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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (46 page)

Se abrió la capilla y salió Geroldo.

—¿Eres tú entonces? —dijo admirado—. Pero ¿cómo…?

El criado los miraba con interés.

—Aquí no —dijo Juana.

Lo llevó al cuartito donde guardaba sus hierbas y medicinas. Una vez en el interior, encendió las lámparas de aceite de amapolas, las cuales los envolvieron en un círculo íntimo de luz.

Se miraron con el asombro del redescubrimiento. Geroldo había cambiado en los quince años desde que Juana lo había visto por última vez; el espeso cabello rojo estaba surcado de gris y había nuevas arrugas alrededor de los ojos azules y de su boca grande y sensual, pero seguía siendo el hombre más hermoso que ella había visto. Le bastaba mirarlo para que su corazón se desbocara.

Geroldo dio un paso hacia ella. De pronto estaban abrazados, apretándose tanto que Juana podía sentir los anillos metálicos de la malla de Geroldo a través de su gruesa túnica.

—Juana —murmuró Geroldo—. Mi queridísima, mi perla. Nunca creí que volvería a verte.

—Geroldo. —La palabra borró todo pensamiento razonable.

Con suavidad él pasó la punta de un dedo por la cicatriz de la mejilla izquierda de Juana.

—¿Los hombres del norte?

—Sí.

Se inclinó y la besó; sus labios en la mejilla de ella eran cálidos.

—Entonces, ¿te llevaron junto con Gisla?

«Gisla». Geroldo nunca debía saber, ella nunca debía decirle el horror que había caído sobre su hija mayor.

—Se llevaron a Gisla. Yo… logré escapar.

Geroldo no pudo ocultar su asombro.

—¿Cómo? ¿Y adónde? Mis hombres y yo rastreamos los alrededores buscándote y no encontramos huellas siquiera.

Brevemente le contó lo que había sucedido, al menos lo que pudo contar en un momento como aquél: su fuga hacia Fulda y su ingreso allí como Juan Ánglico, el casi descubrimiento de su identidad y su huida de la abadía, su peregrinación a Roma y su subsiguiente ascenso al puesto de médico del papa.

—Y en todo este tiempo —dijo Geroldo lentamente cuando ella terminó—, ¿nunca pensaste en avisarme?

Juana percibió el dolor y el desconcierto en su voz.

—Yo… no pensé que me quisieras. Richild me dijo que la idea de casarme con el hijo del herrero era tuya y que tú habías pedido que ella lo arreglara.

—¿Y la crer suste? —De pronto la soltó—. Dios santo, Juana, ¿no había entre nosotros algo más que eso?

—Yo… no sabía qué pensar. Te habías ido; no sabía bien por qué. Y Richild sabía… lo nuestro, lo que había pasado en el arroyo. ¿Cómo pudo saberlo si no se lo habías contado tú?

—No lo sé. Sólo sé que te quería como nunca quise a nadie… ni he querido después. —Su voz se endureció—. Hice correr a
Pistis
hasta agotarlo camino a casa, ansioso por volver a Villaris porque tú estabas ahí y estaba loco de impaciencia por verte… por pedirte que fueras mi esposa.

—¿Tu esposa? —Juana estaba aturdida—. Pero… Richild…

—Mientras estuve ausente sucedió algo, algo que me ayudó a ver qué vacío era mi matrimonio, qué importante eras tú para mi felicidad. Volvía dispuesto a decirte que me divorciaría de Richild y me casaría contigo si me querías.

Juana sacudió la cabeza.

—Tanto malentendido —dijo con pena—. Tantas cosas que salen mal.

—Y tanto que recuperar —añadió él.

Volvió a abrazarla y la besó. El efecto fue como acercar una tablilla de cera a la llama y ver disolverse lo que habían escrito sobre ella los años. Una vez más estaban juntos en el arroyo cerca de Villaris, bajo el sol de la primavera, jóvenes y mareados por el amor recién descubierto.

Tras un largo instante, él la soltó.

—Escucha, mi amor —le dijo con voz ronca—. Me propongo abandonar el servicio de Lotario. Acabo de decírselo en la capilla.

—¿Y accedió a liberarte? —Lotario no parecía la clase de hombre que renunciara a cualquier derecho que tuviera.

—Fue difícil, pero lo convencí. Mi libertad tiene un precio: debo entregar Villaris y todas sus propiedades. Ya no soy un hombre rico, Juana. Pero tengo la fuerza de mis dos brazos y amigos que me ayudarán. Uno de ellos es Siconulfo, príncipe de Benevento, de quien me hice amigo cuando servíamos juntos en la campaña del emperador contra los obodritas. Ahora necesita buenos hombres con él porque su rival Radelchis lo está atacando. ¿Vendrás conmigo, Juana? ¿Serás mi esposa?

En el exterior se oyeron unos pasos rápidos que los hicieron separarse deprisa. Un momento después se abría la puerta y asomaba una cabeza. Era Florentino, uno de los notarios del palacio.

—Ah —dijo—. ¡Estabas aquí, Juan Ánglico! Te he estado buscando por todas partes. —Miró a Juana, a Geroldo y otra vez a Juana—: ¿No… interrumpo nada?

—En absoluto —se apresuró a decir Juana—. ¿Qué puedo hacer por ti, Florentino?

—Tengo un terrible dolor de cabeza —dijo él—. Me preguntaba si podrías prepararme uno de tus remedios.

—Con gusto —dijo Juana cortésmente.

Florentino se quedó apoyado en el quicio de la puerta conversando con Geroldo mientras Juana preparaba deprisa una mezcla de hojas de violeta y corteza de saúco, que vertió en una infusión de romero. Se lo dio a Florentino, el cual se marchó de inmediato.

—No podemos hablar aquí —le dijo a Geroldo en cuanto volvieron a quedar solos—. Es demasiado peligroso.

—¿Cuándo puedo volver a verte? —le preguntó Geroldo.

Juana lo pensó.

—Hay un templo de Vesta en la Vía Apia, a la salida de la ciudad. Te esperaré allí mañana después de la tercia.

Él la cogió en sus brazos y volvió a besarla, suavemente al principio y a continuación con una intensidad que la llenó de un deseo casi doloroso.

—Hasta mañana —susurró Geroldo.

Y salió, dejando en la cabeza de Juana una mezcla desconcertante de emociones.

Arighis aguzaba la vista en la luz previa al amanecer, mirando el patio de Letrán. Todo estaba listo. Habían colocado un brasero encendido junto a la gran estatua de bronce de la loba. Sobre las brasas descansaba un par de gruesos hierros cuyas puntas empezaban a ponerse al rojo. Cerca había un hombre con una afilada espada en la mano.

Los primeros rayos del sol asomaban en el horizonte. Era una hora inusual para una ejecución pública; aquellas ceremonias solían realizarse después de la misa. Pese a ello, ya se había reunido una multitud de espectadores; los más ansiosos habían llegado horas antes para asegurarse la primera fila. Muchos habían llevado a sus hijos, que correteaban llenos de expectación por el sangriento espectáculo.

Arighis había dispuesto que el castigo de Benedicto se hiciera al alba, antes de que Sergio se despertara y cambiara de opinión. Podrían acusarlo de proceder con excesiva prisa, pero no le importaba. Sabía lo que estaba haciendo y por qué.

Arighis llevaba más de veinte años en el alto puesto de
vicedominus
; toda su vida había estado dedicada al servicio del
Patriarchium
, a mantener el funcionamiento eficiente de la vasta y complicada colmena de oficinas pontificias que componían el gobierno de Roma. Con los años había llegado a considerar la sede apostólica como un ser vivo, cuyo bienestar era su exclusiva responsabilidad.

Ese bienestar estaba amenazado. En menos de un año, Benedicto lo había transformado en un centro de finanzas corruptas y de simonía. Ávido y manipulador, Benedicto era una enfermedad maligna dentro del papado. El único modo de salvar al paciente era amputar el miembro enfermo. Benedicto debía morir.

Sergio no tenía agallas para la tarea, así que la carga caía sobre los hombros de Arighis. La cumpliría sin vacilación, sabiendo que obraba por el bien de la Iglesia.

Todo estaba listo.

—Traed al prisionero —ordenó a los guardias.

Llevaron a Benedicto, el cual, con la ropa arrugada, el rostro tenso y pálido por la noche de insomnio en el calabozo, miró ansiosamente a su alrededor.

—¿Dónde está Sergio? —preguntó— ¿Dónde está mi hermano?

—Su santidad no puede ser molestado —dijo Arighis.

Benedicto se volvió hacia él.

—¿Qué crees que estás haciendo, Arighis? Tú viste a mi hermano anoche, estaba borracho; no sabía lo que decía. Déjame hablar con él y verás: retirará los cargos contra mí.

—Proceded —ordenó Arighis a los guardias.

Arrastraron a Benedicto hasta el centro del patio y lo pusieron de rodillas. Lo cogieron por los brazos y lo obligaron a inclinarse sobre el pedestal de la estatua de la loba, de modo que sus manos quedaran sobre el escalón.

El terror arrugó la cara de Benedicto.

—¡No! ¡Alto! —gritó. Alzando la vista hacia las ventanas, gritó—: ¡Sergio! ¡Sergio! ¡Serg…!

La espada cayó. Benedicto soltó un aullido mientras sus dos manos cortadas caían escupiendo sangre.

La multitud gritó. El verdugo juntó las manos cortadas y las puso a un lado de la loba. De acuerdo con la antigua costumbre, quedarían ahí durante un mes, como advertencia contra quienes se sintieran tentados por el pecado del robo.

Se adelantó Enodio, el médico. Empuñando los hierros candentes del brasero los apretó con firmeza contra los muñones sangrantes de Benedicto. El olor de la carne asada llenó el aire. Benedicto gritó una vez más antes de perder el conocimiento. Enodio se inclinó a atenderlo.

Arighis se mantenía muy atento. La mayoría de los castigados morían por las heridas, si no inmediatamente por el dolor, poco después por la infección o la pérdida de sangre. Pero algunos de los más fuertes lograban sobrevivir. Solía vérselos en las calles de Roma, con sus grotescas mutilaciones revelando la naturaleza de sus crímenes: labios cortados, los que habían mentido bajo juramento; pies cortados, los esclavos que huían; ojos vaciados, los que habían seducido a esposas o a hijas de sus superiores.

La posibilidad de la supervivencia era el motivo por el que Arighis había llamado a Enodio y no a Juan Ánglico para atender al condenado, porque la aptitud del segundo podría haber salvado a Benedicto. Enodio se puso de pie.

—Dios ha ejecutado su juicio —anunció con gravedad—. Benedicto ha muerto.

«Dios sea loado —pensó Arighis—. El papado está a salvo».

Juana estaba en la cola del lavatorio, esperando su turno para el lavado de manos ritual antes de la misa. Tenía los ojos hinchados y pesados por la falta de sueño; toda la noche había estado dando vueltas con la imaginación llena de Geroldo. Sentimientos que creía enterrados hacía mucho tiempo habían vuelto a la superficie con una intensidad que la asombraba y asustaba.

El regreso de Geroldo había vuelto a despertar los turbadores deseos de su juventud. «¿Cómo sería volver a ser mujer?», se preguntaba. Estaba acostumbrada a ser responsable de sí misma, a tener completo control de su destino. Pero por ley una mujer ponía su vida en manos de su marido. ¿Podía confiar tanto en un hombre… aunque fuera Geroldo?

«Nunca te entregues a un hombre». Las palabras de su madre resonaban como campanas de alarma en su interior.

Necesitaba tiempo para salir del torbellino de emociones de su corazón. Pero tiempo era algo que no tenía.

Arighis apareció a su lado.

—Ven —dijo con tono de apremio. La obligó a salir de la cola—. Su santidad te necesita.

—¿Está mal?

Llena de preocupación, siguió a Arighis por el pasillo rumbo al dormitorio papal. La noche anterior, el cuerpo de Sergio había expulsado comida y vino, y la fuerte dosis de cólquico administrada debería haber impedido una recaída de la gota.

—Lo estará si sigue como ahora.

—¿Por qué, qué ha pasado?

—Benedicto ha muerto.

—¡Muerto!

—La sentencia fue consumada esta mañana. Murió de inmediato.

—¡Benedícite!

Juana apresuró su paso. Podía imaginarse el efecto que la noticia habría tenido sobre Sergio.

Aun así, cuando lo vio quedó asombrada. Apenas si podía reconocer a Sergio. Tenía el cabello revuelto, los ojos rojos e hinchados por el llanto, las mejillas cubiertas de arañazos producidos por él mismo. Estaba de rodillas al lado de la cama, balanceándose hacia delante y atrás, gimiendo como un niño perdido.

—¡Santidad! —Juana le gritó al oído—. ¡Sergio!

Seguía balanceándose, ciego y sordo a causa de su dolor. Era evidente que no se podría llegar a su conciencia. Sacando tintura de beleño de su bolsa, Juana midió una dosis y la puso en sus labios. El papa bebió sin saber lo que hacía.

Al cabo de unos minutos el balanceo se hizo más lento y cesó. Miró a Juana como si la viera por primera vez.

—Llora por mí, Juan. ¡Mi alma está condenada!

—Tonterías —dijo Juana con firmeza—. Obrasteis de acuerdo con la ley.

Sergio negó con la cabeza.

—«No seas como Caín, que obedeció al demonio y mató a su hermano» —citó de la Primera Epístola de san Juan.

—«Y ¿por qué lo mató? Porque sus acciones eran malas y su hermano era virtuoso» —respondió Juana, continuando la cita—. Benedicto no era virtuoso, santidad; os traicionó, a vos y a Roma.

—¡Y ahora está muerto, por mi propia palabra! ¡Oh, Dios santo! —Se golpeó el pecho y gritó de dolor.

Tenía que alejarlo de aquel estado de ánimo o se produciría otro ataque. Lo cogió con firmeza por los hombros y dijo:

—Debéis hacer una confesión auricular.

Esta forma del sacramento de la penitencia, en la que se hacía la confesión privada ad auriculam, «al oído» de un sacerdote, estaba muy difundida en Franconia. Roma en cambio seguía aferrada a las viejas costumbres según las cuales la confesión y la pena se hacían públicamente sólo una vez en la vida.

Sergio captó la idea.

—Sí, sí, confesaré.

—Enviaré en busca de uno de los cardenales —dijo ella—. ¿Hay alguno que prefiráis?

—Me confesaré contigo.

—¿Conmigo? —Juana, como simple cura, y además extranjero, era un candidato improbable para servir como confesor del papa— ¿Estáis seguro, santidad?

—No quiero otro.

—Muy bien. —Se volvió hacia Arighis—: Dejadnos.

Arighis le dirigió una mirada de agradecimiento y salió.


Peccavi, impie egi, iniquitatem feci, miserere mei Domine…
—empezó Sergio, recitando las palabras rituales de la penitencia.

Juana escuchó con callada simpatía su largo discurso de pena y remordimiento. Con un alma tan cargada y atormentada no podía sorprender que Sergio buscara la paz y el olvido en la bebida.

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