—Sí, señor.
—¿Cómo llegaste a ese conocimiento?
—Escuché, señor, cuando mi hermano recibía su lección. —Pudo imaginar la reacción de su padre ante aquellas palabras. Bajó la vista—. Sé que no debí hacerlo.
—¿Qué otro conocimiento has adquirido? —preguntó el viejo.
—Sé leer, señor, y escribir un poco. Mi hermano Mateo me enseñó cuando era pequeña. —Con el rabillo del ojo Juana vio el movimiento de ira de su padre.
—Demuéstramelo.
Esculapio abrió la Biblia, buscó un pasaje y le puso el libro delante, señalando el sitio con el dedo. Era la parábola del grano de mostaza del Evangelio según san Lucas. La joven empezó a leer, tropezando al principio con algunas palabras latinas; hacía tiempo que no leía del libro.
—
Quomodo assimilabimus regnum Dei aut in qua parabola ponemus illud?
«¿A qué es comparable el reino de Dios o con qué parábola podemos expresarlo?». —Siguió sin vacilación hasta el final—: «Entonces dijo: es como un grano de mostaza que un hombre cogió y arrojó en su huerta, y creció hasta ser un gran árbol, y las aves del aire hacían su nido en sus ramas».
Dejó de leer. En el silencio que siguió podía oír el suave rumor de la brisa de otoño que pasaba sobre la paja del tejado. Esculapio preguntó en voz baja:
—¿Y entiendes el sentido de lo que has leído?
—Creo que sí.
—Explícamelo.
—Significa que la fe es como un grano de mostaza. Uno lo planta en su corazón, como se planta una semilla en un huerto. Si uno cultiva la semilla, crecerá hasta ser un árbol hermoso. Si uno cultiva su fe, ganará el reino de los cielos.
Esculapio se acarició la barba. No dio señales de aprobación ni de reprobación. ¿Se habría equivocado?
—O bien… —Tenía otra idea.
Las cejas de Esculapio se arquearon.
—¿Sí?
—Podría significar que la Iglesia es como una semilla. La Iglesia empezó siendo pequeña, creció en la oscuridad, habitada sólo por Cristo y los apóstoles, pero creció hasta ser un árbol enorme, un árbol que da sombra a todo el mundo.
—¿Y las aves que hacen nido en sus ramas? —preguntó Esculapio.
Ella pensó rápido.
—Son los fieles, que buscan salvación en la Iglesia, igual que los pájaros buscan protección en las ramas del árbol.
La expresión de Esculapio era indescifrable. Volvió a acariciarse solemnemente la barba. Juana decidió probar una vez más.
—También… —Razonaba mientras lo decía lentamente—: El grano de mostaza podría representar a Cristo. Cristo fue como la semilla cuando fue enterrado en la tierra y como un árbol cuando vino la resurrección y subió al cielo.
Esculapio se volvió hacia el canónigo.
—¿Has oído?
El canónigo respondió con una mueca.
—Es sólo una niña. Estoy seguro de que no se proponía presumir…
—La semilla como la fe, como la Iglesia, como Cristo —dijo Esculapio—.
Allegoria, moralis, anagoge
. Una exégesis bíblica clásica. Expresado con simplicidad, por supuesto, pero aun así una interpretación tan completa como la del mismísimo Gregorio el Grande. ¡Y sin haber tenido una educación formal! ¡Asombroso! La niña tiene una inteligencia extraordinaria. Me ocuparé de su educación.
Juana quedó aturdida. ¿Estaba soñando? No se atrevía a creer que aquello sucediera realmente.
—Por supuesto que no en la escuela —siguió Esculapio— porque no lo permitirían. Vendré aquí una vez cada quince días. Y le daré libros para que estudie.
El canónigo no parecía complacido. No era el resultado que había esperado de la jornada.
—Eso está muy bien —dijo en tono contrariado—. Pero ¿qué pasa con el niño?
—Ah, el muchacho. Me temo que no tiene disposición para el estudio. Con más preparación podría llegar a ser un cura de aldea. La ley sólo exige que sepa leer, escribir y administrar en forma correcta los sacramentos. Pero yo no le pediría más que eso. La escuela no es para él.
—¡No puedo creer lo que oigo! ¿Prefieres instruir a la niña y no al muchacho?
—Una tiene talento, el otro no —dijo Esculapio encogiéndose de hombros—. No puede ser de otra manera.
—¡Una mujer estudiando! —El canónigo estaba indignado—. ¿Ella estudiará los textos sagrados mientras su hermano los ignora? No lo permitiré. O les enseñas a los dos o a ninguno.
Juana contuvo el aliento. No podía ser que llegara tan cerca para que le arrebataran el premio. Empezó a recitar mentalmente una plegaria, pero no la completó. A lo mejor Dios no lo aprobaba. Buscó bajo la túnica y cogió el medallón de santa Catalina. Ella lo comprendería. «Por favor —rezó en silencio—. Ayúdame a conseguirlo. Te haré una buena ofrenda. Concédemelo».
Esculapio parecía impaciente.
—Te he dicho que el chico no tiene aptitudes para el estudio. Enseñarle a él sería una pérdida de tiempo.
—Entonces está decidido —dijo con furia el canónigo.
Casi sin creérselo, Juana vio que se ponía de pie.
—Un momento —dijo Esculapio— Veo que no cambiarás de opinión.
—Así es.
—Muy bien. La chica tiene todos los signos de un intelecto prodigioso. Podría llegar muy lejos con una buena educación. No puedo dejar pasar una oportunidad así. Si insistes, me ocuparé de la educación de los dos.
Juana soltó el aliento que había estado conteniendo.
—Gracias —dijo, tanto a santa Catalina como a Esculapio. Y añadió, con voz que a duras penas lograba mantener firme—: Trabajaré mucho para merecerlo.
Esculapio la miraba con ojos llenos de una penetrante inteligencia. «Como si tuviera un fuego en su interior», pensó Juana. Un fuego que iluminaría las semanas y meses por venir.
—Sé que lo harás —dijo él. Bajo la espesa barba blanca estaba la huella de una sonrisa— Sí, sé que lo harás.
Roma
El interior de mármol de la bóveda del palacio de Letrán estaba deliciosamente fresco en contraste con el calor intenso de las calles de Roma. Cuando las inmensas puertas de madera de la residencia papal se cerraron a sus espaldas, Anastasio se quedó inmóvil, parpadeando, momentáneamente cegado por la penumbra del
Patriarchium
. Instintivamente buscó la mano de su padre, pero la retiró recordando lo que le había dicho su madre aquella mañana, mientras se encargaba de su atuendo: «Mantente erguido y no te cojas de la mano de tu padre. Ya tienes doce años; es hora de que aprendas el papel de hombre. —Apretó con firmeza su cinturón de gemas—. Y mira de frente a quienes te dirijas. Tu nombre es el primero de todos; no debes parecer humilde».
Recordando aquellas palabras, Anastasio echó atrás los hombros y levantó la cabeza. Era pequeño para su edad, lo que para él era una constante fuente de preocupación, pero siempre trataba de mantenerse erguido para parecer lo más alto posible. Sus ojos empezaban a adaptarse a la penumbra y miró a su alrededor con curiosidad. Era su primera visita a Letrán, la majestuosa residencia del papa, sede de todo el poder en Roma, y estaba impresionado. El interior era enorme, una vasta estructura que contenía los archivos de la Iglesia y la Cámara del Tesoro, así como docenas de oratorios, triclinios y capillas, entre ellos la famosa capilla privada de los papas, el sanctasanctórum. Frente a Anastasio, en el muro del gran salón, colgaba una enorme
tabula mundi
, un mapa mural anotado que representaba el mundo como un círculo plano rodeado de océanos. Los tres continentes (Asia, África y Europa) estaban separados por los grandes ríos Tanais y Nilo, así como por el Mediterráneo. En el mismo centro del mundo estaba la ciudad sagrada de Jerusalén, limitada al este por el paraíso terrenal. Anastasio contempló el mapa y su atención fue a los grandes espacios abiertos, misteriosos y atemorizantes, en los bordes exteriores, donde el mundo caía en la oscuridad.
Se acercó un hombre, vestido con la dalmática de seda blanca propia de los miembros de la casa papal.
—Te doy el saludo y la bendición de nuestro santo padre, el papa Pascual —dijo.
—Dios lo guarde muchos años para que podamos seguir prosperando bajo su benévola guía —respondió el padre de Anastasio.
Una vez terminadas las formalidades requeridas, los dos hombres se relajaron.
—Bien, Arsenio, ¿cómo van tus cosas? —dijo el hombre—. ¿Has venido a ver a Teodoro, supongo?
El padre de Anastasio asintió.
—Sí. Para disponer el nombramiento de mi sobrino Cosme como
arcarius
. —Bajando la voz, añadió—: El pago se hizo hace semanas. No entiendo qué ha podido retrasar tanto el anuncio.
—Teodoro ha estado muy ocupado últimamente. Sabrás que hubo una fea disputa por la posesión del monasterio de Farfa. El santo padre quedó muy descontento con la decisión de la corte imperial. —Inclinándose hacia su interlocutor, añadió en un susurro—: Y más descontento todavía con Teodoro por defender la causa del emperador. Así que prepárate: es posible que Teodoro no pueda hacer mucho por ti en este momento.
—Ya lo había pensado. —El padre de Anastasio se encogió de hombros—. Sea como sea, Teodoro sigue siendo
primicerius
y el pago ha sido hecho.
—Veremos.
La conversación se interrumpió bruscamente cuando un segundo hombre, también vestido con la dalmática blanca, fue hacia ellos. Anastasio, que se mantenía pegado a su padre, sintió que éste se ponía imperceptiblemente más tenso mientras decía:
—Que las bendiciones del santo padre sean contigo, Sárpato.
—Y contigo, mi querido Arsenio, y contigo —respondió el hombre. Su boca tenía un curioso rictus fijo—. Ah, Luciano —dijo volviéndose hacia el primer hombre—. Se te veía tan concentrado en tu charla con Arsenio. ¿Tienes alguna noticia interesante? Me gustaría oírla. —Bostezó teatralmente—. La vida es tan tediosa aquí desde que se marchó el emperador…
—No, Sárpato, por supuesto que no. Si tuviera alguna noticia te la daría —respondió Luciano con nerviosismo. Y al padre de Anastasio le dijo—: Bueno, Arsenio, debo irme. Tengo tareas que atender. —Hizo una inclinación de cabeza, giró sobre los talones y se alejó rápidamente.
Sárpato sacudió la cabeza.
—Luciano ha estado nervioso últimamente. Me pregunto por qué. —Miró con atención al padre de Anastasio—. Bien, bien, no importa. Veo que has venido acompañado hoy.
—Sí. ¿Puedo presentarte a mi hijo Anastasio? Viene a hacer el examen para ingresar como «lector». —Tras lo cual añadió, con énfasis—: Su tío Teodoro siente un especial cariño por él; por eso lo traje conmigo hoy.
—Que prosperes en su nombre —dijo Anastasio con una inclinación de cabeza y repitiendo la fórmula latina que le habían enseñado.
El hombre sonrió, retorciendo más aún las comisuras de los labios.
—¡Vaya! El latín del chico es excelente; felicitaciones, Arsenio. Será un orgullo para ti… salvo, por supuesto, que comparta con su tío aquella deplorable falta de juicio. —Continuó deprisa, impidiendo una respuesta—: Sí, sí, un excelente muchacho. ¿Qué edad tiene? —La pregunta estaba dirigida al padre, pero respondió el mismo Anastasio.
—Cumplí doce después de Adviento.
—¡Tanto! Pareces menor. —Le dio una suave palmada en la cabeza.
Dentro del chico crecía la aversión al extraño. Irguiéndose tan alto como pudo, dijo:
—Y no creo que el juicio de mi tío pueda ser tan malo, porque si no, ¿cómo habría llegado a ser
primicerius
?
El padre le apretó el brazo en señal de advertencia, pero en sus ojos no había severidad, e incluso asomó una sonrisa a sus labios. El extraño miraba a Anastasio con algo en los ojos que podía ser sorpresa o ira. Anastasio no bajó los ojos. Al final fue el hombre quien lo hizo y volvió su atención al padre.
—¡Esa lealtad familiar! ¡Conmovedora! Bien, bien, espero que el juicio del niño resulte tan correcto como su latín.
Un fuerte ruido atrajo la atención de los tres; desde el otro extremo del salón se abrían las pesadas puertas.
—Ah, aquí viene el
primicerius
. No molestaré más —dijo Sárpato y tras una pomposa reverencia se marchó.
Hubo una oleada de silencio entre los presentes cuando entró Teodoro, acompañado por su yerno León, recientemente ascendido al puesto de
nomenclator
. Se detuvo no bien hubo cruzado el umbral para conversar brevemente con unos clérigos y nobles. Con su dalmática de seda roja y el cíngulo dorado, Teodoro era con mucho el más elegante del grupo; le gustaban las buenas telas y hacía cierta ostentación en el vestir, una característica que Anastasio admiraba.
Terminados los saludos formales, Teodoro echó una mirada circular por el salón. Al ver a Anastasio y su padre les sonrió y fue hacia ellos. Al acercarse hizo un guiño a Anastasio y su mano derecha fue hacia el pliegue de la dalmática. Su sobrino sonrió porque sabía lo que significaba. Teodoro, que amaba a los niños, siempre llevaba algo especial para darle. «¿Qué será hoy? —se preguntó, haciéndosele agua la boca por la expectación— ¿Un higo blando, una ciruela dulce, quizás un trozo de mazapán cremoso y rico, relleno con almendras y castañas azucaradas?».
La atención de Anastasio estaba tan concentrada en el pliegue de la dalmática de Teodoro que al principio no vio a los otros hombres. Se acercaron rápido (eran tres) desde atrás; uno puso una mano sobre la boca de Teodoro, inclinándole la cabeza hacia atrás. Anastasio pensó que era una especie de broma. Sonriendo, miró a su padre en busca de una explicación; el corazón le saltó cuando vio el miedo en los ojos de su padre. Volvió a mirar y vio a Teodoro luchando por soltarse. Era un hombre corpulento, pero la lucha era demasiado desigual. Los hombres lo rodearon, tomándolo por los brazos, obligándolo a arrodillarse. La parte delantera de la dalmática roja de Teodoro se desgarró; la seda colgaba en jirones, dejando al descubierto la piel blanca. Uno de los atacantes metió los dedos en el espeso cabello negro de Teodoro y le echó la cabeza hacia atrás. Anastasio vio un refulgente brillo de acero. Se oyó un grito y la cara de Teodoro pareció explotar en forma de fuente roja. Anastasio se echó atrás cuando un fino rocío le dio en la cara. Se tocó y se miró la mano. Era sangre. En el salón alguien gritaba; Anastasio vio a León, el yerno de Teodoro, desaparecer bajo un enjambre de atacantes.
Los hombres soltaron a Teodoro, que cayó sobre sus rodillas. Levantó la cabeza y Anastasio aulló de terror. La cara era espantosa. La sangre manaba de los negros agujeros donde habían estado los ojos y le corría por la barbilla y el pecho.