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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (21 page)

BOOK: La Papisa
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«¿Qué contiene mi futuro?», se preguntó Juana.

No podría seguir en la escuela para siempre; como máximo, le quedaban otros tres años. Se permitió fantasear, imaginándose como maestra en una de las grandes escuelas catedralicias, en Reims quizás, o incluso en la Escuela Palatina, dedicando sus días a explorar la sabiduría de los siglos en compañía de espíritus ávidos e inquisitivos como el suyo. Fantasear era, como siempre, muy placentero.

«Pero —la idea la golpeó como una viga que se hubiera soltado del techo y le cayera sobre la cabeza— eso significaría dejar Villaris y dejar a Geroldo».

Sabía que tendría que irse de Villaris algún día. Pero durante los últimos meses había dejado a un lado la idea, satisfecha con vivir en el presente, en la alegría de estar con Geroldo cada día.

Dejó que su mirada fuera hacia él. Su perfil era fuerte y bien recortado, su cuerpo alto y recto, su cabello rojo en rizos espesos le caía sobre los hombros.

«El hombre más guapo que he visto», pensó, y no por primera vez.

Como si él le hubiera leído el pensamiento se volvió hacia ella. Sus ojos se encontraron. Algo en la expresión de él (una debilidad momentánea, un enternecimiento) la conmovió. La expresión desapareció antes de que ella pudiera asegurarse, pero su calidez permaneció.

«No debería preocuparme —pensó—. No es preciso decidir nada todavía».

Tres años era mucho tiempo.

Podían pasar muchas cosas en tres años.

Al volver de la escuela un día de la semana siguiente, Juana encontró a Geroldo esperándola en el pórtico.

—Ven conmigo.

El tono de voz indicaba que tenía una sorpresa preparada. Con un gesto le indicó que lo siguiera hacia el camino. Atravesaron la empalizada y siguieron el camino varios kilómetros, para internarse luego en el bosque y salir a un pequeño claro, en medio del cual había una cabaña semihundida. Deshabitada desde hacía tiempo, se había deteriorado. Pero debía de haber sido la cómoda morada de un hombre libre porque las paredes de adobe se mantenían firmes y la puerta estaba hecha de buen roble. Le recordó a Juana su propia casa en Ingelheim, aunque aquel
grubenhaus
era mucho más pequeño y su tejado estaba podrido.

Se detuvieron a poca distancia.

—Espera aquí— ordenó Geroldo.

Juana miró con curiosidad mientras él daba la vuelta a la cabaña, volvía y se colocaba mirando a la puerta.

—Observa —dijo Geroldo con fingida solemnidad.

Alzando las manos sobre la cabeza, dio tres fuertes palmadas.

No sucedió nada. Juana miró de modo interrogativo a Geroldo, que tenía la vista clavada en la cabaña. Evidentemente, algo se suponía que debía pasar. Pero ¿qué?

Con un fuerte chirrido, la pesada puerta de roble empezó a abrirse, lentamente al principio, luego más rápido, dejando al descubierto la oscuridad vacía de dentro. Juana observó dentro de la cabaña. No había nadie. La puerta se había movido sola.

Atónita, miraba con la boca abierta. Una docena de preguntas le sonaban en el cerebro, pero al fin una sola llegó a la boca.

—¿Cómo?

Geroldo alzó los ojos al cielo en una burlona simulación de piedad.

—Un milagro sagrado.

Juana se rió. Él también.

—Brujería, entonces —dijo.

La miró con expresión desafiante, disfrutando del juego. Juana aceptó el desafío. Fue a la puerta y la examinó.

—¿Puedes cerrarla? —preguntó.

Geroldo volvió a levantar las manos. Aplaudió tres veces. Después de una pausa, la puerta crujió y empezó a girar sobre sus bisagras. Juana siguió el movimiento, estudiándolo. Los pesados paneles de madera eran lisos y sus uniones estrechas: no había señales de nada especial ahí. Tampoco había nada fuera de lo común en el simple picaporte de madera. Examinó las bisagras. Eran bisagras comunes de hierro. Era una locura. No podía imaginarse qué era lo que la movía.

La puerta se había vuelto a cerrar. Era un misterio.

—¿Y bien? —Los ojos azules de Geroldo brillaban por la diversión.

Juana vaciló sin querer rendirse. Cuando estaba a punto de hacerlo oyó algo, un sonido agudo que procedía de alguna parte encima de ella. Al principio no pudo localizarlo; el ruido era familiar, pero curiosamente fuera de lugar.

Al fin lo reconoció. Agua. El sonido de agua goteando.

—¡El aparato hidráulico! —exclamó—. El del manuscrito de la feria de Saint-Denis. ¡Lo has fabricado!

—Lo adapté, más bien —dijo Geroldo riéndose—. Porque estaba pensado para bombear agua, no para abrir y cerrar puertas.

—¿Cómo funciona?

Geroldo le enseñó el mecanismo colocado bajo el techo de la cabaña, a tres metros de la puerta, lo que había impedido que ella lo viera. Le hizo una exposición del complicado sistema de palancas, poleas y pesas, conectado a dos finas varillas metálicas que llegaban hasta la parte interna de la puerta, donde eran apenas visibles. Al mover con el pie una cuerda, mientras daba la vuelta a la cabaña, Geroldo había activado el dispositivo.

—¡Increíble! —dijo ella cuando terminó la explicación—. Hazlo otra vez. —Ahora que comprendía cómo funcionaba quería observarlo en acción.

—No puedo. No sin ir a buscar más agua.

—Busquémosla —dijo ella—. ¿Dónde están los cubos?

—Eres incorregible —dijo Geroldo riéndose. Le dio un abrazo afectuoso. Su pecho era duro y firme, sus brazos fuertes alrededor de ella. Juana sentía como si todo su interior se fundiera. Bruscamente, él la soltó—. Vamos entonces —dijo con un gruñido—. Los cubos están aquí.

Cargaron los cubos vacíos hasta el arroyo, los llenaron, los cargaron de vuelta, los vaciaron en el receptáculo y fueron a buscar más. Tres veces hicieron el trayecto y al final se sentían algo mareados. El sol ardía, el aire estaba lleno de promesas primaverales y su ánimo estaba encendido por el entusiasmo del proyecto y la alegría de su mutua compañía.

—¡Mira, Geroldo! —exclamó Juana metida hasta las rodillas en el agua fría del arroyo.

Cuando él se volvió a mirar ella le arrojó el agua de su cubo, mojándole la parte delantera de la túnica.

—¡Pequeño demonio! —exclamó él.

Llenó su cubo y la mojó a ella. Así siguieron, en una guerra de agua, hasta que Juana fue alcanzada por un chorro de agua del cubo de Geroldo en el preciso momento en que se inclinaba para llenar el suyo. Cogida de sorpresa resbaló y cayó con pesadez. El agua fría se cerró sobre su cabeza y por un instante ella sintió pánico al no poder ponerse de pie por los guijarros escurridizos del fondo.

Entonces los brazos de Geroldo la rodearon y la levantaron.

—Te pesqué, Juana, te pesqué. —Su voz, cerca de su oreja, era cálida.

Juana sintió que su cuerpo latía al compás. Se colgó de él. Sus ropas húmedas se pegaban a los cuerpos, moldeándolos en una intimidad que no ocultaba nada.

—Te amo —dijo ella simplemente—. Te amo.

—Oh, mi querida niña, mi niña perfecta —murmuró Geroldo con voz sorda y entonces su boca se puso sobre la de ella y ella le devolvió el beso.

La pasión era alimentada por la súbita liberación de emociones reprimidas durante mucho tiempo.

El aire mismo parecía canturrear en los oídos de Juana. «Geroldo —cantaba—. Geroldo».

Ninguno de los dos advirtió que detrás de un bosquecillo, en la cima de la colina, los observaba alguien.

Odón iba camino de Héristal, a visitar a su tío, uno de los hermanos de aquella abadía, cuando su mula se desvió del sendero en busca de unos tréboles de aspecto especialmente suculento. Maldijo a la mula tirando de la rienda y azotándola con una vara de mimbre, pero el animal era obstinado y no pudo disuadirlo. No tuvo más alternativa que dejarla salir del camino. Pero cuando alzó la vista hacia el arroyo, lo vio.

«Una mujer estudiosa nunca es casta». Palabras de san Pablo, ¿o eran de san Jerónimo? No importaba. Odón siempre había creído que eran ciertas y en aquel momento tenía la prueba ante sus propios ojos.

Espoleó a la mula. «Esta noche tendrás ración extra de comida», se dijo. Lo pensó mejor. La comida era cara y además los animales sólo servían como instrumentos de Dios.

Se apresuró a volver al camino. Su visita familiar tendría que esperar. Antes tenía que ir a Villaris.

Poco tiempo después, las torres de Villaris asomaban delante. En su excitación había ido más rápido de lo usual. Al entrar por la empalizada lo saludaron los guardias. Odón los echó a un lado con un gesto.

—Llevadme ante la señora Richild —ordenó—. Debo hablar con ella de inmediato.

Geroldo apartó los brazos de Juana de su cuello y dio un paso atrás.

—Ven —le dijo con voz cargada de emoción—. Debemos volver.

Dócil por su amor, Juana hizo un gesto de volver a abrazarlo.

—No —dijo Geroldo con firmeza—. Debo llevarte a casa ahora, mientras tenga la voluntad para hacerlo.

Juana lo miró desconcertada.

—¿No me… quieres? —Bajó la cabeza antes de que él respondiera.

Geroldo le cogió la barbilla y la obligó a mirarlo.

—Te quiero más de lo que he querido a ninguna mujer.

—Entonces ¿por qué…?

—¡Santo Cielo, Juana! Soy un hombre, con los deseos de un hombre. ¡No me tientes más allá de mis límites! —Parecía casi enfadado. Al ver el inicio de las lágrimas en los ojos de ella moderó el tono— ¿Qué querrías que hiciera, mi amor? ¿Hacerte mi amante? Ah, Juana, te haría mía aquí mismo si pensara que eso te haría feliz. Pero sería tu desgracia, ¿no puedes entenderlo?

Los ojos azules de Geroldo no se apartaban de los de ella. Era tan apuesto que le cortaba el aliento. Todo lo que ella quería era volver a estar en sus brazos.

Le acarició el cabello rubio. Ella empezó a hablar, pero su voz se quebró. Respiró profundamente tratando de aquietar sus emociones, enferma de vergüenza y frustración.

—Ven.

Geroldo le cogió la mano, apretándosela con ternura. Ella no protestó cuando la llevó otra vez al camino. Volvieron a Villaris sin hablar.

Once

—La señora Richild, condesa de Villaris —anunció el heraldo cuando Richild entró con aire majestuoso en la sala de recepción del obispo.

—Eminencia. —Hizo una graciosa reverencia.

—Bienvenida, señora —dijo Fulgencio— ¿Qué noticias hay de tu señor? Dios no quiera que haya tropezado con alguna desgracia en su viaje.

—No, de ningún modo.

Le agradaba encontrarlo tan transparente. Por supuesto que debía de estar intrigado por el motivo de su visita. Debía de haber pensado… Geroldo había partido hacía ya cinco días, tiempo suficiente para encontrar algún desastre en los peligrosos caminos.

—No hemos recibido noticia alguna de dificultades, eminencia, ni las esperamos. Geroldo llevó veinte hombres con él, bien armados y pertrechados; no correrá ningún riesgo en el camino, ya que cumple órdenes del emperador.

—Eso he oído. Ha ido como
missus
… a Westfalia, ¿no?

—Sí. A mediar en una disputa sobre
wergeld
. Hay algunas cuestiones menores de propiedad que arreglar también. Estará ausente quince días, o más.

«Tiempo suficiente —pensó la condesa—, más que suficiente». Hablaron brevemente de asuntos locales (la escasez de cereal en el molino, la reparación del techo de la catedral, la buena cantidad de terneros obtenida). Richild se cuidó de observar las cortesías necesarias, pero nada más. «Soy de linaje más alto que él». Le convenía recordárselo antes de ir al asunto de la visita. Él, por supuesto, no sospechaba nada. Mejor así. La sorpresa sería su aliada.

Al fin consideró que había llegado el momento.

—He venido a pediros ayuda en una cuestión doméstica.

—Mi querida señora —dijo él, complacido—, estoy muy contento de poder ayudar. ¿Cuál es la naturaleza de esa dificultad?

—Es la niña Juana. Ya no es una niña; ya… —buscó las palabras con delicadeza— se ha hecho mujer. No es adecuado para ella que siga bajo nuestro techo.

—Entiendo —dijo Fulgencio, aunque era evidente que no entendía—. Bueno, creo que podríamos encontrarle otro aloj…

—He arreglado una boda conveniente —dijo Richild sin dejarlo terminar la frase—. Con el hijo de Bodo, el herrero. Es un excelente joven, bien situado, y será herrero cuando su padre muera… Es hijo único.

—Estoy sorprendido. ¿La chica ha manifestado alguna inclinación por el matrimonio?

—Seguramente no es ella la que debe decidir. Es un matrimonio mucho mejor de lo que ella podría esperar. Su familia es pobre como las de los colonos y su conducta peculiar le ha dado cierta… reputación.

—Quizá —respondió el obispo amablemente—. Pero parece entregada a sus estudios. Y, por supuesto, no podría seguir en la escuela si se casara con el hijo del herrero.

—Por eso he venido. Como fuisteis vos quien la puso en la escuela, debéis ser vos quien acepte su renuncia.

—Entiendo —repitió él, aunque todavía no lo entendía todo—. ¿Y qué piensa el conde de esta boda?

—No sabe nada de ella. La oportunidad acaba de darse.

—Pues bien. —Fulgencio parecía aliviado—. Esperaremos hasta su regreso. No hay ninguna necesidad de precipitarse realmente.

—La oportunidad podría no mantenerse mucho tiempo —insistió Richild—. El chico se resiste; al parecer se ha encaprichado con una joven de la ciudad; pero, por supuesto, yo me ocuparé de que esta unión sea mucho más beneficiosa para él. Su padre y yo nos hemos puesto de acuerdo sobre la dote. Ahora el chico dice que cumplirá el deseo de su padre… pero es joven y voluble. Sería mejor que la boda tuviera lugar de inmediato.

—De todos modos…

—Os recuerdo, eminencia, que soy la señora de Villaris, y que la chica ha sido puesta bajo mi cuidado. Soy plenamente capaz de tomar esta decisión en ausencia de mi marido. En realidad, estoy mejor capacitada que él para tomarla. Para hablar francamente, la parcialidad de Geroldo por la niña le nubla el entendimiento en lo que a ella concierne.

—Entiendo —dijo Fulgencio, y esta vez sí entendía muy bien.

Richild se apresuró a añadir:

—Mi preocupación es estrictamente monetaria, ¿entendéis? Geroldo ha gastado una pequeña fortuna en comprar libros para la chica… lo que es un gasto insensato porque ella no tiene ningún futuro en el campo de los estudios. Alguien debería pensar en su futuro; es lo que he hecho yo. No me negaréis que la unión es conveniente.

—Sí —admitió Fulgencio.

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