En aquel momento los distrajo la aparición del hermano Hildwin, el sacristán, que se apresuraba a interponerse entre Judith y la puerta de la iglesia.
—La paz sea contigo, señora —dijo, usando la lengua franca.
—
Et cum spiritu tuo
—respondió ella en perfecto latín.
Él siguió hablándole en lengua vulgar deliberadamente.
—Si pides comida y alojamiento podemos dároslo a ti y a tus hombres. Te escoltaré a la casa de visitantes distinguidos e informaré al señor abad de tu llegada. Seguramente querrá saludarte en persona.
—Eres muy amable, pero no pido
hospitalitas
—respondió ella—. Sólo quiero encender un cirio en la iglesia por mi hijo muerto. Después seguiré mi camino.
—¡Ah! Entonces, hija, es mi deber como sacristán de esta iglesia informarte de que no puedes pasar por estas puertas mientras sigas… —buscó la palabra adecuada— no limpia.
Judith se ruborizó pero no perdió la compostura.
—Conozco la ley, padre —dijo con calma— He esperado los treinta y tres días requeridos desde el parto.
—La criatura a la que habrías dado a luz era una niña, ¿no es así? —El hermano Hildwin hablaba con aire condescendiente.
—Sí.
—Entonces el período de… no limpieza… es mayor. No puedes entrar en los confines de esta iglesia en sesenta y seis días después del parto.
—¿Dónde está escrito? Nunca he leído esa ley.
—Ni podrías leerla siendo mujer como eres.
Juana se sobresaltó ante lo directo de la afrenta. Con la fuerza de la experiencia, sintió la vergüenza de la humillación de Judith. Toda la erudición de la señora, su inteligencia, su rango, se reducían a nada. El último de los mendigos, ignorante y sucio, podía entrar en la iglesia a rezar, pero Judith no podía porque estaba en estado «no limpio».
—Vuelve a casa, hija —seguía el hermano Hildwin—, y reza en tu capilla por el alma de tu hija sin bautizar. Dios tiene horror de lo que va contra la naturaleza. Deja la pluma y toma la femenina aguja; arrepiéntete del orgullo y Él te aliviará de la carga que te ha impuesto.
El rubor de las mejillas de Judith se extendió a toda su cara.
—Este insulto no quedará sin respuesta. Mi marido lo sabrá de inmediato, y no quedará complacido.
Era sólo una bravata porque la autoridad temporal del vizconde Waifar no llegaba hasta allí y ella lo sabía. Con la cabeza alta se volvió hacia su caballo.
Juana se adelantó desde el grupo de novicios.
—Dame tu cirio, señora —dijo, tendiendo una mano— Yo lo encenderé por ti.
En los hermosos ojos negros de Judith se dibujaron la sorpresa y la desconfianza. ¿Sería un nuevo modo de humillarla?
Durante largo rato las dos mujeres se quedaron mirándose. Judith, epítome de la belleza femenina con su túnica dorada, su largo cabello enmarcando el rostro, y Juana, la más alta de las dos, con aire de muchacho y vestida con la túnica de monje.
Algo en los ojos verdigrises fijos en los suyos debió de persuadir a Judith. Sin palabras, puso el delgado cirio en la mano extendida de Juana. Volvió a montar y salió.
Juana encendió el cirio ante el altar como había prometido. El sacristán estaba furioso.
—¡Una insolencia intolerable! —declaró.
Y aquella noche, para evidente placer del hermano Tomás, a Juana le ordenaron ayunar en castigo por su crimen.
Después de este episodio, Juana hizo un esfuerzo decidido por apartar a Geroldo de su memoria. Nunca podría ser feliz viviendo la existencia restringida de una mujer. Además, razonó, su relación con Geroldo no era lo que ella había creído. Había sido una niña, ingenua y sin experiencia; su amor había sido una ilusión nacida de la soledad. Geroldo seguramente no la había amado, o nunca la habría dejado.
«
Aegra amans
», pensó. Realmente Virgilio tenía razón: el amor era una forma de enfermedad. Alteraba a las personas, las hacía comportarse de forma extraña e irracional. Se alegraba de haberlo dejado atrás.
«Nunca te entregues a un hombre». Las palabras de advertencia de su madre volvían a ella. Las había olvidado en el fervor de su enamoramiento infantil. Ahora comprendía cuánta suerte había tenido de escapar al destino de su madre.
Una y otra vez, Juana se repetía estas cosas hasta que finalmente llegó a creerlas.
Los hermanos estaban reunidos en la sala capitular, sentados por orden de edad en las gradas, las filas de asientos de piedra que corrían a lo largo de las paredes. La reunión del capítulo era la asamblea más importante del día fuera de los oficios religiosos porque era allí donde se trataban los asuntos habituales de la comunidad, así como las cuestiones relativas a administración, finanzas, nombramientos y disputas. También era allí donde se suponía que los hermanos que habían cometido transgresiones de la regla debían confesar sus faltas y recibir las penitencias o ser acusados por otros.
Juana siempre entraba en el capítulo con un cierto temor. ¿Se habría delatado sin saberlo, por alguna palabra o gesto imprudentes? Si su verdadera identidad se descubriera alguna vez se enteraría allí.
La reunión siempre empezaba con la lectura de un capítulo de la Regla de san Benito, el libro de normas monásticas que guiaban la vida espiritual y administrativa de la comunidad. La regla era leída de principio a fin, un capítulo por día, de modo que en el curso de un año los hermanos la oían en su integridad.
Tras la lectura y la bendición, el abad Rabano preguntó:
—Hermanos, ¿tenéis alguna falta que confesar?
Antes de que hubiera terminado de preguntarlo, el hermano Thedo se puso en pie.
—Padre, confieso una falta.
—¿De qué se trata, hermano? —dijo el abad Rabano haciendo acopio de paciencia.
El hermano Thedo siempre era el primero en acusarse.
—He cometido una falta en la ejecución del
opus manuum
. Mientras copiaba la vida de san Amando me quedé dormido en el
scriptorium
.
—¿Otra vez? —El abad Rabano arqueó una ceja.
Thedo inclinó la cabeza.
—Padre, soy pecador e indigno. Por favor, dadme la más dura de las penitencias.
El abad Rabano suspiró.
—Muy bien. Durante dos días harás penitencia de pie frente a la iglesia.
Los hermanos sonrieron secamente. El hermano Thedo hacía penitencia frente a la iglesia con tanta frecuencia que parecía parte del decorado, un viviente pilar de remordimiento. Pero Thedo estaba desilusionado.
—Sois demasiado bueno, padre. Por una falta tan grave pido que se me permita hacer la penitencia durante una semana.
—A Dios no le agrada el orgullo, Thedo, ni siquiera en el sufrimiento. Recuerda eso mientras pides perdón por tus otras faltas.
La reprimenda dio en el blanco. Thedo se ruborizó y se sentó.
—¿Alguna otra falta que confesar? —preguntó Rabano.
El hermano Hunrico se puso de pie.
—Llegué tarde dos veces al oficio nocturno.
El abad Rabano asintió; había notado las demoras de Hunrico, pero como admitía su falta voluntariamente y no trataba de ocultarla, su penitencia sería leve.
—Hasta el día de san Dionisio harás la guardia nocturna.
El hermano Hunrico inclinó la cabeza. La festividad de san Dionisio era dos días después; durante las siguientes dos noches debía mantenerse despierto y vigilar el curso de la luna y las estrellas en el cielo para poder determinar lo más certeramente posible la llegada de la octava hora de la noche (las dos de la madrugada) y despertar a los hermanos dormidos para la celebración de la vigilia. Aquellas guardias eran esenciales para la observación estricta del oficio nocturno porque el único modo no humano de medir el tiempo era el reloj de sol, que por supuesto no servía durante la noche.
—Durante tu vela —siguió Rabano— rezarás arrodillado sobre espinas para que te recuerden tu indolencia y te impidan agravar tu falta con un pecaminoso adormecimiento.
—Sí, padre abad.
El hermano Hunrico aceptaba la penitencia sin rencor. Por una ofensa tan grave el castigo podría haber sido mucho peor.
Varios hermanos se levantaron sucesivamente y confesaron faltas menores como romper platos en el refectorio, cometer errores de escritura o en el oratorio, y recibieron sus correspondientes castigos con humildad. Cuando hubieron terminado, el abad Rabano dejó pasar un momento para asegurarse de que nadie más quisiera confesarse. Y dijo:
—¿Se ha infringido la regla de algún otro modo? Que los que hablen lo hagan por el alma de nuestros hermanos.
Aquélla era la parte de la reunión que más temía Juana. Mirando a lo largo de la fila de hermanos sus ojos se posaron en el hermano Tomás, que la miraba desde debajo de sus párpados pesados con inconfundible hostilidad. Se movió incómoda en su asiento. «¿Intentará acusarme de algo?».
Pero Tomás no hizo ningún movimiento. A su lado se levantó el hermano Odilón.
—Durante el ayuno del viernes vi al hermano Hugo coger una manzana del huerto y comérsela.
El hermano Hugo se puso de pie, nervioso.
—Padre, es cierto que cogí una manzana porque había estado trabajando muy duro con la maleza y sentía una gran debilidad en los miembros. Pero, padre santo, no me comí la manzana; apenas si di un pequeño mordisco para darme fuerza y poder seguir con el opus manuun.
—La debilidad de la carne no es excusa para la violación de la regla —respondió severamente el abad Rabano— Es una prueba enviada por Dios para probar el espíritu del fiel. Como Eva, la madre del pecado, tú has fallado en la prueba, hermano… Es una falta seria, especialmente porque no la confesaste tú mismo. En castigo ayunarás una semana y te olvidarás de las porciones adicionales hasta la Epifanía.
¡Una semana de hambre y nada de extras (las pequeñas golosinas que complementaban el austero régimen de verduras, legumbres y ocasionalmente pescado) hasta mucho después! Esta última parte sería especialmente dura porque durante aquella temporada afluían regalos de comida desde todas partes, en la medida en que los cristianos se sentían culpables y preocupados por sus almas inmortales. Pasteles de miel, pollos asados y otras maravillosas indulgencias iluminaban brevemente las mesas de la abadía. El hermano Hugo dirigió una mirada torva al hermano Odilón.
—Además —siguió el abad Rabano—, en agradecimiento al hermano Odilón por su atención a tu bienestar espiritual, esta noche te postrarás ante él y le lavarás los pies con humildad y agradecimiento.
El hermano Hugo inclinó la cabeza. Por fuerza tendría que hacer lo que le ordenaba el abad, pero Juana dudaba de que sintiera agradecimiento. Era más fácil realizar actos de penitencia que sentirla en el corazón.
—¿Hay alguna otra falta que debamos conocer? —preguntó el abad. Como nadie respondía dijo con gravedad—: Me apena tener que decir que hay uno entre nosotros que es culpable del peor de los pecados, un crimen detestable a la vista de Dios y del cielo…
El corazón de Juana dio un brinco de alarma.
—… la ruptura de su sagrado voto hecho a Dios.
El hermano Gottschalk se puso de pie de un salto.
—¡Fue el voto de mi padre, no mío! —dijo con voz ahogada.
Gottschalk era un hombre joven, tres o cuatro años mayor que Juana, con cabello negro rizado y ojos tan hundidos en sus órbitas que parecían dos agujeros negros. Al igual que Juana, era un oblato, ofrecido al monasterio en su infancia por su padre, un noble sajón. Al hacerse mayor, quería marcharse.
—Es legal que un hombre cristiano dedique su hijo a Dios —dijo con severidad el abad Rabano—. Una ofrenda semejante no puede retirarse sin grave pecado.
—¿No es igual pecado que un hombre sea obligado contra su naturaleza y su voluntad?
—Si un hombre no se inclina, Él desenvainará su espada —dijo ahuecando la voz el abad—. Él ha tomado posición y se ha preparado. Él ha preparado para el hombre los instrumentos de muerte.
—¡Eso es imposición, no verdad! —gritó Gottschalk con pasión.
«¡Vergüenza!», «¡Pecador!», «¡Deberías avergonzarte, hermano!». Gritos aislados acompañaban el coro de reprobación de los hermanos.
—Tu desobediencia, hijo mío, ha puesto tu alma inmortal en grave peligro —dijo con solemnidad el abad Rabano—. Hay una sola cura para esa enfermedad, en las justas y terribles palabras del apóstol:
Tradere hujusmodi hominem in interitum carnis, ut spiritus salvus sit in diem Domini
: «Ese hombre debe ser entregado a la destrucción de su carne para que su espíritu pueda salvarse en el día del Señor».
A una señal de Rabano, dos de los
decani juniores
, hermanos a cargo de la disciplina monástica, cogieron por los brazos a Gottschalk y lo empujaron hacia el centro del salón. Éste no ofreció resistencia cuando lo hicieron poner de rodillas y le arrancaron con fuerza la túnica, exponiendo su espalda y sus nalgas desnudas. Desde un rincón donde lo habían dejado con este fin, el hermano Germar, diácono, cogió la gruesa rama de sauce en cuyo extremo habían atado ramales de áspera y nudosa cuerda. Tomando posición cuidadosamente, levantó el azote y lo descargó en la espalda de Gottschalk. El chasquido resonó entre la asamblea silenciosa.
La piel marcada de la espalda de Juana se estremeció. La carne tenía su propia memoria, más perspicaz que la del espíritu.
El hermano Germar volvió a alzar la disciplina y la descargó con más fuerza que antes. Todo el cuerpo de Gottschalk se sacudió, pero tenía los labios apretados, negándose a darle al abad Rabano la satisfacción de oírlo gritar. Otra vez se alzó y cayó la disciplina, y aun entonces Gottschalk se mantuvo firme.
Después de los siete latigazos habituales, el hermano Germar bajó la disciplina. El abad Rabano le indicó que siguiera con un rictus de irritación. Aunque sorprendido, el hermano Germar obedeció.
Tres latigazos más, cuatro, cinco, y después hubo un horrible crujido cuando la disciplina tocó el hueso. Gottschalk echó atrás la cabeza y gritó: un gran grito desgarrador que salía del centro de su ser. El sonido quedó suspendido en el aire y se transformó en un largo sollozo.
El abad Rabano asintió satisfecho y ordenó al hermano Germar que se detuviera. Cuando levantaron al hermano Gottschalk y se lo llevaron medio a rastras, Juana alcanzó a ver algo blanco en su espalda escarlata. Era una de las costillas, que había atravesado completamente la carne.