—Os prohíbo entrar en adelante en ninguna iglesia, molino, panadería o mercado, o cualquier otro lugar donde se reúna la gente. —El abad Rabano se dirigía a los leprosos con pesada solemnidad—. Os prohíbo usar los caminos y senderos comunes. Os prohíbo acercaros a cualquier persona viva sin hacer sonar la campana para avisar. Os prohíbo tocar niños o darles algo.
Una de las mujeres empezó a gemir. Dos zonas húmedas manchaban por delante su gastada túnica de lana. «Una madre en período de lactancia —pensó Juanaa —ped. ¿Dónde estará su hijo? ¿Quién se ocupará de él?».
—Os prohíbo beber agua en compañía de alguien salvo de leprosos como vosotros —seguía el abad Rabano— Os prohíbo lavaros la cara o las manos, o lavar cualquier objeto que uséis, en el río o en cualquier fuente o arroyo. Os prohíbo todo conocimiento carnal con vuestro cónyuge o con cualquier otra persona. Os prohíbo concebir hijos, o criarlos.
Los gemidos de la mujer se intensificaban y las lágrimas corrían por su cara ulcerada.
—¿Cómo te llamas?
Con irritación a duras penas disimulada, el abad Rabano se dirigió a la mujer en lengua vulgar. Su insólito despliegue de emoción trastornaba la simetría de la ceremonia, con la cual Rabano tenía esperanzas de impresionar al obispo. Porque era evidente que Otgar había ido a Fulda no sólo para llevar la noticia de la liberación de Gottschalk sino también para observar e informar sobre la conducta de Rabano.
—Magdalena —respondió la mujer—. Por favor, señor, tengo que ir a casa porque tengo cuatro niños sin padre que necesitan su cena.
—El cielo proveerá a los inocentes. Has pecado, Magdalena, y Dios te está castigando —explicó Rabano con afectada paciencia como si se dirigiera a un niño—. No debes llorar sino dar gracias a Dios porque sufrirás menos tormento en la vida futura.
Magdalena quedó aturdida como si dudara de haber oído bien. Su rostro se arrugó y rompió a llorar de nuevo, más fuerte que antes; su rostro se enrojeció desde el cuello hasta la raíz del cabello.
«Eso es extraño», pensó Juana.
Rabano le volvió la espalda a la mujer. Comenzó la oración por los difuntos:
—
De profundis clamavi ad te, Domine…
Los monjes se unieron en una sola voz. Juana pronunciaba las palabras mecánicamente, con los ojos fijos en Magdalena con gran concentración. Una vez terminada la plegaria, Rabano pasó a la última parte de la ceremonia, en la que cada uno de los leprosos, por turno, era formalmente separado del mundo. Se plantó frente al primero, el chico de catorce años con pocas señales de enfermedad.
—
Sis mortuus mundo, vivens iterum Deo
—dijo—. «Muere al mundo, vive a los ojos de Dios».
Le hizo un gesto al hermano Magenard que metió la pala en la carretilla, alzó un poco de tierra del cementerio y se la arrojó al chico, ensuciándole la ropa y el pelo.
Cinco veces se repitió la pequeña ceremonia, terminada cada vez con el lanzamiento de tierra. Cuando llegó el turno de Magdalena ella trató de correr, pero los dos legos le impidieron el paso. Rabano la miró frunciendo el entrecejo.
—
Sis mortuus mundo, vivens iter…
—¡Alto! —gritó Juana.
El abad Rabano se paró. Todos se volvieron para ver quién había provocado aquella interrupción sin precedentes.
Con todos los ojos sobre ella Juana avanzó hacia Magdalena y la examinó con ojo experto. Se volvió hacia Rabano.
—Padre, esta mujer no está leprosa.
—¿Qué? —Rabano trataba de contener su furia para que el obispo no lo notara.
—Estas lesiones no son lepra. Ved cómo se colorea su piel alimentada por la sangre. Esta herida de la piel no es infecciosa; puede curarse.
—Si no está leprosa, ¿qué ha causado esas úlceras? —preguntó Rabano.
—Podría ser por varias causas. Es difícil decirlo sin un examen más cuidadoso. Pero sea cuál sea la razón, una cosa es segura: no es lepra.
—Dios ha marcado a esta mujer con la manifestación visible del pecado. ¡No debemos desafiar su voluntad!
—Está marcada, pero no con la lepra —respondió Juana con obstinación—. Dios nos ha dado el poder de discernir entre los que Él ha elegido para llevar esta carga y los que no ha elegido. ¿Te gustaría que metiéramos entre los muertos a alguien a quién Él no ha elegido?
Era un argumento inteligente. Con desaliento, Rabano vio que los otros lo aprobaban.
—¿Cómo sabremos si has interpretado correctamente los signos de la voluntad de Dios? —replicó—. ¿Es tu orgullo tan grande que sacrificarías a tus hermanos por él? Porque si quieres atender a esta mujer los pondrías a todos en peligro.
Esto provocó una chispa de preocupación. Nada, salvo los inimaginables tormentos del infierno, inspiraba más horror, repugnancia y temor que la enfermedad de la lepra.
Con un grito, Magdalena se arrojó a los pies de Juana. Había venido siguiendo aquella discusión sin entenderla porque Juana y Rabano hablaban en latín, pero había logrado captar que Juana había intercedido por ella y que la discusión no iba bien.
Juana le dio una palmadita en el hombro, tanto para calmarla como para consolarla.
—Ninguno de los hermanos será puesto en peligro salvo yo. Con vuestro permiso, padre, iré con ella a su casa llevando los medicamentos que pueda necesitar.
—¿Solo? ¿Con una mujer? —Las cejas de Rabano se arquearon en un gesto de piadoso horror—. Juan Ánglico, tu intención es quizás inocente, pero eres un hombre joven, sujeto a las más bajas pasiones de la carne de las que es mi deber, como tu padre espiritual, protegerte.
Juana abrió la boca para responder y tuvo que cerrarla frustrada, sin poder decir nada. Nadie estaría más a salvo de la tentación de una mujer que ella, pero no tenía modo de hacérselo entender a Rabano.
La voz cascada del hermano Benjamín sonó cerca.
—Yo acompañaré al hermano Juan. Soy viejo y he pasado hace mucho la edad de esas tentaciones. Padre, podéis confiar en el hermano Juan si dice que la mujer no tiene lepra porque cuando él habla con tanta certeza no se equivoca. Su habilidad en estas cuestiones es muy grande.
Juana le dirigió una mirada agradecida. Magdalena se aferraba a ella con el llanto reducido a un gemido suave bajo el contacto de la mano de Juana.
El abad Rabano vaciló. Lo que realmente quería era darle a Juan Ánglico unos buenos azotes por su presuntuosa desobediencia. Pero el obispo Otgar estaba mirando y no podía correr el riesgo de parecer desalmado.
—Muy bien —dijo de mala gana—. Hermano Juan, después de las vísperas tú y el hermano Benjamín podéis iros de aquí con esta pecadora y hacer lo que pueda hacerse, en nombre de Dios, por curarla de su enfermedad.
—Gracias, padre —dijo Juana.
Rabano hizo la señal de la cruz sobre ellos.
—Quiera Dios en su piadosa bondad protegeros de todo mal.
La mula que llevaba los sacos con los productos medicinales avanzaba plácidamente, indiferente al sol. La cabaña de Magdalena estaba a unos ocho kilómetros; a aquel paso lánguido no llegarían antes de la noche. Juana apremió a la mula con impaciencia. Para complacerla, el animal dio cinco o seis pasos rápidos y volvió a su cómodo ritmo anterior.
Mientras caminaban, Magdalena hablaba con nerviosa energía a la que solían seguir accesos de llanto. Juana y Benjamín se enteraron de toda su triste historia. Pese a su apariencia miserable, no era una colona sino una mujer libre cuyo marido había tenido la propiedad de unas doce hectáreas de tierra. Al quedar viuda había tratado de mantener a la familia trabajando la tierra ella misma, pero su heroico esfuerzo había sido interrumpido bruscamente por su vecino, lord Rathold, que codiciaba su próspera granja. Lord Rathold había llamado la atención del abad Rabano sobre los trabajos de Magdalena y el abad le había prohibido, bajo amenaza de excomunión, que saliera a trabajar la tierra. Le había dicho que «era sacrílego que una mujer hiciera el trabajo de un hombre».
Enfrentada a la perspectiva de morir de hambre, Magdalena había sido obligada a vender la tierra y su casa a Rathold por una parte de su precio, recibiendo a cambio sólo unos pocos sueldos y una diminuta cabaña en una aldea cercana, con un pequeño prado donde pudieran pastar sus vacas.
Se había dedicado a la fabricación de queso; así había logrado conseguir el mínimo necesario para su subsistencia.
En cuanto su casa estuvo al alcance de la vista, Magdalena soltó un grito y salió corriendo; la vieron desaparecer en su interior. Juana y el hermano Benjamín la siguieron pocos minutos después y la encontraron enterrada bajo una montaña de niños, que se reían y lloraban y hablaban todos al mismo tiempo. Al ver entrar a los dos monjes los niños gritaron alarmados y rodearon a Magdalena en gesto protector, temiendo que volvieran a llevársela. Magdalena les habló y sus sonrisas volvieron, aunque sin dejar de mirar con curiosidad a los extraños.
Apareció una mujer sosteniendo un recién nacido en cada brazo. Hizo una respetuosa reverencia a los dos monjes y se apresuró a darle uno de los niños a Magdalena, que lo cogió con alegría y se lo puso al pecho donde el crío empezó a mamar ávidamente. La otra mujer parecía tener cincuenta años o más, pero Juana pudo ver que, aunque su rostro estaba arrugado por las preocupaciones, no era tan vieja; quizá no tenía más de veintinueve o treinta años.
«Ha estado amamantando al hijo de Magdalena junto al suyo propio», comprendió Juana. Con simpatía observó los pechos fláccidos de la mujer y su abdomen hinchado, así como la palidez enfermiza de la piel. Juana ya había visto antes aquel síntoma: mujeres que daban a luz su primer hijo a los trece o catorce años y en lo sucesivo vivían en un estado de preñez virtualmente perpetua, dando a luz a una criatura tras otra con terrible regularidad. No era raro que una mujer tuviera veinte o más embarazos durante su vida; aunque inevitablemente muchos de ellos eran interrumpidos. Para cuando la mujer llegaba a la edad del cambio (si es que vivía tanto como eso porque cada parto conllevaba un serio peligro de muerte), su cuerpo estaba agotado y su espíritu no menos debilitado. Juana pensó en preparar un tónico de corteza de roble en polvo y salvia para fortificar a la mujer antes del próximo invierno.
Magdalena le habló al hijo mayor, un chico desgarbado de doce o trece años. El chico fue hacia la puerta y volvió un instante después con una hogaza de pan y una rodaja de queso con vetas azules y se lo ofreció a Juana y al hermano Benjamín. Este último aceptó el pan pero rechazó el queso que evidentemente estaba podrido. Juana también lo encontró repugnante, pero para complacer al chico cortó un pequeño trozo y se lo llevó a la boca. Para su sorpresa el sabor era maravilloso, muy superior a cualquier queso que hubiera probado en las mesas de Fulda.
—Vaya, es delicioso.
El chico sonrió.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Arn —respondió él con timidez.
Mientras comía, Juana observaba lo que la rodeaba. La casa de Magdalena era una pequeña cabaña sin ventanas, hecha de tablas sin pulir cubiertas de barro mezclado con paja y hojas. Había grandes agujeros en las paredes a través de los cuales se filtraba el aire frío de la noche, desprendiendo del fuego del hogar una nube de humo. En un rincón había un corral para los animales; un mes después, Magdalena entraría las vacas y las dejaría dentro todo el invierno, lo que era una práctica común entre los pobres. Al hacerlo, no sólo se protegía al precioso ganado, también se obtenía una fuente extra de calor, tan necesario, en la casa. Lamentablemente, además del calor corporal los animales traían sus plagas: garrapatas, moscardones, pulgas y una cantidad de otros insectos, que hacían su morada en las esteras del suelo y en la paja de los jergones. La mayoría de los pobres vivían cubiertos de dolorosas picaduras y mordeduras, hecho documentado en las iglesias entre cuyas pinturas murales podía verse a Job, con el cuerpo cubierto de úlceras, rascándose con un cuchillo.
Algunas personas (y Juana sospechaba que Magdalena era una de ellas) desarrollaban reacciones especialmente fuertes a las picaduras de insectos. Con el tiempo, su piel se hinchaba en grandes ronchas que, más irritadas aún por ropas de lana tosca y sin lavar, terminaban volviéndose lesiones infectadas.
Los exámenes que se proponía hacer Juana para su diagnóstico tendrían que esperar, porque ya era plena noche. «Mañana empezaremos», se dijo mientras se preparaba para dormir.
Al día siguiente limpiaron la cabaña de arriba abajo. Las viejas esteras que cubrían el suelo fueron eliminadas y el piso de tierra fue barrido hasta que quedó perfectamente liso. Se quemaron los jergones y se hicieron otros nuevos con paja recién recogida. También se reemplazó la paja del tejado que en algunas partes había empezado a caerse y pudrirse.
Lo difícil fue persuadir a Magdalena de que se diera un baño. Solía lavarse regularmente la cara, las manos y los pies, como todo el mundo, pero la idea de una inmersión total le resultaba extraña y hasta peligrosa.
—¡Tendré un catarro y moriré! —se quejaba.
—Morirás si no lo haces —respondió Juana con firmeza—. La vida de un leproso es la muerte en vida.
Los fríos vientos de
Herbistmanoth
habían hecho imposible una zambullida en el pequeño arroyo que corría detrás de la aldea. Tuvieron que cargar el agua y calentarla en el caldero, y echarla en la tina de lavar la ropa. Mientras los dos monjes permanecían en pie dándole la espalda, la mujer se metió en la tina con grandes temores y lavó su cuerpo con agua y jabón.
Después del baño, Magdalena estrenó una túnica nueva que Juana había conseguido del hermano Conrado, el despensero, previendo aquella necesidad. Hecha de un buen lino pesado, era lo bastante gruesa para servirle en el invierno y a la vez mucho más suave y menos irritante que la lana.
Lavada y limpia, con la casa libre de insectos y brillante del tejado al suelo, Magdalena empezó a mejorar de inmediato.
Sus lesiones se secaron y empezaron a manifestar síntomas de curación.
El hermano Benjamín estaba encantado.
—¡Tenías razón! —le decía a Juana— ¡No era lepra! ¡Debemos volver y decírselo a los otros!
—Esperemos unos pocos días más —dijo Juana con cautela.
Cuando volvieran no debía quedar la más ligera duda sobre la curación.
—Enséñame otro —dijo Arn.
Juana le sonrió. Durante los últimos días le había estado enseñando al niño el método de cálculo de Beda y él había demostrado que era un alumno inteligente y ávido de conocimientos.