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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (26 page)

—Llama al siguiente, Frambert.

—Aelfric acusa a Fulrad de negarse a pagar el precio de sangre debido.

El caso parecía bastante fácil. Tenbert, hijo de Fulrad, un chico de dieciséis años, había matado a una mujer joven, una de las colonas de Aelfric. El crimen en sí no estaba en discusión, sino la cuantía del precio de sangre. Las leyes sobre el
wergeld
eran detalladas y específicas para cada persona del imperio según el rango, las propiedades, la edad y el sexo.

—Fue culpa de ella —dijo Tenbert, un muchacho alto y desgarbado con pecas y gesto malhumorado—. Era sólo una colona; no debería haberse resistido tanto.

—La violó —explicó Aelfric—. Pasaba por mis viñedos donde estaban cosechando la uva y le gustó. Ella era una criatura hermosa de sólo doce inviernos, todavía una niña en realidad, y no lo comprendió. Creyó que quería hacerle daño. Como no quiso someterse, le pegó hasta cansarse. —Hubo un largo murmullo entre el público; Aelfric hizo una pausa para que registraran bien el hecho—. Murió al día siguiente, amoratada e hinchada y llamando a su madre.

—No tienes motivo de queja —intervino acaloradamente Fulrad, el padre de Tenbert—. ¿Acaso no te pagué a la semana siguiente? ¡Cincuenta sueldos de oro, una suma generosa! ¡Y la chica era una simple colona!

—La chica está muerta; no volverá a trabajar en mis viñedos. Y su madre, una de mis mejores tejedoras, ha quedado paralizada por el dolor y ya no me sirve tampoco. Pido el
wergeld
debido: cien sueldos de oro.

—¡Es demasiado! —Fulrad abrió los brazos—. Eminencia, con lo que le he dado, Aelfric puede comprarse veinte buenas vacas lecheras, lo que todo el mundo sabe que vale mucho más que una estúpida niña, su madre y el telar incluido.

Geroldo frunció el ceño. Aquellos regateos por el precio de sangre eran repugnantes. La chica tendría más o menos la misma edad que su hija Duoda. La idea de que aquel muchacho desagradable la violara era grotesca. Cosas así sucedían todo el tiempo, claro: una colona que hubiera llegado a los catorce años con su virtud intacta podía considerarse extraordinariamente afortunada, o fea, o ambas cosas. Geroldo no era ingenuo, sabía cómo era el mundo, pero aun así no le gustaba.

Sobre la mesa, frente a él, había un códice con tapas de cuero y el sello imperial estampado en oro. En él estaban escritas las antiguas leyes del imperio, la Ley Sálica y la Ley Carolingia, que incluía las revisiones y adiciones al código jurídico dictado por el emperador Carlomagno. Geroldo conocía la ley y no necesitaba el libro. No obstante, lo consultó solemnemente; su valor simbólico impresionaría a los litigantes y el veredicto que estaba a punto de emitir necesitaría de toda su autoridad.

—La Ley Sálica es muy clara en este punto —dijo al fin—. Cien sueldos de oro es el
wergeld
correspondiente por una colona.

Fulrad maldijo en voz alta. Aelfric sonreía.

—La niña tenía doce años —siguió Geroldo— y en consecuencia había llegado a la edad de concebir hijos. Por ley el precio de sangre debe triplicarse a trescientos sueldos de oro.

—Pero ¿es que la corte se ha vuelto loca? —gritó Fulrad.

—La suma —continuó Geroldo sin alzar la voz— será pagada como sigue: doscientos sueldos a Aelfric, el señor legal de la niña, y cien a la familia de la difunta.

Ahora le tocó a Aelfric escandalizarse.

—¿Cien a su familia? —dijo con incredulidad—. ¿A los colonos? Soy el señor de la tierra: el dinero de la chica es mío por derecho.

—¿Quieres arruinarme? —preguntó Fulrad, demasiado absorto en sus propios problemas para complacerse en el mal de su enemigo—. ¡Trescientos sueldos de oro es casi el precio de sangre de un guerrero! ¡De un sacerdote! —Avanzó con gesto agresivo hacia la mesa tras la que se hallaba Geroldo—. Y hasta, quizá —dijo con un inconfundible tono de amenaza en la voz—, de un conde.

Un breve grito de alarma recorrió el público cuando una docena de hombres de Fulrad se abrieron paso hasta el frente. Estaban armados con espadas y parecían ser hombres habituados a usarlas.

Los hombres de Geroldo se movieron para hacerles frente, las manos en las espadas a medio desenvainar. Geroldo los detuvo con un gesto.

—En nombre del emperador… —Su voz resonaba con la dureza de una hoja de acero—. El veredicto en este caso ha sido pronunciado y recibido. —Sus fríos ojos azules estaban fijos en Fulrad—. Llama al siguiente, Frambert.

Frambert no respondió. Se había movido de su asiento y estaba escondido bajo la mesa.

Pasaron varios segundos en un silencio tenso: el público, tan inquieto unos minutos antes, estaba paralizado. Geroldo se sentó en su silla dando muestras de la mayor confianza y tranquilidad, pero su mano derecha colgaba sobre la empuñadura de la espada, tan cerca que la tocaba con la punta de los dedos.

Bruscamente, con una maldición pronunciada entre dientes, Fulrad giró sobre sus talones. Cogiendo con rudeza a Tenbert por el brazo, lo arrastró hacia la puerta. Sus hombres lo siguieron y la multitud se abrió para dejarles paso. Cuando cruzaban el umbral, Fulrad descargó un golpe sobre la cabeza de su hijo. El grito de dolor del chico resonó en el salón y el público estalló en risas violentas que rompieron la tensión.

Geroldo sonrió con tristeza. Si algo sabía sobre la naturaleza humana era que Tenbert recibiría una buena paliza. Quizás eso le enseñaría una lección, quizá no. Fuera como fuera, ya no le haría ningún bien a la chica asesinada. Pero los padres recibirían parte del
wergeld
. Con el cual podrían comprar su libertad y tener una vida mejor ellos, sus otros hijos, y los hijos de sus hijos.

Geroldo mandó a sus hombres, con un gesto, que envainaran las espadas y se retiraran a su posición tras la mesa.

Frambert salió de su escondite y volvió a su puesto, con aire de dignidad herida. Estaba pálido y le temblaba la voz al leer el último caso.

—Ermoin, el molinero, y su mujer, demandan a su hija por haber tomado, en contra de la voluntad y la orden expresa de sus padres, a un esclavo por marido.

Una vez más el público se apartó para dejar pasar a una pareja mayor, de cabellos grises, patricios vestidos con buena ropa, testimonio del éxito de Ermoin en su comercio. Detrás de ellos venía un joven vestido con la túnica desgarrada y vieja de un esclavo, y detrás una muchacha con la cabeza baja en actitud modesta.

—Mi señor —dijo Ermoin sin esperar a que le preguntaran—, aquí ves a nuestra hija Hildegarde, alegría de nuestros viejos corazones, única con vida de los ocho hijos que tuvimos. Fue criada con todas las atenciones, mi señor, con demasiadas atenciones como vemos ahora para nuestro dolor. Porque nos ha pagado nuestros amorosos cuidados con la desobediencia y la ingratitud.

—¿Qué reparación pides a esta corte? —preguntó Geroldo.

—La elección, por supuesto, mi señor —dijo Ermoin sorprendido—. El huso y la espada. Debe elegir como lo exige la ley.

Geroldo se puso serio. En su carrera como
missus
había presidido un caso semejante y no le gustaba la perspectiva de presenciar otro.

—La ley, como dices, tiene prevista esa circunstancia. Pero parece dura, especialmente para una persona que ha sido criada con tantas… atenciones. ¿No hay otro medio?

Ermoin entendió a qué se refería: podía pagarse el precio del hombre y se convertiría en un hombre libre.

—No, mi señor. —El hombre negó con vehemencia.

—Muy bien —dijo Geroldo con tono resignado. No había modo de evitarlo… Los padres de la chica conocían la ley e insistirían en llevar a su conclusión aquel feo asunto—. Traed un huso —ordenó—. Hunrico… —dijo dirigiéndose a uno de sus hombres—, préstame tu espada. —No quería usar la suya, que nunca había herido carne indefensa ni lo haría mientras fuera su espada.

Hubo unos momentos de rumores y movimientos mientras llevaban un huso de una casa vecina. Cuando la chica alzó la vista, el padre le dirigió unas palabras enérgicas y ella volvió a bajar los ojos. Pero en aquel breve instante Geroldo pudo ver su cara. Era de una sorprendente belleza: ojos muy grandes en una piel lechosa, una frente delicada, labios de curvas suaves. Geroldo podía comprender la furia de los padres: con una cara como aquélla, la chica podía haber capturado el corazón de un gran señor, hasta de un noble, y haber mejorado la fortuna de la familia.

Geroldo puso una mano sobre el huso; con la otra levantó la espada.

—Si Hildegarde elige la espada —dijo en voz alta para que todos pudieran oír— entonces su marido, el esclavo Romualdo, morirá inmediatamente herido por su filo. Si elige el huso, ella se volverá esclava.

Era una elección terrible. En una ocasión, Geroldo había visto a otra chica, no tan hermosa pero igual de joven, hacer frente a la misma alternativa. Aquélla había escogido la espada y había visto cómo mataban con ella al hombre que amaba. Pero ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¿Quién escogería pudiendo evitarlo la degradación al estado vil de la esclavitud, no sólo para ella sino para sus hijos y todas las futuras generaciones por venir?

La chica estaba callada e inmóvil. No había reaccionado con ningún gesto mientras Geroldo explicaba el procedimiento.

—¿Comprendes el significado de la elección que debes hacer? —le preguntó con dulzura.

—Lo comprende, mi señor— dijo Ermoin, apretando el brazo de su hija—. Sabe exactamente qué debe hacer.

Geroldo bien podía imaginárselo. La cooperación de la chica sin duda había sido lograda por medio de amenazas y maldiciones, quizás incluso de golpes.

Los guardias que flanqueaban al joven echaron mano a sus armas para impedir un posible intento de fuga. Él los miró con desdén. Tenía un rostro interesante; una frente baja y vulgar coronada con una mata de pelo duro, pero ojos inteligentes, una mandíbula bien formada, una nariz fina y fuerte; parecía tener algo de la vieja sangre romana.

Podía ser un esclavo, pero tenía coraje. Geroldo ordenó a los guardias que se apartaran.

—Ven, niña —le dijo a la chica—. Debes hacerlo.

El padre le susurró algo al oído. Ella asintió y él le soltó el brazo y la empujó hacia delante.

Ella levantó la cabeza y miró al joven. El amor sin disimulo que brillaba en sus ojos sorprendió a Geroldo.

—¡No! —gritó el padre tratando de detenerla, pero ya era tarde.

Con la mirada fija en su marido ella se acercó sin vacilar al huso, se sentó en el suelo y empezó a hilar.

Cabalgando hacia Villaris al día siguiente, Geroldo pensaba en lo que había sucedido. La chica lo había sacrificado todo: su familia, su fortuna, hasta su libertad. El amor que había visto en su rostro encendía su imaginación y lo conmovía de un modo que no terminaba de entender. Lo único que sabía, con una convicción que borraba todo lo demás, era que él lo quería: quería para sí aquella pureza e intensidad de emociones que hacía que las otras cosas parecieran no tener sentido. No era demasiado tarde; estaba seguro de que tenía tiempo. Sólo tenía veintinueve años; ya no era joven, quizá, pero todavía se hallaba en la plenitud de sus fuerzas.

Nunca había querido a su esposa, Richild, ni ella había simulado nunca quererlo. Sabía que nunca sacrificaría por él la menor de sus joyas. El suyo había sido un matrimonio negociado, una combinación de fortunas y familias. Así era como las cosas debían ser y hasta hacía poco tiempo Geroldo nunca había pretendido nada más. Cuando, después del nacimiento de Duoda, Richild había anunciado que no quería más hijos, él había accedido a sus deseos sin sentir que perdiera nada. No había tenido dificultad en encontrar con quién compartir placeres lejos del lecho conyugal.

Pero entonces, a causa de Juana, todo aquello había cambiado. Trató de imaginársela, el hermoso cabello dorado rodeándole el rostro, los sabios ojos verdigrises dándole más años de los que tenía. Su nostalgia de ella, mayor aún que su deseo, le contraía el corazón. Nunca había conocido a nadie como ella. Su mente inquisitiva, sus ansias de poner en duda y negar ideas que el resto del mundo aceptaba como verdades inamovibles, lo llenaban de asombro. Podía hablar con ella como no podía hablar con nadie más. Podía confiarle todo, hasta su vida.

Sería muy fácil hacerla su amante; su último encuentro en el arroyo no le había dejado dudas al respecto. En contra de su costumbre, él se había contenido porque quería algo más, aunque en aquel momento no hubiera sabido qué.

Ahora lo sabía. «La quiero como esposa».

Sería difícil, y seguramente caro, liberarse de Richild, pero eso no importaba. «Juana será mi esposa. Si me quiere».

Con esta resolución tuvo un sentimiento de paz. Geroldo respiró profundamente, disfrutando los perfumes estimulantes del bosque en primavera y sintiéndose más vivo y más feliz que en los últimos años.

Estaban muy cerca. Una nube baja colgaba pesadamente en el aire, oscureciendo la visión que podía tener Geroldo de Villaris. Juana estaba allí, esperándolo. Impaciente, puso a
Pistis
al trote.

Un aroma desagradable llenaba el aire penetrando en sus sentidos.

Humo. La nube que pendía sobre Villaris era humo.

En pocos instantes todos corrían a todo galope a través del bosque, sin importarles las ramas que les desgarraban el cabello y la ropa. Salieron al claro y se detuvieron bruscamente mirando con incredulidad.

Villaris no existía.

Debajo de la nube de humo que trazaba lentas espirales, un montón oscurecido de escombros y ceniza era todo lo que quedaba del hogar que habían dejado hacía sólo dos semanas.

—Juana! —gritó Geroldo—. ¡Duoda! ¡Richild!

¿Habían escapado o estarían muertas, enterradas bajo aquellas ruinas humeantes?

Sus hombres ya estaban de rodillas en medio de los escombros buscando cualquier cosa reconocible, un trozo de tela, un anillo, un tocado. Algunos lloraban abiertamente al remover las piedras, temerosos de lo que podían hallar en cualquier momento.

A un lado, bajo un montón de vigas ennegrecidas, Geroldo vio algo que le hizo contraer el corazón. Era un pie. Un pie humano.

Corrió hacia allí y empezó a apartar las vigas tirando de ellas hasta que las manos le empezaron a sangrar, cosa que no notó. Poco a poco apareció el cuerpo que yacía debajo. Era un cuerpo de hombre tan quemado que los rasgos apenas si permitían reconocerlo, pero por el amuleto que le rodeaba el cuello Geroldo supo que era Andulf, uno de los guardias. En la diestra sostenía aún una espada. Geroldo se inclinó para empuñarla, pero la mano del cadáver se negó a soltarla. El calor del incendio había fundido el mango, soldando carne y hierro.

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