—Perdóname,
Nonnus
—dijo usando la fórmula de respeto debida a un hermano de más edad—, por mi falta de templanza y humildad. Me has sorprendido y en mi confusión olvidé mi deber para contigo. Te pido perdón con la mayor humildad.
Era una buena disculpa. El gesto adusto del hermano Samuel se disolvió en una sonrisa; no era un hombre rencoroso.
—Estás perdonado, hermano, completamente. Ven, caminaremos juntos hasta el jardín.
Mientras atravesaban el claustro pasando por las cuadras, el molino y los hornos de secado, Juana calculaba rápidamente sus posibilidades. La última vez que su padre la había visto era una niña de doce años. Había cambiado mucho en los diez años siguientes. Quizá no la reconocería. Quizá…
Llegaron al jardín con sus ordenadas hileras de parcelas: trece en total, número elegido para simbolizar la santa congregación de Cristo y los doce apóstoles en la Última Cena. Cada parcela tenía exactamente siete pies de ancho, lo que también era significativo porque siete era el número de dones del Espíritu Santo, que representaban la totalidad de las cosas creadas.
En el fondo del jardín, entre macizos de helechos y perifollo, estaba su padre dándoles la espalda. Su cuerpo bajo y robusto, su cuello grueso y su postura resuelta eran inmediatamente reconocibles. Juana hundió la cabeza en la voluminosa capucha, de modo que la tela pesada le colgara sobre la frente, ocultándole el cabello y la cara.
Al oír sus pasos, el canónigo se volvió. Su cabello oscuro y las cejas espesas, que habían causado tanto terror a Juana, se habían vuelto completamente grises.
—
Deus tecum
. —El hermano Samuel le dio a Juana una palmada alentadora—. Dios sea contigo. —Y los dejó.
Su padre se acercó con paso lento. Era más pequeño de lo que ella recordaba; vio con sorpresa que usaba un bastón. Cuando estuvo cerca, Juana se volvió y, sin hablar, le indicó con un gesto que la siguiera. Lo llevó fuera del resplandor del sol del mediodía, hasta la capilla sin ventanas adjunta al jardín donde la oscuridad le daría más posibilidades de no ser reconocida. Una vez dentro, esperó a que él se sentara en uno de los bancos. Se sentó en el otro extremo, manteniendo la cabeza baja para que la capucha le ocultara el perfil.
—
Pater Noster qui es in caelis, sanctificetur nomen tuum…
Su padre inició el padrenuestro. Las manos le temblaban; hablaba con la voz temblorosa de un anciano. Juana unió su voz a la de él y ambas resonaron en la pequeña capilla de piedra.
Completada la plegaria se quedaron un rato en silencio.
—Hijo mío —dijo el canónigo al fin—, lo has hecho bien. El hermano hospitalario me dice que serás sacerdote. Le has dado honor a nuestra familia como yo esperaba que lo hiciera tu hermano.
«Mateo». Juana tocó el medallón de santa Catalina que llevaba colgado al cuello, el que le había regalado Mateo hacía ya tantos años. Su padre captó el gesto.
—Mi vista ya no es muy buena. ¿No es el medallón de tu hermana Juana?
Juana lo soltó maldiciendo su estupidez; no había pensando en ocultarlo.
—Lo tomé como un recuerdo… después. —No pudo decidirse a hablar del horror del ataque de los hombres del norte.
—¿Tu hermana murió sin… deshonor?
Juana tuvo la súbita imagen de Gisla, gritando de dolor y miedo mientras los hombres se turnaban sobre ella.
—Murió inviolada.
—
Deo gratias
. —El canónigo se persignó—. Fue la voluntad de Dios, entonces. Era una hija obstinada y monstruosa que nunca habría podido tener paz en este mundo; es mejor así.
—Ella no habría dicho eso.
Si el canónigo captó la ironía en su voz, no lo dio a entender.
—Su muerte fue un gran dolor para tu madre.
—¿Cómo está mi madre?
Durante un buen rato, el canónigo no respondió. Cuando lo hizo al fin su voz temblaba más que antes.
—Se ha ido.
—¿Ido?
—Al infierno —dijo el canónigo—, a quemarse por toda la eternidad.
—No. —La comprensión presionaba en los bordes de la conciencia de Juana—. No.
No podía haberle pasado a mamá, con su rostro hermoso, sus ojos de bondad, sus manos suaves que traían el consuelo y la alegría… Mamá, que la había querido tanto.
—Murió hace un mes —dijo el canónigo—, sin reconciliarse con Cristo, llamando a sus dioses paganos. Cuando la partera me dijo que no viviría hice todo lo que pude, pero ella no aceptó el sacramento. Le puse la hostia en la boca y la escupió.
—¿La partera? No querrás decir…
Su madre tenía más de cincuenta años y había pasado hacía mucho la edad de concebir; después de Juana no había vuelto a quedar embarazada.
—No me habrían permitido enterrarla en un cementerio cristiano con un niño sin bautizar todavía en el vientre.
Empezó a llorar con fuertes sollozos entrecortados que lo sacudían de arriba abajo.
¿La amaba pues? Había tenido un modo extraño de darlo a entender, con su brutalidad, su crueldad y su lujuria, la lujuria egoísta que al final la había matado.
Los sollozos del canónigo se aquietaron lentamente y empezó la plegaria por los muertos. Esta vez Juana no se le unió. Moviendo los labios sin sonido empezó a recitar el juramento, invocando el nombre secreto de Thor, el Trueno, como se lo había enseñado mamá hacía mucho tiempo.
Su padre se aclaró la garganta incómodo.
—Hay una cosa, Juan. La misión en Sajonia… ¿te parece… que los hermanos podrían emplearme, para trabajar con los paganos?
Juana estaba perpleja.
—¿Y tu trabajo en Ingelheim?
—El hecho es que mi posición en Ingelheim se ha vuelto difícil. La última… desgracia… con tu madre…
De pronto Juana comprendió. El rigor contra el clero casado, escaso durante el reinado del emperador Carlomagno, se había recrudecido bajo el reinado de su hijo Ludovico, cuyo celo religioso le había hecho ganarse el título de Pío. El reciente sínodo de París había acentuado enérgicamente la teoría y práctica del celibato sacerdotal. El embarazo de Gudrun, prueba visible de la falta de castidad del canónigo, no podía haber sobrevenido en peor momento.
—¿Has perdido el puesto?
De mala gana su padre asintió.
—Pero,
Deo volente
, tengo la fuerza y la capacidad de hacer trabajo para Dios todavía. Si pudieras interceder por mí ante el abad Rabano…
Juana no respondió. Estaba abrumada de pena, indignación y dolor; no le quedaba lugar en su corazón para la compasión por su padre.
—No me respondes. Te has vuelto orgulloso, hijo mío. —Se puso de pie y su voz recuperó algo de su viejo tono autoritario—. Recuerda que fui yo quien te trajo a este lugar y a tu actual posición en la vida.
Contritionem praecedit superbia et ante ruinam exaltado spiritus
—dijo con tono severo—: «El orgullo precede a la destrucción y la altivez a la caída», Proverbios, capítulo dieciséis.
—
Bonum est homini mulierem non tangere
—replicó Juana—. «Es bueno para el hombre no tocar mujer», Corintios I, capítulo siete.
El padre alzó el bastón para pegarle, pero el movimiento le hizo perder el equilibrio y cayó. Ella le tendió una mano para ayudarlo y él la atrajo hacia sí.
—Hijo mío —murmuró al oído de Juana—. Hijo. No me abandones. Eres lo único que tengo.
Asqueada, Juana se echó atrás con tanta violencia que la capucha se le cayó de la cabeza. Se la volvió a poner deprisa, pero era demasiado tarde.
La expresión de su padre era de horrorizado reconocimiento.
—No —dijo, atónito— No, no puede ser.
—Padre…
—Hija de Eva, ¿qué has hecho? ¿Dónde está tu hermano Juan?
—Está muerto.
—¿Muerto?
—Lo mataron los hombres del norte en la iglesia de Dorstadt. Traté de salvarlo, pero…
—¡Bruja! ¡Demonio del Averno! —Hizo la señal de la cruz ante ella.
—Padre, por favor, te lo explicaré… —dijo Juana con desesperación. Tenía que calmarlo antes de que sus voces atrajeran a los otros.
El padre recuperó el bastón y se puso torpemente de pie, con todo el cuerpo trémulo. Juana se acercó para ayudarlo, pero él la rechazó y dijo en tono acusador:
—Mataste a tu hermano mayor. ¿No podías haber perdonado al menor?
—Yo quería a Juan, padre. Nunca le habría hecho ningún daño. Fueron los del norte, que cayeron sin avisar con espadas y hachas. —Se esforzó por resistir el llanto que le subía; tenía que seguir hablando, hacerse entender—. Juan quiso presentar batalla, pero mataron a todos, a todos.
Se había vuelto hacia la puerta.
—Debo poner fin a esto antes de que hagas más daño.
Ella lo cogió por el brazo.
—Padre, por favor, no, me matarán si…
Se volvió enfurecido para hacerle frente.
—¡Maldito demonio! ¡Tendrías que haber muerto en el vientre de tu madre pagana antes de nacer! —Luchó por liberarse, y su rostro se puso lívido—: ¡Suéltame!
Ella lo retuvo con desesperación. Si salía por aquella puerta su vida no valdría nada.
—¿Hermano Juan? —Sonaba una voz en el umbral. Era el hermano Samuel y la preocupación se notaba en su amable rostro—: ¿Hay algún problema?
Sorprendida, Juana soltó el brazo de su padre. Él se apartó y fue hacia el hermano Samuel.
—Llévame a ver al abad Rabano. Debo… debo… —Se interrumpió de pronto con un gesto de sorpresa.
Se le veía raro. La piel había seguido oscureciéndose; la cara se retorció de forma grotesca, el ojo derecho quedó más bajo que el izquierdo y la boca se torció hacia un lado.
—¿Padre? —Ella se acercó vacilante.
Él hizo un gesto como si quisiera pegarle, pero el brazo se movía fuera de control.
Aterrorizada, Juana retrocedió.
El padre gritó algo incomprensible y cayó como un árbol talado.
El hermano Samuel gritó pidiendo ayuda. De inmediato aparecieron cinco hermanos en el umbral.
Juana se arrodilló junto a su padre y lo cogió en sus brazos. La cabeza de él se apoyó, pesada y fláccida, contra el hombro de la joven, que lo sostenía metiendo los dedos entre el cabello gris. Al mirarlo a los ojos Juana se sorprendió al ver cuánto odio y maldad había allí.
Los labios del canónigo se movían con horrible decisión.
—M… m… m…
—No trates de hablar —dijo Juana—. No estás bien. Él la fulminó con la mirada. Con un último y sonoro esfuerzo escupió una sola palabra: —
M… m… Mulier!
¡Mujer!
Giró la cabeza en una convulsión y se le congeló en los ojos la misma expresión de odio.
Juana se inclinó sobre él, buscando una señal de aliento en los labios estirados o el pulso en el cuello arrugado. Le cerró los ojos.
—Está muerto.
El hermano Samuel y los otros se persignaron.
—Creo que dijo algo antes de morir —dijo el hermano Samuel— ¿Qué fue?
—Invocó… a María, madre de Dios.
El hermano Samuel asintió.
—Un hombre santo. —Y a los otros—: Llevadlo a la iglesia. Prepararemos su cuerpo con toda ceremonia.
—
Terram es, terram ibis
—recitó el abad Rabano.
Junto con el resto de los hermanos, Juana cogió un puñado de tierra, lo arrojó a la fosa, y vio caer los montones oscuros y húmedos sobre la superficie lisa del ataúd de su padre.
Su padre siempre la había odiado. Incluso cuando era pequeña, antes de que se trazaran las líneas del combate entre ellos, nunca había recibido de él más que una tolerancia agria y desganada. Para él siempre había sido un ser sin valor: una mujer. Aun así, la sorprendía comprobar con cuánto gusto la habría delatado, cómo la habría entregado sin vacilar a una muerte segura.
De todos modos, cuando la última palada de tierra cubrió la tumba, Juana sintió una curiosa e inesperada melancolía. No recordaba una época en que no hubiera temido, detestado y hasta odiado a su padre. Y sin embargo, experimentaba un peculiar sentimiento de pérdida. Mateo, Juan, mamá…, todos habían muerto. Su padre había sido el último lazo con su hogar, con la niña que había sido. Ahora ya no había más Juana de Ingelheim; sólo había Juan Ánglico, cura y monje de la casa benedictina de Fulda.
Fontenoy, 841
El prado desprendía un tenue resplandor en la luz débil y grisácea del amanecer y por su centro se enroscaban las líneas suavemente curvadas de un arroyuelo plateado. «Escenario inverosímil para una batalla», pensó Geroldo con tristeza.
El emperador Ludovico había muerto hacía menos de un año, pero la rivalidad latente entre sus tres hijos al fin había estallado en una guerra civil. El mayor, Lotario, había heredado el título de emperador, pero las tierras del imperio estaban divididas entre él y sus dos hermanos menores, Carlos y Luis el Germánico; un arreglo imprudente y peligroso que dejaba a los tres insatisfechos. Aun así, podría haberse evitado la guerra si Lotario hubiera sido más hábil en la diplomacia. Posesivo y despótico por naturaleza, trató a sus hermanos menores con una arrogancia que los llevó a coaligarse en abierta rebelión contra él. Así era como los tres hermanos reales habían llegado al fin a Fontenoy, decididos a zanjar con sangre las diferencias que los separaban.
Después de largas reflexiones, Geroldo había unido su suerte a la de Lotario. Conocía bien sus defectos, pero en tanto que emperador ungido, era la única esperanza de un reino unificado de los francos. Las divisiones que habían devastado al país durante el último año se habían cobrado un alto precio: los hombres del norte, aprovechando la distracción que permitía la alteración política, habían intensificado sus incursiones contra la costa franca, provocando gran destrucción. Si Lotario pudiera obtener una victoria decisiva, sus hermanos no tendrían más remedio que apoyarlo. Un país gobernado por un tirano era mejor que ninguno.
Comenzó el redoble de tambores y se reunieron los hombres. Lotario había pensado que una misa a primera hora alentaría a sus tropas para la batalla. Geroldo abandonó su meditación solitaria y volvió al campamento.
Vestido con telas doradas, el obispo de Auxerre oficiaba la misa sobre un carro de aprovisionamiento, de modo que todos pudieran verlo.
«
Libera me, Domine, de morte aeterna
», cantaba con potente voz de barítono mientras docenas de acólitos pasaban entre los hombres, distribuyendo la hostia consagrada. Muchos de los soldados eran colonos y campesinos sin experiencia previa con las armas, hombres que en circunstancias normales habrían sido excluidos de la leva imperial que ordenaba el servicio militar. Pero aquéllos no eran tiempos normales. Muchos habían sido arrancados de sus casas sin siquiera una hora para arreglar sus asuntos o despedirse de su familia. Estos últimos recibían la hostia con distracción, ya que no estaban en condiciones de prepararse para la muerte. Sus ideas seguían fijas en las cosas de este mundo de las que habían sido tan rudamente apartados: sus campos, sus trabajos, sus deudas, sus esposas e hijos. Desconcertados y asustados, todavía no podían comprender la importancia de la situación, no podían creer que se esperara que lucharan y murieran en aquella tierra extraña por un emperador cuyo nombre, hasta hacía pocos días, había sido sólo un eco distante en sus vidas. «¿Cuántos de estos inocentes —se preguntaba Geroldo— vivirán para ver ponerse el sol?».