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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (22 page)

—Bien. ¿Entonces accedéis a liberarla?

—Mis disculpas, querida señora, pero mi decisión debe esperar al regreso del conde. Te aseguro que hablaré de ese asunto con él. Y con la chica. Porque aunque la unión es… ventajosa, como dices tú, no me gustaría imponérsela contra su voluntad. Si la boda le resulta agradable, procederemos sin más retraso.

Ella empezó a responder, pero él la interrumpió:

—Sé que crees que la boda quedará comprometida si no la concluimos de inmediato. Perdóname señora, pero no puedo estar de acuerdo. Quince días, o incluso un mes, no será mucha diferencia.

Ella quiso oponerse de nuevo y de nuevo él la silenció:

—Estoy totalmente decidido. No tiene sentido seguir discutiendo.

A Richild las mejillas le ardieron por el insulto. «¡Imbécil, arrogante! ¿Quién se cree que es para darme órdenes? ¡Mi familia vivía en palacios reales cuando la de él estaba arando el campo!».

No bajó la vista.

—Muy bien, eminencia, si ésa es vuestra decisión, debo aceptarla. —Empezó a ponerse sus guantes de amazona como si se dispusiera a prepararse para salir—. A propósito… —mantuvo el tono deliberadamente casual—, acabo de recibir una carta de mi primo Segismundo, obispo de Troyes.

El rostro del obispo registró un gratificante respeto.

—Un gran hombre, un gran hombre.

—¿Sabíais que presidirá el sínodo que se reúne en Aquisgrán este verano?

—Así había oído.

Ahora que Richild había dejado de presionarlo, los modales del obispo se habían vuelto joviales otra vez.

—¿Tenéis noticia de cuál será el asunto principal en esa reunión?

—Me interesaría saberlo —respondió cortésmente. Era evidente que no sabía adónde quería ir a parar. —Se tratarán ciertas… irregularidades —la trampa había sido preparada con todo cuidado— en la conducta del episcopado.

—¿Irregularidades?

No captaba el significado. Tendría que ser más clara.

—Mi primo se propone plantear la cuestión de la obediencia a los votos episcopales —dijo mirándolo a los ojos—, en especial el voto de castidad.

El obispo palideció.

—¿De veras?

—Al parecer, se propone convertir ese asunto en el centro del sínodo. Ha reunido mucha información sobre los obispos francos, que son los que encuentra más pecaminosos. Pero no está bien informado sobre los obispados de esta parte del imperio y por ello tendrá que basarse en informantes locales. En su carta me pide específicamente que le dé toda la información que tenga sobre vuestra labor, eminencia. —Usó el título con malignidad y le gustó ver que el otro encajaba el golpe. Siguió rápidamente—: Me había propuesto responderle hace tiempo, pero los detalles del matrimonio de esta chica me han tenido demasiado ocupada. De hecho, el trabajo de preparar la fiesta de la boda me haría imposible responder en absoluto. Pero claro, ahora que la boda será retrasada… —Dejó que el resto de la frase quedara flotando en el aire.

Él estaba callado como una piedra, sin dar señales en un sentido o en otro. Ella se sintió ligeramente sorprendida. Al parecer, se portaría mejor de lo que ella había sospechado. Sólo una cosa lo delataba. Dentro de sus soñolientos ojos, bajo los párpados pesados, había una diminuta e inconfundible chispa de miedo.

Richild sonrió.

Juana estaba sentada en una roca, preocupada y triste.
Luc
estaba echado frente a ella con la cabeza en su regazo, mirándola con sus ojos opalinos.

—Tú también lo echas de menos, ¿eh, chico? —le preguntó, acariciándole el pelaje blanco.

Ahora
Luc
era su única compañía. Hacía una semana que Geroldo estaba ausente. Juana lo recordaba con un dolor que la sorprendía por su fuerza física. Podía poner la mano en el sitio exacto del pecho donde el dolor era más agudo; sentía como si le hubieran extraído el corazón del cuerpo, lo hubieran golpeado y se lo hubieran vuelto a poner.

Sabía por qué se había ido. Después de lo sucedido entre ellos en el arroyo, tenía que irse. Necesitaban pasar un tiempo separados, un tiempo para aclarar sus cabezas y enfriar sus pasiones. Lo entendía, pero su corazón se rebelaba.

«¿Por qué? —se preguntaba por enésima vez— ¿Por qué ha de ser así, si Richild no ama a Geroldo ni él a ella?».

Razonaba consigo misma ensayando los argumentos en pro y en contra y llegaba a la conclusión de que esta separación momentánea podía ser lo más conveniente, pero al final siempre tropezaba con un hecho inalterable: quería a Geroldo.

Sacudió la cabeza, enfadada consigo misma. Si Geroldo tenía la fuerza suficiente para imponerse aquella separación, ¿ella podía ser menos? Lo que no podía cambiarse de algún modo debía sufrirse. Concentró sus intenciones en una nueva resolución: cuando Geroldo volviera, las cosas serían diferentes. Le bastaría con estar cerca de él, con hablar y reírse como habían hecho siempre… antes. Serían como un maestro y una estudiante, como un cura y una monja, como hermano y hermana. Borraría de su memoria los brazos de él a su alrededor, sus labios en los de ella…

De pronto apareció frente a ella Wido, el mayordomo.

—Mi señora quiere hablar contigo.

Juana lo siguió a través de la empalizada hasta el patio, con
Luc
corriendo a su lado. Cuando llegaron al patio principal, Wido señaló al animal.

—El lobo no.

A Richild no le gustaban los perros y, a diferencia de lo que sucedía en otras casas, les prohibía la entrada.

Juana mandó a
Luc
que la esperara en el patio.

El guardia la condujo hasta el gran salón, que bullía de criados preparando la comida de la tarde. Se abrieron camino hasta la salita contigua donde esperaba Richild.

—¿Me has llamado, señora?

—Siéntate.

Juana fue hacia una silla cercana, pero Richild le señaló imperiosamente un taburete de madera puesto junto a una mesa de escribir. Juana se sentó.

—Voy a dictarte una carta.

Como todas las mujeres nobles de aquella parte del imperio, Richild no sabía leer ni escribir. Wala, el capellán de Villaris, era su notario habitual. Wido también sabía escribir un poco y a veces servía en ese sentido a Richild.

«¿Por qué me ha mandado llamar a mí?», se preguntó Juana.

Richild golpeó el suelo con el pie, impaciente. Con ojo práctico Juana miró las plumas que había sobre el pupitre y eligió la más afilada. Cogió una hoja de pergamino, hundió la pluma en el tintero y asintió.

—De Richild, condesa de Villaris… —dictó.

Juana escribía rápido. El rasgar de la pluma se oía en el silencio pétreo de la sala.

—… al canónigo de la aldea de Ingelheim. Salud.

Juana alzó la vista.

—¿Mi padre?

—Continúa —ordenó Richild en un tono que indicaba que no toleraría interrupciones—. A tu hija Juana, que ha llegado casi a los quince años y por ello está en edad casadera, no se le permitirá continuar sus estudios en la escuela.

Juana dejó de escribir.

—Como guardiana de la niña, siempre vigilante por su bienestar —continuó Richild manteniendo el simulacro de dictado—, he dispuesto un enlace ventajoso con Iso, hijo del herrero de la ciudad, un hombre próspero. La boda tendrá lugar dentro de dos días. Los términos del acuerdo son como siguen…

Juana se puso de pie de un salto, tirando el taburete.

—¿Por qué haces esto?

—Porque quiero. —Una pequeña y maliciosa sonrisa levantó las comisuras de los labios de Richild—. Y porque puedo.

«Lo sabe —pensó Juana—. Sabe lo de Geroldo y yo». La sangre se le agolpó en el cuello y las mejillas tan súbitamente como si tuviera fuego en la piel.

—Sí. Geroldo me contó lo de aquel breve y patético encuentro a orillas del arroyo. —Se rió sin alegría—. ¿De veras creíste que tus besos torpes le complacerían? Nos reímos juntos del episodio aquella misma noche. —Juana estaba demasiado atónita para responder—. Estás sorprendida. No deberías estarlo. ¿Crees que has sido la única? Querida, eres sólo la última cuenta en el largo collar de conquistas de Geroldo. No deberías habértelo tomado tan en serio.

«¿Cómo sabe lo que pasó entre nosotros? ¿Se lo contó Geroldo?». Juana sintió un repentino frío, como si la envolviera una corriente de aire.

—No lo conoces —dijo con firmeza.

—Soy su esposa, niña insolente.

—No lo amas.

—No —admitió ella—. Pero tampoco me propongo ser… «incomodada» por la indigna hija de unos colonos.

Juana trataba de afirmar sus ideas.

—No puedes hacer esto sin la aprobación del obispo Fulgencio. Él me trajo a la escuela; no puedes echarme de ella sin su permiso.

Richild le tendió una hoja de pergamino con el sello de Fulgencio.

Juana leyó rápidamente y volvió a leer más despacio, para asegurarse de no haber cometido un error. Pero no había lugar a dudas; Fulgencio daba por terminados sus estudios en la escuela. El documento llevaba la firma de Odón también. Juana podía imaginar el placer que habría sentido al firmarlo.

El corazón de Richild se regocijaba viendo leer a Juana. La arrogante y entrometida niña estaba descubriendo, en aquel momento, lo insignificante que era. Dijo:

—No tiene sentido que sigamos discutiendo. Siéntate y termina de escribir la carta a tu padre.

Juana respondió en tono desafiante:

—Geroldo no te permitirá hacer esto.

—Niña tonta, fue idea suya.

Juana pensó rápido.

—Si este matrimonio fue idea de Geroldo, ¿por qué has esperado a que se fuera para arreglarlo?

—Geroldo es blando… demasiado blando. Le faltó valor para decírtelo. Le ha sucedido antes con las otras. Me pidió que me ocupara del problema por él. Y es lo que hago.

—No te creo. —Juana retrocedió, luchando por contener las lágrimas—. No te creo.

—Ya está todo resuelto —dijo Richild con un suspiro—. ¿Terminarás de escribir esa carta, o llamo a Wala?

Juana dio media vuelta y salió corriendo. Antes de llegar al salón oyó el tintineo de la campanilla de Richild llamando a su capellán.

Luc
estaba esperándola donde lo había dejado. Juana se arrojó de rodillas a su lado. El cuerpo del animal se apretó contra el de ella con afecto y su cabezota se apoyó en su hombro. Su presencia corpulenta la ayudaba a calmar sus emociones.

«No debo dejarme llevar por el pánico. Eso es lo que ella quiere que haga».

Tenía que pensar, planear sus próximos pasos.

Pero no podía impedir que sus pensamientos giraran sobre sí mismos de un modo inútil, llegando siempre al mismo lugar.

«Geroldo. ¿Dónde está? Si estuviera aquí, Richild no podría hacer esto. Salvo, por supuesto, que diga la verdad y este matrimonio haya sido idea de Geroldo».

Juana alejó aquella idea que le parecía una traición. Geroldo la quería; no permitiría que la casaran contra su voluntad con un hombre al que ni siquiera conocía.

Todavía podía regresar a tiempo para impedirlo. Podía…

No. No podía dejar que su futuro dependiera de un azar tan improbable. Aunque aturdida por la sorpresa y el miedo, la mente de Juana seguía estando lo bastante despejada para comprenderlo.

«Geroldo no regresará hasta dentro de dos semanas. La boda tendrá lugar en dos días».

Tenía que encontrar una forma. No podía aceptar aquel matrimonio.

«El obispo Fulgencio. Iré a verlo, hablaré con él, lo convenceré de que esta boda no debe tener lugar».

Juana estaba segura de que Fulgencio no había firmado aquel documento de buena gana. Con docenas de pequeñas amabilidades le había manifestado su simpatía y su complacencia por los adelantos que ella había conseguido en la escuela… especialmente desde que era una espina clavada en el costado de Odón.

«Richild debe de tener algún poder sobre él para hacerle firmar eso».

Si Juana pudiera hablarle, intentaría convencerlo de que impidiera la boda o al menos la retrasara hasta el regreso de Geroldo.

«Pero quizá no querrá verme». Si se había dejado convencer por la idea del matrimonio, no querría verla, se sentiría avergonzado ante ella. Si le pedía una audiencia probablemente se la negaría.

Trató de eliminar su miedo para poder pensar con lógica. «Fulgencio rezará la misa el domingo. Y antes encabezará la procesión hasta la catedral. Me acercaré entonces, me arrojaré a sus pies si es necesario. No me importa. Tendrá que detenerse y escucharme; lo obligaré a hacerlo».

Miró a
Luc
.

—¿Funcionará,
Luc
? ¿Bastará con eso para salvarme?

El animal inclinó la cabeza como si tratara de entender. Era un gesto que siempre divertía a Geroldo. Juana abrazó al lobo blanco y escondió la cara en la gruesa piel que le rodeaba el cuello.

Los primeros en aparecer fueron los notarios y otros funcionarios eclesiásticos, marchando en solemne procesión hacia la catedral. Tras ellos, a caballo, seguían los diáconos y subdiáconos, todos espléndidamente ataviados. Odón iba entre ellos con su túnica parda y luciendo en su rostro estrecho un gesto altivo de reprobación. Cuando su mirada cayó sobre Juana, que se hallaba entre los mendigos y peticionarios que esperaban al obispo, sus labios delgados dibujaron una sonrisa malévola.

Al fin apareció el obispo vestido con seda blanca, montado en un elegante corcel con arreos de color carmesí. Inmediatamente detrás de él iban los principales dignatarios del palacio episcopal: el tesorero, el que controlaba el vestuario y el limosnero. La procesión se detuvo cuando los andrajosos mendigos se apretujaron alrededor pidiendo a gritos limosnas en nombre de san Esteban, patrono de los indigentes. Con gesto cansino el limosnero distribuyó monedas entre ellos.

Juana se movió rápidamente hacia donde esperaba el obispo, cuyo caballo tiraba del freno con impaciencia. Cayó de rodillas.

—Eminencia, escuchad mi petición…

—Conozco este caso —interrumpió el obispo sin mirarla—, y ya he dado mi veredicto. No escucharé esta petición.

Espoleó el caballo, pero Juana saltó y asió una rienda, deteniéndolo.

—El matrimonio será mi ruina. —Habló rápido y sin alzar la voz para que nadie más la oyera—. Si no estáis en condiciones de impedirlo, ¿podéis al menos retrasarlo un mes?

Él hizo un gesto de volver a avanzar, pero Juana no soltó la rienda. Dos de los guardias se precipitaron sobre ella y la habrían arrastrado si el obispo no se lo hubiera impedido con un gesto de la mano.

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