El paisaje estaba vacío. El humo se curvaba en perezosas espirales desde montones de escombros que aquella misma mañana habían sido un animado conjunto de casas que rodeaba la catedral.
Dorstadt estaba en ruinas.
Nada se movía. No había quedado nadie. Toda la población de la ciudad se había reunido en la catedral para la misa.
Miró hacia el este. Sobre las copas de los árboles que interrumpían su visión, una columna de humo negro subía a oscurecer el cielo.
Villaris. Lo habían quemado.
Se sentó en el suelo y hundió la cara en las manos, tocándose la mejilla herida. «Geroldo».
Necesitaba que él la abrazara, la consolara, hiciera que el mundo volviera a ser reconocible. Mirando el horizonte con los ojos medio cerrados esperaba que Geroldo apareciera, montado en
Pistis
, con su cabello rojo flotando tras él como un estandarte.
«Tengo que esperarle. Si vuelve y no me encuentra, pensará que me llevaron los del norte, como a la pobre Gisla. Pero no puedo quedarme aquí».
Miró con temor el paisaje de ruinas. No había señales de los hombres del norte. ¿Se habrían ido? ¿O volverían, en busca de más botín?
«¿Y si me encuentran?». Ya había visto cuánta piedad podía esperar de ellos una mujer sin protección.
¿Dónde podía esconderse? Echó a andar hacia los árboles que señalaban el límite del bosque que rodeaba la ciudad, primero al paso, después corriendo. Jadeaba entre sollozos; a cada paso esperaba que una mano la cogiera por detrás y la obligara a dar media vuelta para ver las horrendas máscaras metálicas. Una vez que llegó a la seguridad de los árboles, se arrojó al suelo.
Al cabo de un rato intentó sentarse. Se hacía de noche. El bosque se oscurecía. Oyó un roce de hojas y se estremeció de miedo.
Los hombres del norte podían estar cerca acampando en aquel bosque.
Tenía que escapar de Dorstadt y de algún modo comunicarle a Geroldo dónde había ido.
«Mamá». Echaba de menos a su madre, pero no podía ir a casa. Su padre no la habría perdonado. Si volvía llevándole la noticia de la muerte del único hijo varón que le quedaba, estaba segura de que se vengaría en ella.
«Si no fuera mujer. Si solamente…»
Durante el resto de su vida recordaría aquel momento y se preguntaría qué poder de Dios o del diablo había dirigido sus pensamientos. Pero entonces no tenía tiempo para pensarlo. Era una oportunidad. Quizá nunca volvería a haber otra.
El sol rojo brillaba sobre el horizonte. Tenía que actuar rápido.
Encontró a Juan tendido donde lo había dejado, en el interior sombrío de la catedral. Su cuerpo estaba blando y no presentó resistencia mientras ella lo puso de costado. El rigor cadavérico todavía no se había manifestado.
—Perdóname —le susurró mientras le quitaba el manto.
Cuando hubo terminado, lo cubrió con su propia túnica. Le cerró los ojos y lo arregló del modo más decente que pudo. Se puso de pie adaptándose al peso de sus nuevas ropas. No eran tan diferentes de las suyas, salvo por las mangas, que se ajustaban en los puños. Tocó con la punta de los dedos el cuchillo de mango de hueso que había quitado del cinturón de Juan.
«El cuchillo de mi padre». Era viejo, con el mango de hueso oscurecido y señalado, pero la hoja seguía estando afilada.
Fue al altar. Se soltó la capa y puso la cabellera sobre él. Los rizos se desplegaban sobre la pulida superficie de piedra, casi blancos en la última luz.
Levantó el cuchillo.
Lenta y deliberadamente empezó a cortar.
En el crepúsculo, la figura de un hombre joven salió por la puerta de la catedral saqueada y miró el paisaje con vivos ojos verdigrises. La luna se levantaba en un cielo que empezaba a animarse con el brillo de las estrellas.
Más allá de las ruinas de las casas, el camino del este brillaba en un plateado marino, en medio de la creciente oscuridad.
La figura se apartó de la sombra de la catedral. No había quedado nadie vivo para ver a Juana emprender el camino hacia el gran monasterio de Fulda.
El salón estaba lleno de gente y de ruido; eran personas que habían viajado desde los alrededores de aquella pequeña aldea de Westfalia para presenciar el desarrollo del
mallus
. Estaban apiñados e inquietos y arrugaban las esteras limpias que había extendidas sobre el suelo de tierra y al moverlas dejaban al descubierto las viejas manchas de cerveza, grasa, salivazos y excrementos animales que tenían debajo. El olor rancio subía por el aire caliente y sin ventilación. Pero a nadie le importaba gran cosa porque tales olores eran los habituales en las moradas francas. Además, el foco de atención de la gente estaba en otra parte: en el conde frisio de pelo rojo que había ido a hacer justicia en nombre del emperador.
Geroldo se volvió hacia Frambert, uno de los siete
scabini
asignados para ayudarlo en su tarea.
—¿Cuántos quedan todavía?
El
mallus
se había constituido al alba; ya era media tarde y llevaban ocho horas de ardua labor. Detrás de la mesa alta donde se sentaba Geroldo, sus cansados hombres se apoyaban en las espadas. Había llevado a veinte de sus mejores hombres, por si acaso. Desde la muerte del emperador Carlomagno, el imperio había ido derrumbándose; la posición de los
missi
imperiales era cada vez más precaria. En ocasiones tenían que hacer frente a audaces desafíos por parte de señores locales ricos y poderosos, hombres poco acostumbrados a que se pusiera en duda su autoridad. La ley no era nada si no se la podía hacer cumplir; por eso Geroldo había llevado tantos hombres, aunque eso significara dejar a Villaris casi indefensa. Pero la alta empalizada de la mansión era garantía suficiente contra las escaramuzas de ladrones y bandoleros solitarios que habían sido la única amenaza para la paz y la seguridad de la región durante muchos años.
Frambert revisó la lista de querellantes, escrita en una tira de pergamino de veinticinco centímetros de ancho, con los segmentos cosidos de modo tal que formaban un rollo de unos cinco metros de largo.
—Tres más, mi señor —dijo Frambert.
Geroldo suspiró con fatiga. Estaba cansado y tenía hambre; su paciencia para soportar el flujo interminable de mezquinas acusaciones, quejas y lamentos lo estaba agotando. Tenía ganas de estar de nuevo en Villaris con Juana.
«Juana». Cuánto la echaba de menos: su voz ronca, su risa profunda y potente, sus fascinantes ojos verdigrises que lo miraban con tanta sabiduría y amor. Pero no debía pensar en ella. Por eso había accedido a servir de
missus
: para poner distancia entre ellos y darse tiempo para recuperar el control sobre la ingobernable intensidad de las emociones que habían nacido dentro de él.
—Llama al siguiente, Frambert —dijo, interrumpiendo sus distraídos pensamientos.
Frambert levantó el rollo de pergamino y leyó en voz alta, esforzándose para que la ruidosa multitud lo oyera:
—Abo demanda a su vecino Hunald y dice que sin derecho ni justa compensación ha cogido ganado de su propiedad.
Geroldo asintió. La situación era muy frecuente. En aquellos tiempos de analfabetismo era raro el propietario que podía mantener por escrito el inventario de sus bienes; la ausencia de documentos dejaba el campo abierto para toda clase de robos y falsificaciones.
Hunald, un hombre corpulento, de cara roja y vestido ostentoso de lino rojo, se adelantó para negar la acusación.
—Los animales son míos. Traed el relicario. —Señaló la caja de reliquias sagradas que estaba sobre la mesa—. Ante Dios —adoptó una postura teatral, alzando los brazos al cielo— juraré mi inocencia sobre estos santos huesos.
—Las vacas son mías no de Hunald, cosa que él sabe bien —respondió Abo, un hombre pequeño cuyos modales tranquilos y vestimenta simple lo ponían en claro contraste con Hunald—. Hunald puede jurar todo lo que quiera; no cambiará la verdad.
—¿Qué, Abo, pones en duda el juicio de Dios? —protestó Hunald, subrayando con su tono de voz la piadosa indignación que podía esperarse de él; pero Geroldo captó el acento de triunfo—. ¡Eso es blasfemia, mi señor!
—¿Tienes alguna prueba de que las vacas sean tuyas? —le preguntó Geroldo a Abo.
La pregunta era bastante irregular; en Franconia no había leyes de testigos ni pruebas. Hunald fulminó con la mirada a Geroldo. ¿Qué trataba de hacer aquel extraño conde frisio?
—¿Prueba? —La idea era nueva; Abo tuvo que pensarlo un momento—. Bueno, Berta (que es mi esposa) puede nombrarlas a cada una, lo mismo que mis cuatro hijos que las han conocido desde que eran pequeños. Ellos podrían deciros cuál se enfada cuando la ordeñan y cuál prefiere el trébol a la alfalfa. —En aquel momento se le ocurrió otra idea—. Ponme ante ellas y déjame llamarlas porque conocen el sonido de mi voz y el tacto de mi mano. —Una pequeña chispa de esperanza se encendió en los ojos de Abo.
—¡Tonterías! —exclamó Hunald—. ¿Acaso esta corte preferiría las acciones de bestias sin razón a las leyes sagradas del cielo? Exijo un juicio justo por juramento. ¡Traed la caja de reliquias y juraré!
Geroldo se acarició la barba, pensando. Hunald era el acusado; estaba en su derecho al exigir que se le tomara el juramento. Dios no le permitiría jurar en falso con la mano sobre las santas reliquias: así decía la ley.
El emperador obtenía buenos dividendos por aquellos juicios, pero Geroldo tenía sus dudas. Estaba seguro de que había hombres a quienes les importaban más las sólidas ventajas de este mundo que los vagos e insustanciales terrores del próximo y no vacilaban en mentir. «Si se diera la ocasión, yo mismo lo haría —pensaba Geroldo—, si lo que estuviera en juego valiera la pena». Juraría una mentira sobre un carro lleno de reliquias para proteger la seguridad de alguien que amara.
«Juana». Otra vez la imagen de ella entraba de modo irresistible en su imaginación. Y la obligó a salir. Ya tendría tiempo para esos pensamientos cuando terminara su jornada.
—Mi señor —le dijo en voz baja Frambert inclinándose sobre él—. Puedo dar testimonio por Hunald. Es un buen hombre, un hombre generoso, y esta demanda contra él se basa en falsedades.
Bajo la mesa, fuera de la vista del público, Frambert jugueteaba con un magnífico anillo, una amatista engarzada en plata grabada con la figura de un águila. Le daba vueltas en el dedo medio para que Geroldo pudiera ver cómo brillaba a la luz.
—Ah, sí, un hombre sumamente «generoso». —Frambert se quitó el anillo del dedo—. Hunald me pidió que te dijera que este anillo es para ti. Un gesto de aprecio por tu apoyo. —Una pequeña sonrisa vacilante se dibujó en las comisuras de sus labios.
Geroldo cogió el anillo. Era una pieza soberbia, la mejor que había visto nunca. La sopesó y admiró el trabajo de orfebrería.
—Gracias, Frambert —dijo con tono firme—. Esto me hace mucho más fácil el juicio.
La sonrisa de Frambert se amplió: se convirtió en un gesto de intensa simpatía. Geroldo se volvió hacia Hunald.
—¿Quieres someterte al juicio de Dios?
—Así es, mi señor.
Hunald aumentaba su confianza porque sabía de qué trataban los murmullos entre Geroldo y Frambert. El criado con la caja de reliquias dio un paso adelante, pero Geroldo lo mandó quedarse en su sitio con un gesto.
—Pediremos la sentencia divina mediante el
judicium aquae ferventis
.
Hunald y Abo no parecían entender; al igual que el resto de los presentes, desconocían el latín.
—
Kesselfang
—tradujo Geroldo.
—
¡Kesselfang!
—Hunald se puso blanco; no había pensado en aquello. La prueba del agua hirviendo era una forma conocida de juicio, pero no había sido empleada en aquella parte del imperio desde hacía muchos años.
—Traed el caldero —ordenó Geroldo.
Hubo un momento de asombrado silencio. El salón se disolvió en un rumor caótico de voces y movimientos. Varios criados corrieron a buscar agua caliente a las casas vecinas. Volvieron minutos después con un caldero de hierro negro con la profundidad de un brazo de hombre, lleno de agua hirviendo. Lo colocaron sobre el hogar que había en el centro del salón y el agua no tardó en entrar en ebullición.
Geroldo asintió satisfecho. Dado el talento de Hunald para el soborno había temido que fuera un caldero más pequeño.
—¡Mi señor conde, protesto! —exclamó Hunald. El miedo lo había vuelto indiferente a las apariencias—. ¿Y el anillo?
—En él estaba pensando justamente, Hunald. —Geroldo levantó el anillo para que todos lo vieran y lo arrojó al caldero—. Por sugerencia del acusado este anillo será el servidor del juicio de Dios.
Hunald tragó con fuerza. El anillo era pequeño y escurridizo; sería infernalmente difícil recuperarlo. Pero no podía negarse sin admitir su culpa y devolver las vacas de Abo, que valían más de setenta sueldos. Maldijo al conde extranjero que tan inexplicablemente inmune era al intercambio de favores, beneficioso para ambas partes, que había caracterizado sus negociaciones con otros emisarios. Respiró profundamente y hundió el brazo en el caldero. Su rostro se arrugó de dolor cuando el agua hirviendo le abrasó la piel. Buscó con frenesí en el fondo del caldero. Soltó un gemido de desesperación cuando el anillo, que había logrado atrapar, se le resbaló entre los dedos. Volvió a intentarlo y,
Deo gratias
, lo cogió. Sacó la mano enseñando su presa.
—Aaaaaah. —Un murmullo de asombro recorrió al público al ver el brazo de Hunald. Ya empezaban a formarse ampollas en la superficie roja de la piel.
—Diez días —dijo Geroldo— será el plazo del juicio de Dios.
Hubo un estremecimiento en el público, pero no sonaba a protesta. Todos comprendían la ley: si las heridas del brazo y mano de Hunald se curaban en diez días, su inocencia quedaría probada y el ganado sería suyo. Si no, era culpable de robo y los animales volverían a su legítimo propietario, Abo.
En su interior, Geroldo dudaba que las heridas se curaran en tan poco tiempo. Era lo que había querido ya que no tenía dudas de que Hunald era culpable del delito. Y si las heridas de Hunald se curaran en el plazo estipulado… en fin, se lo pensaría dos veces antes de volver a robar ganado a sus vecinos. Era una justicia tosca, pero era todo lo que permitía la ley y era mucho mejor que nada.
Lex dura, sed lex
. Los estatutos imperiales eran los únicos pilares en los que se apoyaba la ley en aquellos tiempos de desorden; si se los echaba abajo, quién sabe qué vientos de salvajismo asolarían la tierra, derribando a débiles y poderosos por igual.