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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (13 page)

—No hay montura para él —dijo el que mandaba—, ni comida.

—Podemos cabalgar juntos —dijo Juana—. Y compartir la ración.

El hombre negó con la cabeza.

—El obispo mandó por ti. No tiene sentido llevar a tu hermano.

—Mi padre hizo un pacto con vuestro compañero —mintió Juana—. Me permitía ir sólo a condición de que me acompañara Juan. Si no va él, mi padre volverá a llamarme a mi casa… y tendréis que escoltarme de nuevo.

El hombre frunció el ceño; estaba probando en carne propia las incomodidades de un largo viaje y no le agradaba la perspectiva de hacer otro. Juana siguió presionando.

—Si eso sucede le diré al obispo que hice todo lo posible por explicaros la situación y que vosotros no me escuchasteis. ¿Le agradará saber que todo el malentendido fue por vuestra culpa?

El hombre estaba atónito. Nunca había oído a una niña hablar con tanta audacia. Ahora entendía por qué el obispo quería verla; era diferente, eso no podía negarse.

—Muy bien —accedió a regañadientes—. El niño puede venir.

El viaje a Dorstadt fue agotador porque los hombres de la escolta estaban ansiosos por volver a sus casas y hacían jornadas largas a buen paso. Pero los rigores del viaje no molestaron a Juana, que iba fascinada por el paisaje cambiante y el nuevo mundo que cada día se abría ante ella. Al fin era libre, libre de Ingelheim y de los confines estrechos de su vida en una aldea. Atravesaba pequeños pueblos miserables y ciudades prósperas con el mismo placer, llena de curiosidad y asombro. Juan, en cambio, no tardó en ponerse irritable por la falta de comida y descanso. Juana trató de calmarlo, pero el malhumor del niño no hacía más que aumentar ante la solicitud de su hermana.

Llegaron al palacio del obispo al mediodía del décimo día. El mayordomo del palacio echó una mirada de reprobación a los dos niños por sus ropas campesinas manchadas y arrugadas, y ordenó que se dieran un baño y se pusieran ropa limpia antes de hacerlos pasar para que los viese el obispo.

Para Juana, acostumbrada a lavarse rápidamente en el arroyo que corría detrás del
grubenhaus
, el baño fue una experiencia extraordinaria. El palacio del obispo tenía baños interiores con agua caliente, un lujo del que ella nunca había oído hablar. Se quedó en el agua tibia durante más de una hora mientras las sirvientas la frotaban hasta que la piel le brilló, rosada y casi despellejada. En cambio la espalda se la limpiaron con la mayor delicadeza, soltando suspiros de compasión por las cicatrices. Le lavaron el cabello y retorcieron la masa larga y dorada en brillantes trenzas que enmarcaban su cara. Luego le pusieron una túnica nueva de lino verde. La textura era tan suave y el tejido tan fino que a Juana le costaba creer que hubieran podido hacerla manos humanas. Cuando estuvo vestida, las mujeres le llevaron un espejo con marco de oro. Juana lo alzó y vio la cara de una extraña. Nunca había visto sus propios rasgos, salvo en ocasionales fragmentos distorsionados en las aguas fangosas del estanque de la aldea. La asombró la claridad de la imagen en el espejo. Lo mantuvo firme frente a ella, examinándose con mirada crítica.

No era bonita, pero eso ya lo sabía. No tenía la frente alta y pálida, la barbilla delicada ni los hombros frágiles tan preciados por poetas y amantes. Tenía el aire rudo y saludable de un muchacho. La frente era demasiado pequeña, la barbilla demasiado firme, los hombros demasiado cuadrados para que la consideraran guapa. Pero su cabello (el de mamá) era hermoso y los ojos eran aceptables: grandes, de un color verde con tonalidades grises y con pestañas abundantes. Se encogió de hombros y dejó a un lado el espejo. El obispo no la había mandado llamar para descubrir si era bonita.

Entró Juan, igualmente ataviado con una túnica y un manto de lino azul. Los condujeron ante el mayordomo del palacio.

—Mejor —dijo el hombre, examinándolos—. Mucho mejor. Muy bien, seguidme.

Fueron por un largo corredor cuyas paredes estaban cubiertas con enormes tapices trabajosamente bordados con hilos de oro y plata. El pulso de Juana se hacía irregular por la emoción. Estaba a punto de conocer al obispo.

«¿Podré responder a sus preguntas? ¿Me aceptará en la escuela?». De pronto se sentía incapaz e insegura. Trató de recordar algo de lo que había estudiado, pero su mente se quedó en blanco. Cuando pensó en Esculapio, en la fe que éste había tenido en ella disponiendo aquella entrevista, se le contrajo el estómago.

Se detuvieron ante una puerta doble de roble. Del interior salía un ruido de voces y de platos. El mayordomo hizo un gesto al criado que guardaba la entrada y éste abrió las pesadas puertas.

Juana y su hermano entraron y se detuvieron con la boca abierta. Había unas doscientas personas reunidas en el salón, sentadas tras largas mesas cargadas de comida. Platos llenos con toda variedad imaginable de carne asada (capón, ganso, gallina y ciervo) se sucedían en las mesas al alcance de los comensales, que arrancaban trozos con las manos, se los llevaban a la boca y se limpiaban con las mangas. En el centro de la mesa más grande, a medias devorada pero todavía reconocible, estaba la enorme cabeza de un jabalí asado, bañado en salsa. Había sopas y panes, castañas peladas, higos, dátiles, dulces blancos y rojos, y muchos otros platos que Juana no pudo identificar. Nunca había visto tanta comida junta.

—¡Una canción! ¡Una canción! —Las copas de metal golpeaban las mesas, rítmica e insistentemente— ¡Vamos, Widukind, canta una canción!

Un hombre joven, alto y de piel muy blanca tuvo que ponerse de pie, empujado por sus vecinos, y lo hizo riéndose.


Ik gihorta dat seggen dat sih urhettun aenon muo tin, hiltibraht enti hadubrant…

Juana estaba sorprendida. El joven cantaba en teodisco, la lengua común; el canónigo la habría llamado una lengua pagana.

«Me han contado que dos guerreros, Hildebrando y Hadubrando, entre dos ejércitos se enfrentaron… —Los hombres se pusieron de pie y se unieron al coro, alzando las copas—: … sacaron sus lanzas de fresno y en una tormenta encrespada se encontraron, chocaron sus armas, sus escudos de tilo astillaron…»

Una canción extraña para cantarse en la mesa de un obispo.

Juana miró a Juan, que escuchaba extasiado, con los ojos brillantes de euforia.

Con un grito exultante, los hombres terminaron la canción. Se oyó un fuerte ruido de madera raspando el suelo cuando se sentaron y desplazaron los largos bancos hacia las mesas. Otro hombre se puso de pie con una sonrisa irónica:

—Oí hablar de algo que se levantaba en un rincón… —Hizo una pausa expectante.

—¡Una adivinanza! —gritó alguien y la gente aulló con aprobación—. ¡Una de las adivinanzas de Haido! ¡Sí! ¡Sí! ¡Queremos oírla!

El hombre llamado Haido esperó a que cesara el ruido.

—Oí hablar de algo que se levantaba en un rincón —repitió—, hinchándose y subiendo hasta destaparse. El altivo novio cogió con las dos manos aquella maravilla sin hueso…

Entre los comensales empezaron a oírse risas de entendimiento.

—… la hija del príncipe cubrió aquel ser misterioso que se hinchaba con una tela circular. —Los ojos risueños de Haido recorrieron el salón en actitud desafiante—. ¿Qué es?

—Mira entre tus piernas —gritó alguien— y encontrarás la respuesta.

A esto siguieron más risas y gestos obscenos, que Juana observaba con asombro. ¿Aquello era la residencia de un obispo?

—¡No! —respondió Haido alegremente—. ¡Estás equivocado!

—¡La respuesta, entonces! ¡La respuesta! —gritaban todos, golpeando las mesas con las copas.

Haido esperó un momento para crear más expectación.

—¡La levadura! —exclamó con tono triunfante y se sentó bajo una oleada de risas que sacudían el salón.

Cuando el ruido cesó, el mayordomo dijo:

—Venid conmigo.

Y llevó a los dos niños hasta el fondo, donde había una mesa elevada sobre una tarima. En el centro estaba sentado el obispo, que seguía riéndose, vestido con una magnífica seda amarilla manchada de grasa y vino. Un almohadón mullido señalaba su sitio en el banco. Su aspecto era por completo distinto del que Juana había imaginado. Era un hombre corpulento de cuello grueso; a través de la túnica de seda se vislumbraban los músculos poderosos del pecho y los hombros. El vientre redondo y la cara encendida eran los de un hombre que disfrutaba de la comida y el vino. Cuando se acercaron, se estaba inclinando para poner un dulce carmesí en los labios de una mujer de pecho generoso sentada a su lado. Ella lo mordió, susurró algo al oído del obispo y los dos se rieron.

El mayordomo se aclaró la garganta:

—Señor, han vuelto los hombres de Ingelheim con la niña.

El obispo le dirigió una mirada vacía.

—¿Niña? ¿Eh? ¿Qué niña?

—La que mi señor mandó a buscar. Una candidata para la escuela, según creo. Recomendada por el…

—Sí, sí. —El obispo hizo un gesto de impaciencia—. Ya recuerdo. —Su brazo seguía rodeando los hombros de la mujer. Miró a Juana y a Juan— Y bien, Widukind, ¿estoy viendo doble?

—No, mi señor. El canónigo mandó también a su hijo varón. Los dos llegaron juntos y no quisieron separarse.

—Bien. —La cara del obispo brillaba de diversión—. ¿Qué te parece? Pido uno y me mandan dos. ¡Ojalá el emperador fuera tan generoso en sus favores como este prelado rural!

La mesa atronó de risa. Hubo varios gritos de «¡Oíd, oíd!» y «Amén».

El obispo se inclinó para coger una pata de pollo de la fuente. Le dijo a Juana:

—¿Eres tan sabia como nos han dicho que eres?

Juana vaciló sin saber bien qué correspondía decir:

—He estudiado mucho, eminencia.

—¡Bah! ¡Estudiar! —exclamó con desdén el obispo. Le dio un mordisco al pollo—. La escuela está llena de cabezas de piedra que estudian pero no saben nada. ¿Qué es lo que tú «sabes», niña?

—Sé leer y escribir, eminencia.

—¿En teodisco o en latín?

—En teodisco, en latín y en griego.

—¡Griego! Eso ya es algo. Ni siquiera Odón sabe griego, ¿no es así, Odón? —Sonrió a un hombre de rostro agradable sentado un poco más allá.

Odón esbozó una sonrisa sin humor.

—Es una lengua pagana, señor, una lengua de idólatras y herejes.

—Así es, así es. —El tono del obispo era socarrón—. Odón siempre está en lo cierto, ¿verdad, Odón?

El clérigo resopló:

—Sabéis bien, eminencia, que no apruebo este último capricho vuestro. Es peligroso e impío admitir a una mujer en la escuela.

Desde el otro lado del salón una voz exclamó:

—No es una mujer todavía, por lo que se ve.

Otra oleada de risas recorrió el salón, acompañada de observaciones subidas de tono. Un calor ardiente subió por la garganta de Juana hasta sus mejillas. ¿Cómo podía comportarse así la gente en presencia del obispo?

—Y además es inútil —siguió diciendo el hombre llamado Odón cuando los ruidos cesaron—. Por naturaleza, las mujeres son incapaces de razonar. —Su mirada desdeñosa pasó por encima de Juana y volvió al obispo—. Sus humores naturales, que son fríos y húmedos, no son apropiados para la actividad cerebral. No pueden comprender los conceptos espirituales y morales más altos.

Juana lo miraba sin pestañear.

—He oído ya esas opiniones —dijo el obispo. Sonreía a Odón con la expresión de quien estaba disfrutando inmensamente de una escena—. Pero ¿cómo puedes explicar entonces los logros de la niña, por ejemplo su conocimiento del griego, lengua que ni siquiera tú, Odón —se demoró en sus palabras—, has logrado dominar?

—Se ha jactado de su capacidad, pero no hemos tenido prueba de ella —replicó Odón—. Sois crédulo. El griego puede no haber sido muy veraz en sus relatos.

Aquello era demasiado. Primero, aquel hombre odioso la ofendía y después se atrevía a atacar a Esculapio. Sus labios empezaban a formar una respuesta airada cuando captó la mirada simpática de un caballero pelirrojo sentado junto al obispo.

«No», le decía él en silencio. Juana vaciló, captando el mensaje que provenía de los ojos azules del hombre. El caballero se volvió hacia el obispo y le susurró algo. El obispo asintió y se dirigió hacia el clérigo de cara delgada.

—Muy bien, Odón, examínala.

—¿Señor?

—Examínala. Comprueba si es apta para estudiar en la escuela.

—¿Aquí, mi señor? No parece indic…

—Aquí, Odón. ¿Por qué no? Todos sacaremos provecho del ejemplo.

Odón frunció el ceño. Se volvió hacia Juana. Su cara estrecha apuntaba hacia ella como un hacha.


Quicunque vult
. ¿Qué significa?

Juana quedó sorprendida. ¿Por qué una pregunta tan fácil? Quizás era un truco. Quizás estaba tratando de hacerle bajar la guardia. Respondió con cautela.

—Es la doctrina que dice que las tres personas de la Trinidad son consustanciales. Que Cristo fue plenamente divino así como plenamente humano.

—¿La autoridad de esta doctrina?

—El primer Concilio de Nicea.


Confessio fidei
. ¿Qué es?

—Es la falsa y perniciosa doctrina —Juana sabía qué decir porque Esculapio la había preparado con la mayor prudencia en este punto— que asegura que Cristo fue primero un ser humano y sólo en segundo lugar divino. Es decir, divino sólo a través de la adopción por el Padre. —Examinó la cara de Odón, pero era inescrutable—.
Films non propius, sed adoptivus
—añadió, para completar el concepto.

—Explica la naturaleza falsa de esta herejía.

—Si Cristo es el Hijo de Dios por gracia y no por naturaleza, entonces Él debe estar subordinado al Padre. Esto es una herejía, una falsedad y una abominación —recitó Juana de memoria— porque el Espíritu Santo procede no sólo del Padre sino también del Hijo; hay sólo un Hijo y no es un hijo adoptivo.
In utraque natura proprium eum et non adoptivum filium dei confitemur.

La gente en las mesas estalló en un aplauso.


Litteratissima!
—gritó alguien desde una mesa lejana.

—Un pequeño monstruito curioso, ¿no? —murmuró una mujer detrás de Juana, en voz demasiado alta.

—Bien, Odón —dijo jovialmente el obispo—. ¿Qué dices? ¿Tenía razón el griego sobre Juana o no?

Odón parecía haber tomado vinagre.

—Al parecer, la niña tiene algún conocimiento de teología ortodoxa. Lo cual en sí mismo no prueba nada. —Hablaba con condescendencia, como si se dirigiera a un niño con problemas—. En algunas mujeres hay una capacidad imitativa altamente desarrollada que les permite memorizar y repetir las palabras de los hombres, lo cual tiene la apariencia de pensamiento. Pero esta capacidad imitativa no debe ser confundida con la genuina razón, que es esencialmente masculina. Porque, como es bien sabido —la voz de Odón adoptaba un tono de autoridad porque ahora estaba en terreno conocido para él—, las mujeres son inferiores a los hombres.

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