Gudrun yacía en una cama de turba cubierta de paja limpia. El canónigo, un hombre de cabello negro con gruesas cejas pobladas que le daban un aire permanentemente adusto, estaba sentado aparte. Saludó con una inclinación de cabeza a Hrotrud y volvió su atención al gran libro de tapas de madera que tenía en el regazo. Hrotrud había visto el libro en visitas anteriores a la cabaña, pero su presencia seguía llenándola de un horror sagrado. Era un ejemplar de la Sagrada Biblia y era el único libro que había visto nunca. Como los demás aldeanos, Hrotrud no sabía leer ni escribir. Pero sabía que el libro era un tesoro, que costaba más sueldos de oro de los que ganaba toda la aldea en un año. El canónigo lo había llevado consigo desde su nativa Inglaterra, donde los libros no eran tan raros como en Franconia.
Advirtió de inmediato que Gudrun no estaba bien. La respiración era leve y el pulso amenazadoramente rápido, todo el cuerpo se veía abotagado e hinchado. La partera reconocía los signos. No había tiempo que perder. Buscó en su mochila y sacó una cantidad del estiércol de paloma que había recogido cuidadosamente en el otoño. Volvió al hogar, lo arrojó a las llamas y observó con satisfacción cómo empezaba a elevarse el humo oscuro que limpiaba el aire de malos espíritus.
Tendría que aliviar el dolor para que Gudrun se relajara y pudiera expulsar la criatura. Para eso emplearía beleño. Sacó un puñado de pequeñas flores amarillas con venas violáceas, las puso en un mortero de arcilla y cuidadosamente las molió, arrugando la nariz ante el olor acre que exhalaban. El polvo resultante lo mezcló en una copa de vino tinto y se lo dio a beber a Gudrun.
—¿Qué es lo que le quieres dar? —preguntó el canónigo bruscamente.
Hrotrud se sobresaltó; casi había olvidado que él estaba presente.
—Está debilitada por el esfuerzo. Esto le aliviará el dolor y permitirá que el niño salga.
El canónigo frunció el ceño. Le quitó a Hrotrud el beleño de las manos, salió con él por la puerta del dormitorio y lo arrojó al fuego, donde crepitó brevemente.
—Mujer, no permitiré una blasfemia.
Hrotrud se sintió abrumada. Recoger aquella pequeña cantidad de la preciosa medicina había significado para ella buscar durante semanas con grandes dificultades. Se volvió hacia el canónigo, dispuesta a expresar su ira, pero se paralizó al ver la mirada dura que él le dirigía.
—Está escrito… —dijo él dando un golpe en el libro—: «Parirás con dolor». ¡Esa medicina es sacrílega!
La partera estaba indignada. No había nada de sacrílego en su medicina. ¿Acaso no rezaba nueve padrenuestros cada vez que arrancaba una de las plantas de la tierra? El canónigo nunca se quejaba cuando ella le daba beleño para calmar uno de sus frecuentes dolores de muelas. Pero no discutiría con él. Era un hombre influyente. Bastaba una palabra suya sobre prácticas «sacrílegas» para que Hrotrud estuviera perdida.
Gudrun gimió desgarrada por otra contracción. «Muy bien», pensó Hrotrud. Si el canónigo no permitía el beleño, debería probar otra cosa. De su mochila sacó una tela, cortada según la medida de la «verdadera estatura de Cristo». Con movimientos enérgicos y efectivos, envolvió en ella el abdomen de Gudrun, que gimió cuando la movieron. Cada movimiento le causaba dolor, pero no podía evitarlo. Hrotrud sacó un pequeño paquete, cuidadosamente envuelto en un trozo de seda para su protección. Dentro estaba uno de sus tesoros: el hueso de la pata de un conejo que habían matado en Navidad. Lo había conseguido, tras mucha insistencia, en una cacería del emperador el invierno anterior. Con el mayor cuidado, Hrotrud raspó tres delgadas lonchas y las puso en la boca de Gudrun.
—Mastícalas despacio —le dijo.
La mujer asintió débilmente. Hrotrud esperó. Por el rabillo del ojo vigilaba al canónigo, que se concentraba con gesto ceñudo en su libro: las cejas se unían en el puente de la nariz.
Gudrun volvió a gemir y se retorció de dolor, pero el canónigo no alzó la vista. «Es un hombre frío —pensó Hrotrud—. En todo caso, debe de tener algún fuego en las vísceras, si no, no la habría tomado como esposa».
¿Cuánto tiempo hacía que el canónigo había llevado a la sajona? ¿Diez inviernos? ¿Once? Gudrun no era joven para las costumbres de los francos; tendría veintiséis o veintisiete años, pero era muy hermosa, con su largo pelo rubio muy claro y los ojos azules de extranjera. Había perdido a toda su familia en la matanza de Verden. Miles de sajones habían preferido morir aquel día a aceptar la verdad de Nuestro Señor Jesucristo. «Locos bárbaros —pensó Hrotrud— Eso no me habría pasado a mí». Ella habría jurado cualquier cosa que le pidieran, lo haría ahora mismo, si los bárbaros volvieran a invadir Franconia: juraría por cualquiera de los extraños y terribles dioses que ellos quisieran. No cambiaba nada. ¿Quién podía saber lo que pasaba en el corazón de una persona? Una mujer prudente seguía su propia conveniencia.
El fuego crepitaba; las llamas estaban bajando. Hrotrud fue a la pila de madera que había en el rincón, eligió dos troncos de abedul de buen tamaño y los puso en el hogar. Observó el fuego que los envolvía silbando y volvió a examinar a la paciente.
Había pasado una media hora desde que Gudrun había comido las raspaduras de hueso de conejo, pero su estado no evidenciaba cambios. Ni siquiera aquella medicina tan fuerte había hecho efecto. Los dolores eran erráticos e inútiles y entretanto Gudrun se estaba debilitando.
Hrotrud suspiró cansada. Era evidente que tendría que recurrir a medidas más enérgicas.
El canónigo resultó que era un hombre problemático cuando Hrotrud le dijo que necesitaría ayuda en el alumbramiento.
—Manda a buscar a las mujeres de la aldea —le dijo en tono perentorio.
—Ah, señor, eso es imposible. ¿A quién mandaríamos? —preguntó ella, enseñando las palmas de las manos—. Yo no puedo ir porque tu esposa me necesita aquí. Tu hijo mayor no puede ir porque, aunque parece un niño listo, podría perderse con un tiempo como éste. Yo misma estuve a punto de perderme.
El canónigo la fulminó con la mirada bajo sus cejas oscuras.
—Muy bien —dijo—. Iré yo.
Cuando se levantaba de la silla, Hrotrud sacudió la cabeza con impaciencia.
—No serviría. Para cuando volvieras sería demasiado tarde. Es tu ayuda la que necesito, y rápido, si quieres que tu esposa y tu hijo vivan.
—¿Mi ayuda? ¿Estás loca, partera? Eso… —hizo un gesto desdeñoso en dirección de la cama— es cosa de mujeres, es algo sucio. Yo no tengo nada que ver.
—Entonces tu esposa morirá.
—Eso está en las manos de Dios, no en las mías.
Hrotrud se encogió de hombros.
—Para mí es lo mismo. Pero no te será fácil criar dos hijos sin madre.
El canónigo miraba a Hrotrud a los ojos.
—¿Por qué habría de creerte? Ella ha dado a luz antes sin problemas. La he fortalecido con mis plegarias. No puedes asegurar que morirá.
Aquello era demasiado. Canónigo o no, Hrotrud no toleraría que pusiera en duda su habilidad como partera.
—Eres tú el que no sabe nada —dijo en tono cortante—. Ni siquiera la has mirado. Ve a verla ahora; después dime que no se está muriendo.
El canónigo fue hacia la cama y miró a su esposa. El pelo húmedo de la mujer estaba pegado a la piel, que había adquirido un tono blanco amarillento, los ojos estaban hundidos en el rostro; salvo por la prolongada y vacilante exhalación del aliento, ya podría estar muerta.
—¿Y bien? —dijo Hrotrud.
El canónigo se volvió hacia ella.
—¡Por la sangre de Dios, mujer! ¿Por qué no trajiste a las mujeres contigo?
—Como tú mismo has dicho, señor, tu esposa dio a luz antes sin ningún problema. No había motivos para esperar que los hubiera esta vez. Además, ¿quién habría querido venir con un tiempo como éste?
El canónigo caminó hasta el hogar y volvió; repitió el trayecto un par de veces, agitado. Al fin se detuvo.
—¿Qué quieres que haga?
Hrotrud sonrió.
—Oh, muy poco, señor, muy poco. —Lo llevó de vuelta a la cama—. Para empezar, ayúdame a levantarla.
Poniéndose uno a cada lado de Gudrun, la cogieron por las axilas y tiraron hacia arriba. El cuerpo de la mujer era pesado, pero entre los dos lograron ponerla de pie; ella se inclinó contra el marido. El canónigo era más fuerte de lo que había pensado Hrotrud. Eso estaba bien porque necesitaría toda su fuerza.
—Debemos obligar a la criatura a colocarse donde debe. Cuando dé la orden, levántala todo lo que puedas. Y sacúdela con fuerza.
El canónigo asintió apretando los labios con fuerza. Gudrun colgaba como un peso muerto entre ellos, con la cabeza caída sobre el pecho.
—¡Ahora! —gritó Hrotrud.
Entre los dos empezaron a sacudir a Gudrun arriba y abajo. Gudrun gritó y trató de liberarse. El dolor y el miedo le daban una fuerza sorprendente; entre los dos apenas si podían contenerla. «Si me hubiera dejado darle el beleño —pensaba Hrotrud—, ahora sentiría la mitad del dolor».
La volvieron a bajar, pero ella seguía forcejeando y gritando. Hrotrud dio una segunda orden y otra vez la alzaron, la sacudieron y finalmente la acostaron en la cama, donde quedó medio desvanecida, murmurando algo en su bárbara lengua nativa. «Bien —pensó Hrotrud— Si me muevo rápido, todo habrá terminado antes de que recobre el conocimiento».
Metió la mano para tocar la abertura del vientre. Estaba rígida e hinchada por las largas horas de labor inútil. Con la uña del índice, que se dejaba larga con este propósito, desgarró el tejido resistente. Gudrun gimió y quedó completamente floja. Un chorro de sangre bañó la mano de Hrotrud, mojó su brazo y cayó en la cama. Al fin sintió que la abertura cedía. Con un grito de júbilo, metió la mano y cogió la cabeza de la criatura, sobre la que ejerció una suave presión hacia abajo.
—Tómala de los hombros y tira hacia atrás —le dijo al canónigo, que se había puesto muy pálido.
No obstante, obedeció; Hrotrud sintió que aumentaba la presión cuando el canónigo sumó su fuerza a la de ella. Al cabo de unos minutos, la criatura empezó a deslizarse. La madre seguía pujando con firmeza, con cuidado de no lastimar los huesos blandos de la cabeza y el cuello de la criatura. Al fin apareció la coronilla, cubierta de una película de fino cabello mojado. Hrotrud soltó la cabeza y cogió el cuerpo para que saliera primero el hombro derecho y a continuación el izquierdo. Una última presión enérgica y el cuerpecito se deslizó mojado hacia los brazos de la partera que lo esperaban.
—Una niña —anunció—. Y fuerte, al parecer —añadió al tiempo que percibía satisfecha el enérgico llanto de la criatura y su saludable color rosado.
Al volverse, pudo ver la mirada de reprobación del canónigo.
—Una niña —dijo él—. Tanto trabajo para nada.
—No digas eso, señor. —Hrotrud sintió de pronto temor de que la decepción del canónigo significara menos comida para ella—. La niña es sana y fuerte. Dios le dé vida para honrar tu nombre.
El canónigo negó con la cabeza.
—Es un castigo de Dios. Un castigo por mis pecados… y los de ella. —Dio un paso hacia Gudrun, que seguía inmóvil—. ¿Vivirá?
—Sí. —Hrotrud esperaba que su respuesta hubiera sonado convincente. No quería dejar pensar al canónigo que podía quedar doblemente decepcionado. Conservaba la esperanza de comer carne aquella noche. Y después de todo había una razonable esperanza de que Gudrun sobreviviera. Es cierto que el parto había sido violento. Después de semejante prueba, muchas mujeres caían con fiebre y una enfermedad que las consumía. Pero Gudrun era fuerte; Hrotrud le trataría la herida con un emplasto de artemisa mezclada con grasa de zorra—. Sí, si Dios quiere, vivirá —repitió con firmeza. No creyó necesario añadir que probablemente no podría tener más hijos.
—Eso es algo, entonces —dijo el canónigo.
Fue hacia la cama y se quedó mirando a Gudrun. Le tocó con dulzura el cabello dorado, ahora oscurecido por el sudor. Por un momento Hrotrud pensó que la besaría. Pero su expresión cambió; parecía severo, incluso enfadado.
—
Per mulierem culpa successit
—dijo. «El pecado vino por una mujer».
Soltó el mechón de cabello que tenía en la mano y dio un paso atrás.
Hrotrud sacudió la cabeza. «Algo del Libro Sagrado, seguramente». El canónigo era un tipo raro, de acuerdo, pero eso no era asunto de ella, gracias a Dios. Se dio prisa en terminar de limpiar la sangre y los fluidos que ensuciaban a Gudrun, para poder volver a casa antes de que cayera la noche.
Gudrun abrió los ojos y vio al canónigo de pie cerca de ella. El comienzo de una sonrisa se congeló en sus labios al ver la expresión de los ojos de él.
—¿Esposo? —dijo temerosa.
—Una niña —dijo con frialdad el canónigo, sin molestarse en ocultar su disgusto.
Gudrun asintió con expresión comprensiva y volvió la cara hacia la pared. El canónigo se volvió para salir del cuarto, pero se detuvo un instante para echar una mirada a la recién nacida, ya envuelta y colocada en su jergón de paja.
—Juana. Se llamará Juana —anunció, y salió bruscamente.
Sonó un trueno muy cerca y la niña se despertó. Se movió en la cama, buscando el calor de los cuerpos dormidos de sus hermanos mayores. En aquel momento recordó. Sus hermanos se habían ido.
Llovía: un fuerte aguacero de primavera que llenaba el aire nocturno con el olor agridulce de la tierra arada. La lluvia producía un sonido sordo en el tejado del
grubenhaus
del canónigo, pero la gruesa capa de paja mantenía seco el interior menos en dos sitios, en los rincones del suelo de tierra apisonada donde había entrado el agua.
El viento se hizo más fuerte y la rama de un roble cercano se puso a golpear, a ritmo desigual, en la pared de la cabaña. La sombra de las ramas entraba en el cuarto. La niña contemplaba, absorta, los monstruosos dedos negros que se inclinaban sobre los bordes de la cama. La buscaban a ella, pensó, y se encogió.
«Mamá», pensó. Abrió la boca para llamarla, pero no lo hizo. Si emitía un sonido, la mano amenazante caería sobre ella. Se quedó congelada, incapaz de ordenarse a sí misma un movimiento. Después adelantó con resolución su pequeña barbilla. Había que hacerlo y lo haría. Moviéndose con cauta lentitud, sin quitar en ningún momento los ojos del enemigo, salió de la cama. Sus pies sintieron la superficie fría del suelo de tierra; la sensación conocida era tranquilizadora. Casi sin atreverse a respirar, retrocedió hacia la pared tras la cual dormía su madre. Hubo un relámpago; los dedos se movieron y alargaron, siguiéndola. Ella se tragó un grito y la garganta se le endureció por el esfuerzo. Trató de moverse muy despacio, de no lanzarse a la carrera.