gritó una voz.
Otros la apoyaron y al fin Anastasio se vio obligado a hacerse a un lado.
—Expón tu acusación abiertamente, Juan Ánglico —dijo Pascual.
Encogiéndose de hombros Juana habló.
—El obispo Anastasio hizo un pacto con el emperador. Pude oírlo mientras prometía que conduciría a los romanos de vuelta al trono franco.
—¡Falso! ¡Mentiroso! —Los miembros del partido imperial empezaron a gritar en un intento por impedirle hablar.
Alzando la voz sobre ellos Juana relató cómo había oído a Lotario pedirle ayuda a Anastasio para que el pueblo romano hiciera el juramento de lealtad y cómo Anastasio había accedido, a cambio del apoyo de Lotario.
—Es una grave acusación —dijo Pascual—. ¿Qué respondes, Anastasio?
—Ante Dios digo que este cura está mintiendo —dijo Anastasio—. Y no creo que mis conciudadanos crean en un extranjero más que en un romano.
—¡Pero fuiste el primero en apoyar el juramento! —gritó alguien.
—¿Y qué? —respondió otro—. ¡Eso no prueba nada!
Siguió un prolongado griterío. El debate se acaloraba y el humor de la multitud iba hacia un lado y hacia el otro, mientras se sucedían los oradores apoyando o condenando a Anastasio.
—¡Mi señor
primicerius
! —Arighis, que hasta aquel momento no había hablado, se adelantó.
—
Vicedominus
. —Pascual se dirigió a Arighis con respeto, aunque con sorpresa. Aun siendo un devoto y leal funcionario del trono papal, Arighis nunca se metía en política— ¿Tienes algo que añadir a esta discusión?
—Sí. —Arighis se volvió para dirigirse a la multitud—: Ciudadanos de Roma, no estamos libres del peligro. Cuando llegue la primavera, los sarracenos pueden intentar otro asalto a la ciudad. Contra esta amenaza debemos unirnos. No puede haber divisiones entre nosotros. Aquel a quien elijamos como papa debe ser alguien a quien todos aprobemos.
Un murmullo de asentimiento recorrió a la multitud.
—¿Existe un hombre así? —preguntó Pascual.
—Existe —respondió Arighis—. Un hombre con visión y fortaleza, y también con saber y piedad: León, cardenal de la iglesia de los Cuatro Santos Coronados.
La sugerencia fue recibida con un profundo silencio. Todos habían estado tan absortos en discutir sobre los méritos de la candidatura de Anastasio que no se habían parado a considerar a nadie más.
—La sangre de León es tan noble como la de Anastasio —siguió Arighis—. Su padre es un respetado miembro del Senado. Ha cumplido con sus deberes de cardenal con distinción. —Arighis reservó su punto más fuerte para el final—: ¿Alguno de nosotros podrá olvidar que estuvo valientemente en las murallas durante el ataque sarraceno, alentando nuestro espíritu? Es un león de Dios, otro san Lorenzo, un hombre que puede protegernos y que nos protegerá del infiel.
La exigencia del momento había llevado a Arighis a una elocuencia que no era característica de él. En respuesta a la profundidad de sus sentimientos muchos en el público estallaron en un espontáneo aplauso.
Aprovechando la ocasión, los miembros del partido papal adoptaron al candidato.
—¡León! ¡León! —gritaron— ¡Queremos a León como nuestro señor!
Los partidarios de Anastasio volvieron a gritar su candidatura. Pero el sentimiento de la mayoría había cambiado, era evidente. Cuando se hizo claro que el partido imperial no se llevaría el triunfo, cambiaron su apoyo a León. Y así, por voto unánime, León fue proclamado papa.
Llevado en triunfo a hombros de sus compatriotas, León ascendió a la plataforma. Era un hombre bajo pero bien formado, todavía joven, con vigorosos rasgos romanos enmarcados entre el espeso cabello castaño rizado y con una expresión que sugería inteligencia y humor. Con solemnidad, Pascual se postró ante él y le besó los pies. Eustaquio y Desiderio lo imitaron de inmediato.
Todos los ojos se volvieron expectantes hacia Anastasio. Por una fracción de segundo vaciló. Obligó a sus rodillas a doblarse. Tendiéndose en el suelo, besó los pies del papa elegido.
—Levántate, noble Anastasio. —León le ofreció la mano, ayudándolo a ponerse de pie—. Desde hoy eres cardenal de San Marcelo.
Era un gesto generoso; San Marcelo era una de las mayores iglesias romanas. León hacía entrega a Anastasio de uno de los más prestigiosos cargos de Roma.
La multitud dio su aprobación.
Anastasio obligó a sus labios a formar una sonrisa mientras el gusto amargo de la derrota le llenaba la boca como si tuviera un puñado de cenizas.
—
Magnus Dominus et laudabilis nimis.
Las notas del introito entraban por la ventana del pequeño cuarto donde Juana guardaba sus medicamentos. Como San Pedro estaba en ruinas, la ceremonia de consagración se realizaba en la basílica de Letrán.
Juana debería haber estado en la iglesia con el resto del clero, presenciando la coronación de un nuevo papa. Pero había mucho que hacer allí, colgar las hierbas recién recogidas, rellenar jarras y frascos con las medicinas apropiadas, poner las cosas en orden. Cuando hubo terminado, examinó los estantes con sus filas bien ordenadas de pociones, hierbas y compuestos, palpable testimonio de todo lo que había aprendido en las artes de curar. Con un toque de nostalgia comprendió que echaría de menos aquel pequeño taller.
—Pensé que te encontraría aquí. —La voz de Geroldo sonó a sus espaldas.
El corazón de Juana dio un súbito salto de placer. Se volvió hacia él y sus ojos se encontraron.
—Tú —dijo Geroldo suavemente.
—Tú.
Se sonrieron con la calidez de una intimidad reestablecida.
—Es curioso —dijo él— Casi lo había olvidado.
—¿Olvidado?
—Cada vez que te veo… te descubro de nuevo.
Ella fue hacia él y se abrazaron con ternura.
—Las cosas que dije la última vez que estuvimos juntos… —murmuró Juana—. No quería…
Geroldo le puso un dedo en los labios.
—Déjame hablar a mí antes. Lo que sucedió fue culpa mía. Me equivocaba al pedirte que te fueras; ahora lo entiendo. No comprendía cuánto has logrado aquí… lo que has llegado a ser. Tú tenías razón, Juana. Nada que yo pueda ofrecerte puede compararse con esto.
«Salvo el amor», pensó Juana. Pero no lo dijo. Dijo simplemente:
—No quiero volver a perderte.
—No lo harás —dijo Geroldo—. No volveré a Benevento. León me ha pedido que me quede en Roma… como
superista
.
¡Superista!
Era un honor extraordinario, el más alto cargo militar en Roma; era el comandante en jefe de las milicias papales.
—Hay trabajo por hacer aquí, trabajo importante. El tesoro de San Pedro que arrancaron los sarracenos no hará más que alentarlos a volver por más.
—¿Crees que volverán?
—Sí. —A cualquier otra mujer le habría mentido para tranquilizarla. Pero Juana no era como cualquier otra mujer—. León necesitará nuestra ayuda, Juana. Tuya y mía.
—¿Mía? No veo qué puedo hacer yo.
Geroldo dijo lentamente:
—¿Nadie te lo ha dicho?
—¿Dicho qué?
—Que serás
nomenclator
.
—¿Qué? —No podía haber oído bien. El
nomenclator
era uno de los siete
optimates
, los más altos funcionarios de Roma: el ministro de la caridad, protector y guardián de viudas y huérfanos.
—¡Pero… soy un extranjero!
—Eso no le importa a León. No es un hombre que se deje llevar por tradiciones sin sentido.
Se le ofrecía la oportunidad de su vida. Pero aceptarla también significaría el fin de sus esperanzas de vivir con Geroldo.
Desgarrada entre deseos opuestos, Juana no se atrevía a hablar. Interpretando mal su silencio Geroldo dijo:
—No te preocupes, Juana. No volveré a molestarte con propuestas de matrimonio. Ahora sé que nunca podríamos estar juntos de ese modo. Pero será bueno volver a trabajar juntos, como hemos hecho antes. Siempre fuimos buenos amigos, ¿no?
A Juana la cabeza le daba vueltas; todo estaba saliendo de modo tan diferente a como lo había imaginado… Su voz, cuando respondió, era un susurro.
—Sí. Lo fuimos.
—
Sanctus, Sanctus, Sanctus.
—Las palabras del himno sacro llegaban a sus oídos por la ventana abierta.
La ceremonia de consagración había concluido; la misa estaba a punto de empezar.
—Ven —dijo Geroldo ofreciéndole la mano—. Vamos juntos a saludar a nuestro nuevo papa.
El nuevo pontífice emprendió sus tareas con un vigor juvenil que cogió a todos por sorpresa. De la noche a la mañana pareció como si el
Patriarchium
se hubiera transformado de un polvoriento palacio monástico en una fábrica llena de actividad. Notarios y secretarios corrían por los pasillos, con los brazos cargados de rollos de pergaminos en los que había planos, estatutos, reglamentos y beneficios.
La prioridad estaba en la fortificación de las defensas de la ciudad. A petición de León, Geroldo hizo un cuidadoso recorrido de las murallas, tomando nota de cada punto débil. Según sus sugerencias se trazaron planos y empezó el trabajo de reparar muros y puertas. Tres de las puertas y quince de las torres de la muralla fueron completamente reconstruidas. Se alzaron dos torres nuevas en las orillas del Tíber, donde el río entraba en la ciudad por la puerta de Porto. Entre cada torre se tendieron estratégicamente cadenas de hierro reforzado. Al cruzar el río, las cadenas formaban una barrera infranqueable para los barcos. Los sarracenos no podrían volver a entrar en la ciudad, por ese medio, al menos.
Seguía en pie la difícil cuestión de cómo proteger San Pedro. Para analizar el asunto, León convocó una reunión con el alto clero y los
optimates
, además de Geroldo y Juana.
Se presentaron varias sugerencias: apostar una guarnición permanente alrededor de la basílica, cerrar el pórtico, fortificar las puertas y ventanas con barrotes de hierro.
León escuchaba sin entusiasmo.
—Esas medidas sólo servirán para retrasar una entrada por la fuerza, no para impedirla.
—Con respeto, Santidad —dijo Anastasio—, el retraso es nuestra mejor defensa. Si podemos retrasar a los bárbaros hasta que lleguen las tropas del emperador…
—«Si» llegan… —dijo Geroldo secamente, interrumpiéndolo.
—Debes creer en Dios,
superista
—replicó Anastasio.
—¿Creer en Lotario, quieres decir? Pues no, no creo.
—Perdona,
superista
—dijo Anastasio con exagerada cortesía—, por señalar lo obvio, pero en realidad no hay nada más que podamos hacer por el momento ya que la basílica está fuera de los muros de la ciudad.
—Podemos ponerla dentro —dijo Juana.
Las cejas de Anastasio se arquearon en un gesto irónico.
—¿Qué propones, Juan… transportar todo el edificio piedra a piedra?
—No —respondió Juana—, propongo extender las murallas de la ciudad alrededor de San Pedro.
—¡Una nueva muralla! —. El interés de León se encendió.
—Totalmente impracticable —dijo Anastasio—. Un proyecto tan enorme no ha sido emprendido desde los tiempos de los antepasados.
—Entonces —dijo León— ya es hora de emprenderlo.
—¡No tenemos los fondos! —protestó Gracio, el
arcarius
o tesorero papal—. ¡Podríamos agotar todo el tesoro y el trabajo todavía estaría por la mitad!
León lo pensó.
—Crearemos nuevos impuestos. Después de todo, es normal que la nueva muralla, que servirá para la protección de todos, sea completada con ayuda de todos.
La mente de Geroldo ya se adelantaba.
—Podríamos empezar la construcción aquí —señaló un punto del mapa de la ciudad—, junto al castillo de Sant’Angelo. La muralla podría ir bordeando la colina del Vaticano —trazó una línea imaginaria con el dedo—, dar la vuelta a San Pedro y bajar en línea recta hasta el Tíber.
La línea en forma de herradura que había trazado incluía no sólo San Pedro y los monasterios y diáconos que lo rodeaban sino todo el Borgo, en el que estaban los prósperos poblados de sajones, frisios, francos y lombardos.
—¡Es toda una ciudad! —exclamó León.
—
Civitas Leonina
—dijo Juana.
Anastasio y los demás miraban con malhumor a León, Geroldo y Juana, que sonreían como conspiradores.
Después de semanas de consultas con los maestros constructores de la ciudad, se completó el diseño para la muralla. Era un proyecto ambicioso. Hecha con hiladas de piedra caliza y losas, la muralla tendría doce metros de alto y tres y medio de ancho, y estaría defendida por nada menos que cuarenta y cuatro torres; una barrera que podría soportar aun el más decidido asedio.