—Aquel invierno —empezó Gudrun lentamente— nos estábamos muriendo de hambre porque los soldados cristianos habían quemado las cosechas, junto con nuestras casas. —Su mirada se perdía en la distancia, como si estuviera viendo las imágenes del pasado—. Comíamos cualquier cosa que pudiéramos encontrar: hierba, cardos, hasta las semillas que encontrábamos en el estiércol de los animales. No estábamos muy lejos de la muerte cuando llegaron tu padre y los otros misioneros. Eran diferentes de los otros: no llevaban espadas ni lanzas y nos trataban como a personas, no como a bestias. Nos dieron comida a cambio de nuestra promesa de escuchar la palabra del Dios cristiano.
—¿Cambiaban comida por fe? —preguntó Juana—. Un modo lamentable de ganar almas.
—Yo era joven e impresionable, estaba desesperada por el hambre, la desdicha y el miedo. Su Dios cristiano debía de ser más grande que los nuestros, pensé, pues de otro modo no habrían podido derrotarnos. Tu padre se interesó especialmente por mí. Dijo que tenía grandes esperanzas puestas en mí porque estaba seguro de que aunque había nacido pagana, yo tenía la capacidad de comprender la fe verdadera. Por el modo en que me miraba supe que me deseaba. Cuando me pidió que fuera con él, consentí. Era una posibilidad de vivir, cuando a mi alrededor todo era muerte. —Su voz bajó hasta hacerse un susurro—. No tardé mucho en comprender que había cometido un gran error.
Tenía los ojos enrojecidos, temblorosos, con lágrimas que apenas si podía contener. Juana la abrazó.
—No llores, mamá.
—Debes aprender de mi error —dijo Gudrun reponiéndose—, para no repetirlo. Casarse es entregarlo todo: no sólo tu cuerpo sino tu orgullo, tu independencia, hasta tu vida. ¿Entiendes? ¿Entiendes? —Cogió con fuerza un brazo de Juana y la miró a los ojos—. Escucha mis palabras, hija, si quieres ser feliz, nunca te entregues a un hombre.
La espalda marcada de Juana se estremeció al recordar los azotes de su padre.
—No, mamá —prometió con solemnidad—. Nunca lo haré.
En
Ostarmanoth
, cuando la cálida brisa de la primavera acariciaba la tierra y los animales salían a pastar, la monotonía se quebró con la llegada de un extraño. Fue un jueves, el día de Thor, como seguía llamándolo Gudrun cuando el canónigo no estaba cerca para oírla, y el rumor del trueno de aquel dios sonaba a lo lejos cuando Juana y su madre trabajaban juntas en la huerta de la casa. Juana estaba arrancando ortigas y destruyendo toperas, mientras Gudrun, tras ella, abría surcos y desmenuzaba los terrones con una gruesa azada de madera. Mientras trabajaba, Gudrun cantaba y contaba anécdotas de los antepasados. Cuando Juana le contestaba en sajón, Gudrun reía de placer. Juana terminaba de recorrer una hilera cuando alzó los ojos y vio a Juan corriendo hacia ellas. Le tocó el brazo a la madre en señal de advertencia; Gudrun vio a su hijo y las palabras sajonas murieron en sus labios.
—¡Rápido! —Juan venía sin aliento por la carrera—. Padre quiere que vayáis a la casa. ¡Daos prisa! —Tiraba del brazo de Gudrun.
—Despacio, Juan —lo contuvo su madre—. Me haces daño. ¿Qué ha pasado? ¿Algún problema?
—No sé. —Juan seguía tirando del brazo de su madre—. Dijo algo sobre un visitante. No sé quién. Pero daos prisa. Dijo que me arrancaría las orejas si no os hacía ir de inmediato.
El canónigo esperaba en la puerta de la casa.
—Habéis tardado mucho —dijo.
Gudrun lo miró con frialdad. Una diminuta chispa de ira se encendió en los ojos del canónigo; se irguió, adoptando una actitud de importancia:
—Viene un emisario del obispo de Dorstadt. —Hizo una pausa para permitir que sus palabras hicieran efecto—. Preparad una comida adecuada. Iré a esperarlo a la catedral y lo traeré aquí. —Las despidió con un gesto de la mano—. ¡Date prisa, mujer! Llegará pronto. —Salió dando un portazo.
La cara de Gudrun estaba tensa y sin expresión.
—Empieza con la sopa —le dijo a Juana—. Iré a buscar huevos.
Juana vertió agua del cubo en la gran olla de hierro que usaba la familia para cocinar y la colgó sobre el fuego del hogar. De un saco de lana, casi vacío después del largo invierno, sacó unos puñados de cebada seca y los arrojó a la olla. Notó con sorpresa que las manos le temblaban de excitación. Había pasado tanto tiempo sin sentir nada…
¡Un emisario de Dorstadt! ¿Podría tener algo que ver con ella? Después de todo aquel tiempo. ¿Esculapio se las habría arreglado al fin para encontrar el modo de que pudiera seguir sus estudios?
Cortó una loncha de tocino salado y la echó a la olla. No, era imposible. Había pasado casi un año desde la partida de Esculapio. Si hubiera podido arreglar algo, se habrían enterado hacía tiempo. Era peligroso albergar esperanzas. La esperanza había estado a punto de destruirla; no volvería a ser tan tonta.
De todos modos, no pudo calmar su excitación cuando la puerta se abrió una hora después. Entró su padre, seguido por un hombre de cabello oscuro. No era en absoluto lo que ella había imaginado. Tenía los rasgos toscos y sin inteligencia de un colono y se portaba más como un soldado que como un erudito. Su túnica, con la insignia del obispo, estaba arrugada y sucia por el viaje.
—¿Nos harás el honor de cenar con nosotros? —preguntó el padre de Juana señalando la olla que hervía sobre el hogar.
—Gracias, pero no puedo. —Hablaba en teodisco, la lengua común, no en latín, lo que era otra sorpresa—. Dejé al resto de la escolta en una venta en las afueras de Maguncia; el sendero por el bosque es demasiado estrecho y lento para diez hombres y caballos; por eso vine solo. Debo reunirme con ellos esta noche; por la mañana emprendemos el camino de vuelta a Dorstadt. —Sacó de su mochila un rollo de pergamino y se lo dio al canónigo—. De su eminencia el señor obispo de Dorstadt.
Con el mayor cuidado el canónigo rompió el sello; el pergamino rígido crujió al desenrollarse. Juana miró a su padre con atención y lo vio entrecerrar los ojos siguiendo el texto. Leyó hasta el fin y empezó de nuevo como si buscara algo que se le hubiera escapado. Al fin alzó la vista con los labios tensos por la ira.
—¿Qué significa esto? ¡Me dijeron que el mensaje tenía que ver conmigo!
—Y así es. —El hombre sonrió—. En tanto seas el padre de la criatura.
—¿El obispo no tiene nada que decir sobre mi trabajo?
El hombre se encogió de hombros.
—Todo lo que sé, padre, es que debo escoltar a la criatura a la escuela de Dorstadt, como dice la carta.
Juana soltó una exclamación, en un súbito acceso de emoción. Gudrun fue hacia ella y la rodeó protegiéndola con un brazo.
El canónigo vaciló mirando al extraño. De pronto, tomó una decisión.
—Muy bien. Es cierto que es una excelente oportunidad para mi hijo, aunque me será difícil pasarme sin su ayuda. —Se volvió hacia Juan—. Reúne tus cosas y date prisa. Mañana irás a Dorstadt, a empezar estudios en la catedral, según el expreso deseo del obispo.
Juana contuvo el aliento. ¿Era a Juan a quien llamaban para estudiar en la escuela? ¿Cómo podía ser?
El extraño sacudió la cabeza.
—Con todo mi respeto, santo padre, creo que es con una niña con quien debo regresar. Una niña que se llama Juana.
Juana dio un paso adelante, saliendo de entre los brazos de su madre.
—Yo soy Juana.
El hombre del obispo se volvió hacia ella. El canónigo se apresuró a interponerse.
—Tonterías. Es a mi hijo Juan a quien quiere el obispo. Juan, Juana.
Lapsus calami
. Un simple error del amanuense del obispo, eso es todo. Sucede con cierta frecuencia, aun entre los mejores copistas.
El extraño parecía dudar.
—No sé…
—Usa la cabeza. ¿Para qué querría el obispo a una niña?
—Es cierto, me había parecido extraño —asintió el hombre.
Juana fue a protestar, pero Gudrun la atrajo hacia ella y le puso un dedo sobre los labios. El canónigo seguía.
—Mi hijo ha estado estudiando las Escrituras desde que era un bebé. Recita del Libro de las Revelaciones para nuestro honorable huésped, Juan.
Juan palideció y empezó a tartamudear.
—
Acopa… Apocalypsis Jesu Christi quo… quam dedit illi Deus palam fa… facere servis.
El extraño hizo un gesto impaciente para cortar el vacilante flujo de palabras.
—No hay tiempo. Tenemos que salir inmediatamente si queremos llegar a la venta antes de la noche.
Miró intrigado a Juan y a Juana. Se volvió hacia Gudrun.
—¿Quién es esta mujer?
El canónigo se aclaró la garganta.
—Una pagana sajona cuya alma quiero devolver al Señor.
El hombre del obispo tomó nota de los ojos azules y la forma delicada de Gudrun, con su cabello rubio claro asomando bajo la cofia de lino. Sonrió, con una sonrisa ancha y desdentada, y se dirigió a ella.
—¿Eres la madre de los niños?
Gudrun asintió sin palabras. El canónigo se ruborizó.
—¿Qué dices tú? ¿Es el niño lo que quiere el obispo o la niña?
—¡Perro irrespetuoso! —El canónigo estaba furioso—. ¿Te atreves a dudar de la palabra de un siervo del Señor?
—Cálmate, padre santo. —El hombre subrayaba la palabra «santo» con un toque de ironía—. Te recuerdo que debes obediencia a la autoridad que represento.
El canónigo lo fulminó con la mirada, con el rostro violáceo. El hombre volvió a preguntar a Gudrun.
—¿Es el niño o la niña?
Juana sintió que los brazos de Gudrun se apretaban contra ella, acercándola a su cuerpo. Hubo una larga pausa. Oyó la voz de su madre a su espalda, musical y dulce, poblada por las vocales abiertas sajonas que seguían delatándola como extranjera.
—Es al niño a quien debes llevarte —decía Gudrun—. Puedes llevártelo.
—¡Mamá! —Asombrada por esta inesperada traición, Juana sólo pudo soltar aquel grito.
El mensajero del obispo asintió satisfecho.
—Entonces está arreglado. —Se volvió hacia la puerta—. Debo atender a mi caballo. Que el niño esté listo para partir lo antes posible.
—¡No!
Juana trató de detenerlo, pero Gudrun la contuvo, susurrándole en sajón.
—Confía en mí, pequeña perdiz. Es para tu bien, te lo aseguro.
—¡No! —Juana forcejeaba para liberarse. Era una mentira. Aquello era obra de Esculapio, estaba segura. No la había olvidado; había encontrado un modo al fin de que ella continuara lo que habían empezado juntos. No era a Juan a quien llamaban a la escuela. Todo era un error—. ¡No!
Se retorció hasta soltarse de los brazos de su madre y fue directamente hacia la puerta. El canónigo tendió las manos para retenerla, pero ella lo esquivó. Ya estaba fuera, corriendo rápidamente hacia el mensajero que se alejaba. A sus espaldas, en la cabaña, oyó el grito de su padre y la voz de su madre, tensa, temerosa, alzándose en respuesta.
Alcanzó al hombre cuando llegaba a su caballo. Le dio un tirón de la túnica y él la miró. Con el rabillo del ojo Juana vio que su padre avanzaba hacia ellos. No había mucho tiempo. Su mensaje debía ser convincente, inequívoco:
—
Magna est veritas et praevalebit
—dijo. Era un pasaje de Esdras, lo bastante oscuro para que sólo lo reconocieran los versados en los textos de los Santos Padres: «La verdad es grande y prevalecerá». Era un hombre del obispo, de la Iglesia, y entendería. Y el hecho de que ella conociera el pasaje y que hablara latín probaría que «ella» era la estudiante que quería el obispo—.
Lapsus calami non est
—siguió en latín—. No hay error de escritura. Yo soy Juana; soy yo a quien debes llevar.
El hombre le dirigió una mirada amable.
—¿Eh? ¿Qué pasa, ojos brillantes? ¡Qué poderoso chorro de palabras! —Le cogió la barbilla—. Perdona, pequeña. No hablo tu lengua sajona. Aunque después de ver a tu madre empiezo a desearlo. —Buscó en un saco colgado de la silla de su caballo y cogió un dátil acaramelado—. Ten, un dulce.
Juana miraba fijamente el dátil. El hombre no había comprendido una palabra. Un hombre de la Iglesia, el emisario del obispo, y no sabía latín. ¿Cómo era posible?
Los pasos de su padre sonaban muy cercanos. Un brazo la cogió fuertemente por la cintura; sintió que sus pies se alzaban del suelo y empezaba a alejarse hacia la casa.
—¡No! —gritó.
La mano grande de su padre le cubrió la boca y la nariz, apretando tanto que no podía respirar. Pateó y se revolvió. Una vez dentro de la cabaña él la soltó y ella cayó al suelo, jadeando. Lo vio alzar el puño.
—¡No! —De pronto Gudrun estaba entre ellos—. No la tocarás. —Había en su voz un tono que Juana nunca le había oído antes—. O diré la verdad. —El canónigo la miró con incredulidad. Apareció Juan en el umbral cargando un saco de lino con sus pertenencias. Gudrun lo señaló—: Nuestro hijo necesita tu bendición para el viaje.
Durante un buen rato el canónigo le sostuvo la mirada. Muy lentamente, se volvió hacia su hijo.
—Arrodíllate, Juan.
Juan se arrodilló. El canónigo puso la mano sobre la cabeza inclinada:
—Oh Dios, que hiciste que Abraham abandonara su hogar y lo protegiste en todas sus peregrinaciones, a Ti encomiendo este niño.
Un delgado rayo del último sol de la tarde se filtraba por la ventana, iluminando el cabello oscuro de Juan.
—Vigílalo y provéelo de todo lo que necesite su cuerpo y su alma… —La voz del canónigo adquiría un ritmo de salmodia al rezar.
Con la cabeza inclinada, Juan alzó la vista hacia su hermana, con ojos graneles y asustados, elocuentes en su llamada de auxilio. «No quiere ir —comprendió de pronto Juana. ¡Por supuesto! ¿Cómo no lo había advertido antes? No había tenido tiempo de pensar en los sentimientos de Juan—. Tiene miedo. No puede mantener el ritmo de estudios de una escuela y lo sabe».
«Si yo pudiera ir con él».
En su interior empezó a formarse un plan.
—…Y cuando la peregrinación de la vida llegue a su fin —terminaba el canónigo—, que pueda llegar a salvo al país celestial, a través de Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
Una vez terminada la bendición, Juan se puso de pie. Embobado, sin voluntad, como una oveja antes del sacrificio, soportó los abrazos de su madre y las recomendaciones de último momento de su padre. Pero cuando Juana se acercó y lo rodeó con sus brazos, él se aferró a ella y empezó a sollozar.
—No tengas miedo —murmuró ella en tono tranquilizador.
—Basta— dijo el canónigo. Pasó un brazo sobre el hombro de su hijo y lo condujo hacia la puerta—. Mantén a la niña adentro —mandó a Gudrun y salieron.