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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (20 page)

BOOK: La Papisa
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—¡Mira!

Geroldo fue el primero en verlos y aceleraron el paso para examinar su mercancía que era de muy alta calidad. La vitela en especial era extraordinaria; el lado interior de la piel era perfectamente liso, de un color más blanco que el habitual; el otro, como siempre, era ligeramente amarillo, pero los agujeros donde habían estado los pelos del becerro eran tan diminutos y poco profundos que casi no se veían.

—¡Qué placer debe de ser escribir en estas hojas! —exclamó Juana tocándolas con codicia.

Geroldo inmediatamente llamó a uno de los mercaderes.

—Cuatro hojas —pidió, y Juana se quedó con la boca abierta.

¡Cuatro hojas! ¡Suficiente para todo un códice!

Mientras Geroldo pagaba, Juana se fijó en unas pocas hojas de pergamino en mal estado amontonadas al fondo del puesto. Los bordes de las hojas estaban desgarrados y había algo escrito en ellos, muy débil y borrado en parte por manchas pardas. Se inclinó para leer y se ruborizó del entusiasmo.

Al ver su interés el mercader le dijo:

—Tan joven y ya con buen ojo para una compra. Las hojas son viejas, como verás, pero todavía sirven. Mira.

Antes de que ella pudiera hablar cogió un largo cuchillo plano y raspó rápidamente la página, borrando varias letras.

—¡Basta! —gritó Juana, recordando otro pergamino y otro cuchillo—. ¡Basta!

El mercader la miró con curiosidad.

—No necesitas preocuparte, pequeña, son sólo escritos paganos. —Señaló con orgullo la hoja—. ¿Ves? Queda limpia y lista para escribir. —Volvió a alzar el cuchillo para hacer la demostración, pero Juana le cogió la mano.

—Te daré un denario por ellos —dijo sin alzar la voz.

El hombre simuló estar ofendido.

—Valen tres denarios, por lo menos.

Juana sacó la moneda del bolsillo y se la ofreció.

—Uno —repitió—. Es todo lo que tengo.

El hombre vaciló mirándola con interés.

—Muy bien —dijo al fin—. Llévatelos.

Juana le dio la moneda y reunió los preciosos pergaminos antes de que el vendedor cambiara de idea. Corrió hacia Geroldo.

—¡Mira! —exclamó agitada. Geroldo miró las páginas.

—No reconozco esas letras.

—Es griego —explicó Juana— y es muy antiguo. Un texto de ingeniería, me parece. ¿Ves los diagramas? —Señaló una de las páginas y Geroldo examinó el dibujo.

—Una especie de mecanismo hidráulico. —Empezaba a interesarse—. Fascinante. ¿Podrás traducir el texto?

—Puedo.

—Entonces yo podré construirlo.

Sonrieron como conspiradores con un buen plan.

—¡Padre! —La voz de Gisla atravesaba el ruido de la multitud. Geroldo se volvió, buscándola. Era más alto que todos los que lo rodeaban; al sol su espeso cabello rojo brillaba como el oro. El corazón de Juana le saltaba en el pecho al mirarlo. «Eres mi perla», le había dicho. Apretó los papeles contra su cuerpo mirándolo, atesorando aquel momento—. ¡Padre! ¡Juana! —Gisla apareció al fin, abriéndose paso, seguida por una de las criadas con los brazos cargados de compras—. ¡Os he estado buscando por todas partes! —se quejó, aunque de buen talante—. ¿Qué tienes ahí? —Juana empezaba a explicarle, pero Gisla la interrumpió con un gesto—: Oh, más de tus tontos libros viejos. Mira lo que encontré yo. —Extendió una tela multicolor—. Para mi traje de boda. ¿No es «perfecto»?

La tela brillaba al sol. Mirándola de cerca Juana vio que estaba tejida con delgadas hebras de oro y plata.

—Es maravillosa— dijo sinceramente.

—¡Lo sé! —respondió Gisla riéndose. Sin esperar respuesta, cogió a Juana del brazo y emprendió la marcha hacia un puesto distante—: Mira, una subasta de esclavos. ¡Vamos a ver!

—No. —Juana se resistió. Había visto pasar a los traficantes de esclavos por Ingelheim, con su carga humana atada con gruesas cuerdas. Muchos de ellos eran sajones como su madre—. No —repitió, y no quiso moverse.

—¡No seas boba! —la reprendió Gisla—. Son sólo paganos. No tienen sentimientos, al menos no como nosotros.

—Me pregunto qué habrá allí —dijo Juana, ansiosa por distraerla.

Condujo a Gisla hacia un pequeño puesto al final de la hilera. Estaba oscuro y cerrado, con paredes improvisadas.
Luc
le dio la vuelta olisqueando con curiosidad.

—Qué extraño —dijo Gisla.

En la tarde brillante, con las compras y ventas en plena marcha, aquel puesto silencioso y oscuro era realmente extraño. Con curiosidad, Juana llamó suavemente a la puerta cerrada.

—Adelante —dijo desde dentro una voz quebrada.

Gisla se sobresaltó, pero sin retroceder. Las dos niñas empujaron con precaución la puerta que gimió y crujió al abrirse hacia dentro, dejando entrar unos rayos de luz en la penumbra.

Entraron. Un extraño olor llenaba el ambiente, dulzón y empalagoso, como miel fermentada. En el centro, una diminuta figura estaba sentada con las piernas cruzadas: una anciana, vestida con una simple túnica oscura suelta. Parecía increíblemente vieja, quizá de setenta inviernos o más; no tenía pelo, salvo algunos mechones blancos en la coronilla, y sacudía todo el tiempo la cabeza como si tuviera escalofríos. Pero los ojos brillaban alerta en la oscuridad y se clavaban en Juana y Gisla con agudeza.

—Pequeñas palomitas —graznó—. Tan bonitas y tan jóvenes. ¿Qué queréis de la vieja Batilde?

—Sólo queríamos… —empezó Juana buscando una explicación.

La mirada de la vieja la turbaba.

—Queríamos ver qué venden aquí —terminó Gisla.

—¿Qué venden? ¿Qué venden? —graznó la vieja—. Algo que queréis pero nunca tendréis.

—¿Qué? —preguntó Gisla.

—Algo que ya es vuestro aunque no lo tengáis. —Les dirigió una sonrisa desdentada—. Algo que no tiene precio y sin embargo puede comprarse.

—¿Qué es? —preguntó Gisla impaciente con la adivinanza.

—El futuro. —Los ojos de la vieja brillaban en la oscuridad—. Tu futuro, palomita. Todo lo que será y todavía no es.

—¡Oh, eres una adivina! —Gisla se cogió las manos, contenta de haber resuelto el enigma—. ¿Cuánto?

—Un sueldo.

¡Un sueldo! Era el precio de una vaca lechera o un par de buenos carneros.

—Demasiado caro. —Gisla estaba en su elemento, confiada y segura, como una buena compradora regateando.

—Un óbolo —ofreció.

—Cinco denarios —propuso la vieja.

—Dos. Uno por cada una. —Gisla sacó las monedas de su bolsillo para que las viera la vieja.

La adivina vaciló, cogió las monedas e indicó a las chicas que se sentaran en el suelo, a su lado. Lo hicieron. La mujer cogió las manos jóvenes de Juana en las suyas temblorosas y fijó su extraña mirada en ellas. Durante mucho rato no dijo nada; y empezó a hablar.

—Niña cambiada, eres lo que no serás; lo que serás es distinto de lo que eres.

Esto tenía poco sentido salvo que significara simplemente que pronto sería una mujer. Pero, entonces, ¿por qué la vieja la llamaba «niña cambiada»? Batilde continuaba.

—Aspiras a lo que está prohibido. —Juana se sobresaltó, pero la vieja le apretó la mano impidiéndole retirarla—. Sí, niña cambiada, puedo ver tu corazón secreto. No serás decepcionada. La grandeza será tuya, más de la que sueñas; y también los dolores, más de lo que puedes imaginar.

Batilde soltó la mano de Juana y se volvió hacia Gisla, que guiñó un ojo a Juana con una expresión que decía: «¿No es divertido?».

La vieja cogió la mano de Gisla y sus dedos torcidos y secos se enroscaron alrededor de los suaves y rosados de Gisla.

—Pronto te casarás, y bien —dijo.

—¡Sí! —dijo Gisla riendo— Pero, anciana, no te he pedido que me digas lo que ya sé. ¿Será feliz la unión?

—No más que la mayoría, pero tampoco menos —dijo Batilde y Gisla levantó los ojos al techo fingiendo desesperación—. Serás esposa, aunque nunca madre —canturreó Batilde, balanceándose al ritmo de las palabras con voz melódica.

La sonrisa de Gisla se desvaneció.

—¿Seré estéril entonces?

—El futuro está ante ti oscuro y vacío. —La voz de Batilde subió en un gemido agudo—. Tendrás dolor, confusión y miedo.

Gisla estaba paralizada como un armiño bajo la mirada de una serpiente.

—¡Basta! —Juana arrancó las manos de Gisla de las de la vieja—. Ven conmigo —dijo.

Gisla obedeció como una niña.

Una vez fuera del puesto, Gisla empezó a llorar.

—No seas tonta —la tranquilizó Juana—. Esa vieja está loca, no le des importancia. No hay nada de cierto en las predicciones del futuro.

Pero no pudo consolar a Gisla, que lloró y lloró hasta que Juana la llevó al puesto de dulces, donde compraron higos azucarados y Gisla empezó a sentirse algo mejor.

Aquella noche, cuando le contaron a Geroldo lo que había pasado, se puso furioso.

—¿Qué es eso? ¿Brujería? Juana y Gisla, me llevaréis a ese puesto mañana y le diré un par de cosas a esa vieja que asusta a las niñas. Mientras tanto, Gisla, no debes dar ningún crédito a esas locuras. ¿Por qué fuisteis a preguntarle? —Se dirigió a Juana en tono de reproche—: Pensaba que tú, al menos, no habrías cometido ese error.

Juana aceptó la reprimenda. Aun así, había una parte de ella que quería creer en los poderes de Batilde. ¿Acaso no había dicho que realizaría su deseo secreto? Si tenía razón entonces Juana lograría la grandeza, pese al hecho de ser una niña, pese a lo que creían todos los demás.

Pero si Batilde acertaba con el futuro de Juana entonces también acertaría con el de Gisla.

Cuando volvieron al puesto con Geroldo al día siguiente estaba vacío. Nadie pudo decirles dónde se había ido la vieja.

En Winnemanoth, Gisla se casó con el conde Hugo. Había habido alguna dificultad para encontrar una fecha adecuada para la consumación inmediata del matrimonio. La Iglesia prohibía toda relación marital los domingos, miércoles y viernes, así como los cuarenta días que precedían a la Pascua, los ocho días que seguían a Pentecostés y los cinco días previos a la comunión, así como la víspera de cualquier día de fiesta. En total, había unos doscientos veinte días del año en que la relación sexual estaba prohibida; si se los tenía en cuenta, junto con los días de menstruación de Gisla, no quedaban muchas fechas para escoger. Se decidió que fuera el veinticuatro del mes, fecha que dejó a todos contentos salvo a Gisla, a quien la impaciencia le hacía odioso cualquier retraso.

Al fin llegó el gran día. Toda la casa se puso en movimiento alrededor de la novia. Primero la ayudaron a ponerse su túnica interior de lino amarillo y mangas largas. Sobre ésta se puso la resplandeciente túnica nueva cortada en la tela de plata y oro que habían comprado en la feria de Saint-Denis. Le caía de los hombros al suelo en graciosos pliegues con los que hacían juego los de las anchas mangas abiertas desde el codo. Sobre las caderas, un cinturón engarzado con piedras de buena suerte: ágatas para protegerla de la fiebre; creta para defenderla contra el mal de ojo; piedras rojas para la fertilidad; jaspe para sobrevivir al parto. Por último, le pusieron sobre la cabeza un delicado velo en una seda finamente trabajada; el velo caía por atrás hasta el suelo, cubriéndole los hombros y ocultando por completo su pelo cobrizo. Con el traje de boda puesto, casi sin poder moverse ni sentarse por miedo a arrugarlo, parecía, pensó Juana, un pájaro exótico, relleno, adobado y listo para trinchar.

«Yo no pasaré por ahí», se prometió Juana. No le interesaba casarse, aunque siete meses después cumpliría quince años, una edad más que indicada para el matrimonio. En tres años más sería una solterona. Le resultaba increíble que las chicas de su edad estuvieran tan ansiosas por casarse ya que el matrimonio hundía a una mujer inmediatamente en un estado de servidumbre. El marido tenía dominio absoluto sobre los bienes y propiedades de su esposa, sobre sus hijos y hasta sobre su vida. Después de soportar la tiranía de su padre, Juana no tenía intención de volver a tener un hombre con tanto poder sobre ella.

Gisla, por ser una criatura sencilla, iba a la boda llena de entusiasmo, llena de rubores y risitas nerviosas. El conde Hugo, magnífico con una túnica y un manto orlado de armiño, la esperaba en la puerta de la catedral. Ella asió la mano que le tendía y alzó la cabeza con orgullo mientras Wido, el mayordomo de Villaris, mencionaba en voz alta todas las tierras, sirvientes, animales y bienes que Gisla aportaba como dote. Los novios entraron en la catedral, donde esperaba Fulgencio en el altar para oficiar la solemne misa de esponsales.


Quod Deus conjunxit homo non separet.
—Las palabras latinas salían vacilantes de la lengua de Fulgencio. Había sido soldado antes de heredar el obispado, ya en la madurez; por haber empezado tan tarde los estudios librescos, las formas correctas del latín quedarían para siempre más allá de su alcance—
In nomine Patria et Filia…

Juana hizo una mueca al oír cómo Fulgencio confundía las declinaciones y en lugar de «En el nombre del Padre y el Hijo», salía «En el nombre de la Patria y la Hija».

Una vez terminada esta parte de la misa, Fulgencio pasó, con evidente alivio, al teodisco.

—Que esta mujer sea amable como Raquel, fiel como Sara, fértil como Lía. —Puso la mano sobre la cabeza de Gisla—. Que dé a luz muchos hijos que traigan honor a la casa de su marido.

Juana vio sacudirse los hombros de Gisla y supo que estaba reprimiendo una risita.

—Que su conducta sea como la del perro que siempre tiene el corazón y el ojo sobre su amo; aun si su amo lo azota o le tira piedras, el perro lo sigue moviendo la cola. —Esto le parecía duro a Juana, pero Fulgencio miraba a Gisla con expresión afectuosa, y era evidente que no se proponía ofenderla—. Porque por una razón mejor y más fuerte —seguía el obispo— la mujer debe tener un perfecto e indestructible amor por su marido. —Haciendo una pausa se volvió hacia el conde Hugo—: Que este hombre sea valiente como David, sabio como Salomón, fuerte como Sansón. Que sus tierras aumenten como su fortuna. Que sea un señor justo con esta señora, sin administrarle más que los castigos razonables. Que viva para ver a sus hijos hacer honor a su nombre.

Empezó el intercambio de votos. El conde Hugo dio primero su promesa y después colocó un anillo con una turquesa bizantina en el dedo anular de Gisla, el dedo que contiene la vena que lleva al corazón.

Fue el turno de Gisla. Juana la escuchó recitar sus votos matrimoniales. Su voz era alta y alegre, su mente no estaba turbada por las dudas y su futuro parecía seguro.

BOOK: La Papisa
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