—Sacadla —dijo Geroldo bruscamente—. La llevaremos a la iglesia de Prüm para que tenga un entierro decente.
Juana empezó a temblar con violencia, sin poder apartar la vista de Berta. En la muerte se parecía a Mateo: la piel gris, los ojos entornados, la boca entreabierta.
De pronto, los brazos de Geroldo la rodearon y la obligaron a volverse. Ella cerró los ojos y lo dejó hacer. Los hombres desmontaron y se metieron en el agua; oyó el suave ruido de los juncos entre los que sacaban el cuerpo de Berta.
—Te lanzaste al agua para rescatarme, ¿no es cierto? —susurraba Geroldo, con la boca cerca de la oreja de ella. Hablaba con sorpresa, como si sólo entonces lo comprendiera.
—Sí —asintió ella, sin apartar la cabeza de su hombro.
—¿Sabes nadar?
—No —admitió Juana y sintió que los brazos de Geroldo la apretaban más.
Detrás, los hombres transportaban lentamente el cuerpo de Berta hacia el carro. El capellán caminaba al lado, con la cabeza inclinada recitando la plegaria para los muertos. Richild no rezaba con él. Tenía la cabeza levantada y miraba a Juana y a Geroldo.
Juana se apartó de los brazos de Geroldo.
—¿Qué pasa? —La miraba con afecto y preocupación.
Richild seguía con la vista fija en ellos.
—N… nada.
Geroldo siguió la dirección de su mirada.
—Ah. —Suavemente apartó un mechón rubio que le caía sobre la cara— ¿Vamos con los otros?
Caminaron juntos hacia el carro. Geroldo se apartó para hablar con el capellán sobre la disposición del cadáver.
—Juana —dijo Richild—, irás con nosotras en el carro el resto del viaje. Estarás más segura aquí.
Era inútil protestar. Juana subió al carro.
Los hombres pusieron el cadáver en uno de los carros de la retaguardia, apartando unos sacos para hacer sitio. Una criada de la casa, una mujer mayor, lloró y se arrojó sobre el cuerpo de Berta. Acto seguido, inició el tradicional llanto por los muertos. Todos esperaron en un silencio respetuoso. El capellán se acercó y habló en voz baja con la mujer. Ésta alzó la cabeza con los ojos encendidos por el dolor y el sufrimiento, fijos en Richild.
—¡Tú! —gritó—. ¡Fuiste tú, señora! ¡Tú la mataste! Era una buena chica, mi Berta, y te habría servido bien. Su muerte cae sobre ti. ¡Sobre ti!
Dos de las criadas de Richild sujetaron a la mujer por los brazos y la alejaron; ella seguía lanzando imprecaciones.
Se acercó el capellán retorciéndose las manos nerviosamente.
—Es la madre de Berta. El dolor ha puesto fuera de sí a la pobre mujer. Por supuesto que la muerte de la niña fue un accidente. Un trágico accidente.
—No fue accidente, Wala —dijo Richild con severidad—. Fue la voluntad del Señor.
Wala palideció.
—Por supuesto. Por supuesto. —Como capellán de Richild, «cura doméstico», Wala ocupaba una posición poco mejor que la de un colono común; si la disgustaba, ella podía hacerlo azotar, o, peor todavía, podía despedirlo y dejarlo morir de hambre—. La voluntad de Dios. La voluntad de Dios, seguramente, señora.
—Ve y habla con la mujer porque lo terrible de su dolor seguramente ha puesto su alma en peligro mortal.
—¡Ah, señora! —El hombre alzó al cielo sus blancas manos—. ¡Qué celestial compasión! ¡Qué
caritas
!
Ella lo despidió con impaciencia y él se escapó deprisa, como un condenado que logra evadirse al borde mismo del patíbulo.
Geroldo dio orden de seguir y la caravana reanudó la marcha, alejándose por la orilla hacia el camino de Saint-Denis. Detrás de ellos, en el último carro, los gritos de la madre bajaron gradualmente hasta ser sólo un llanto que se mantuvo firme y desconsolado. Los ojos de Duoda estaban húmedos de lágrimas y hasta el invariable optimismo de Gisla parecía haber desaparecido. Pero Richild seguía inconmovible. Juana la examinó con curiosidad. ¿Alguien podía ser tan hábil para ocultar sus emociones o era realmente tan fría como parecía? ¿La muerte de la chica no le pesaba en lo más mínimo sobre la conciencia?
Richild la miró. Juana apartó la vista para que no pudiera leerle los pensamientos.
¿La voluntad de Dios?
No, señora. Tus órdenes.
El primer día la feria estaba en pleno apogeo. Las olas de gente atravesaban la gran puerta de hierro de entrada al prado que había ante la abadía de Saint-Denis: campesinos en
bandelettes
harapientas y jubones de lino crudo; nobles y
fideles
con túnicas de seda cruzadas con bordados en oro y sus esposas igualmente elegantes en mantos con bordes de piel y joyas en el peinado; lombardos y aquitanos con sus exóticos bombachos y botas. Juana nunca había visto un conglomerado humano tan grande.
En el prado los puestos se apretaban unos contra otros y sus diferentes mercancías se exhibían en un llamativo despliegue incoherente de colores y formas. Había vestidos y mantos de seda púrpura, pieles escarlatas de fénix, plumas de pavo real, cotas de cuero repujado, golosinas raras como almendras y uvas pasas, y toda clase de aromas y especias, perlas, gemas, plata y oro. Y seguía entrando mercancía amontonada en carros o sobre los hombros de los vendedores más pobres, que casi se doblaban bajo el peso. Más de uno de ellos no dormiría aquella noche por el dolor de los músculos utilizados más allá de todo lo razonable, pero de ese modo evitaban los altos impuestos: el
rotaticum
y el
saumaticum
, que se cobraban a los bienes transportados en vehículos o a lomo de bestias de carga.
Una vez en el prado, Geroldo dijo a Juana y a Juan:
—A ver las manos. —En cada una de las palmas que le enseñaron puso un denario de plata—. Gastadlo con prudencia.
Juana miró la moneda brillante. Sólo había visto denarios una o dos veces y siempre a distancia, porque en Ingelheim el comercio se realizaba por trueque; incluso los ingresos de su padre, el diezmo exigido de los campesinos de su parroquia, se le pagaba en bienes y comida.
¡Un denario íntegro! Parecía una fortuna más allá de toda medida.
Partieron por los pasillos entre los puestos llenos de gente. Les rodeaban vendedores voceando sus mercancías, compradores regateando los precios y toda clase de atracciones (bailarines, malabaristas, acróbatas, monos y osos amaestrados) que competían por la atención del público. Los aturdía la algarabía de innumerables conversaciones, discusiones o bromas, en cientos de dialectos y lenguas distintos.
Era fácil perderse en medio de aquella multitud. Juana cogió a Juan de la mano (para su sorpresa, él no protestó) y se mantuvo cerca de Geroldo.
Luc
iba muy cerca, inseparable como siempre de Juana. El pequeño grupo no tardó en alejarse de Richild y los demás, que caminaban más lentamente. A medio camino de la primera hilera de puestos se detuvieron para esperar a los otros. A la izquierda, una mujer empezó a gritarle a un par de comerciantes que tiraban uno de cada lado de un trozo de tela de lino tendida contra una regla de madera, para medir exactamente un
ell
.
—¡Soltadla! —gritaba la mujer—. ¡Idiotas! ¡La estáis estirando!
Y realmente parecía como si los hombres fueran a desgarrar la tela, de tanto que tiraban para sacar el mayor provecho posible de la medida.
Hubo un estallido de gritos y risas en la multitud que rodeaba un pequeño espacio abierto, a poca distancia.
—Ven —dijo Juan tirando del brazo de Juana.
Ella vaciló porque no quería alejarse de Geroldo. Pero éste vio lo que quería Juan y aceptó acompañarlos en aquella dirección.
Cuando llegaron, se elevó otro gran griterío. Juana vio que un hombre caía de rodillas en el centro del espacio abierto, cogiéndose los hombros como si le dolieran. Rápidamente volvió a ponerse de pie y ahora Juana pudo ver que en la otra mano tenía una gruesa rama de abedul. Había otro hombre en el círculo, armado del mismo modo. Los dos giraban mirándose, balanceando las pesadas ramas con feroz abandono. Hubo un extraño gemido agudo y un cerdo manchado de sangre corrió con frenesí entre los dos hombres, sus patitas regordetas se agitaban al compás. Los dos hombres lanzaron golpes de bastón contra el cerdo, pero con mala puntería; el que se había caído antes gritó cuando el otro le dio un golpe en la entrepierna. La multitud volvió a reír ruidosamente.
Juan se rió con los otros, con los ojos encendidos por el interés. Tiró de la manga a un campesino bajo y con la cara picada de viruela que estaba junto a ellos.
—¿Qué están haciendo? —preguntó.
El hombre le sonrió y los hoyos de su cara se agrandaron con el gesto.
—Le pegan al cerdo, chico, ¿no lo ves? El que lo mate, se lo lleva a su casa para comérselo.
«Curioso», pensó Juana mientras miraba a los dos hombres competir por el animal. Descargaban sus bastones con fuerza, pero los golpes iban al azar, sin puntería, y caían en el aire o en el otro con más frecuencia que en el cerdo. Había algo extraño en la apariencia del contendiente que ella tenía delante. Lo miró con más atención y vio una blancura lechosa donde debería haber estado el iris. En aquel momento se volvieron y ella pudo ver la cara al otro hombre; sus ojos parecían bastante normales, pero miraban fijamente al espacio, vacíos y sin enfocar.
Eran ciegos.
Otro golpe y el hombre de los ojos lechosos se tambaleó, cogiéndose la cabeza. Juan saltó aplaudiendo y riéndose junto con el resto del público. Los ojos le brillaban con una extraña excitación.
Juana se volvió.
—¡Psst! ¡Joven! —la llamó una voz.
Al otro lado del camino un hombre le hacía gestos. Dejó a Juan animando el extraño combate y fue al puesto del hombre, que consistía en una larga mesa cubierta de un surtido de reliquias religiosas. Había cruces de madera y medallones de todo tipo y descripción, así como reliquias sagradas de diversos santos populares en la región: una hebra de cabello de san Guillermo, una uña de san Romarico, dos dientes de santa Gertrudis y un trozo de tela del vestido de la virgen y mártir santa Genoveva.
El hombre sacó un frasco de su estuche de cuero.
—¿Sabes lo que contiene esto? —La voz era tan baja que ella apenas si podía oírlo por encima del griterío que los rodeaba. Negó con la cabeza—. Varias gotas de la leche… —la voz bajó más aún— de la santa Virgen Madre.
Juana quedó atónita. ¡Un tesoro tan grande! ¿Allí? Debería estar en el altar de algún gran monasterio o catedral.
—Un denario —dijo el hombre.
¡Un denario! Ella buscó la moneda de plata en el bolsillo. El hombre le tendió el frasco y ella lo recogió, sintiendo la superficie fría en la mano. Tuvo una breve visión de la cara de Odón cuando volviera con aquel trofeo para la catedral.
El hombre sonrió tendiendo la mano, agitando los dedos para hacerla poner en la palma la moneda.
Juana vaciló. ¿Por qué aquel hombre vendería un tesoro tan grande por una suma tan pequeña? Cualquier gran abadía o catedral que necesitara una reliquia sagrada para que la veneraran los peregrinos le pagaría una fortuna.
Levantó la tapa del frasco y miró dentro. La superficie pálida de la leche se veía lisa y muy blanca bajo el sol. Juana la tocó con la punta del meñique. Alzó la cara, recorrió con la vista el área alrededor del puesto y, soltando una carcajada, se llevó el frasco a los labios y bebió.
El hombre abrió la boca.
—¿Eres una salvaje? —Tenía el rostro contraído por la ira.
—Deliciosa —dijo Juana mientras volvía a cerrar el frasco y se lo devolvía—. Felicitaciones a tu cabra.
—Pero tú… tú… —tartamudeaba el hombre sin poder encontrar las palabras para expresar su ira y su frustración.
Por un momento pareció como si fuera a dar la vuelta a la mesa para pegarle. Hubo un gran gruñido;
Luc
que hasta entonces había estado sentado en silencio se puso frente a Juana, con una línea profunda cortando todo el ancho de su hocico, levantada a los lados para revelar una hilera de amenazantes dientes blancos.
—¿Qué es eso? —El vendedor miraba a
Luc
con ojos brillantes.
—Eso —dijo una voz detrás de Juana—, es un lobo.
Era Geroldo. Se había acercado en silencio mientras ella hablaba con el vendedor. Estaba relajado, con los brazos a los lados del cuerpo, pero en sus ojos había una señal de advertencia. El vendedor apartó la vista murmurando algo. Geroldo puso un brazo sobre los hombros de Juana y la apartó llamando a
Luc
, que gruñó una vez más al vendedor y corrió a reunirse con ellos.
Geroldo no hablaba. Caminaron juntos en silencio, Juana esforzándose por seguir el paso.
«Está enfadado», pensó, y su buen humor se apagó tan rápido como un fuego bajo un puñado de arena.
Y lo que era peor, sabía que él tenía razón. Había obrado de forma imprudente con el mercader. ¿No había prometido ser más cuidadosa? ¿Por qué siempre tenía que poner en duda y desafiar lo establecido? ¿Por qué no podía aprender que «Algunas ideas son peligrosas»?
«Quizás es cierto que soy una salvaje».
Oyó un rumor; Geroldo se estaba riendo.
—¡La cara de ese hombre cuando te llevaste el frasco a la boca y bebiste! ¡Nunca lo olvidaré! —La atrajo hacia él, cariñosamente—. ¡Ah, Juana, eres mi perla! Pero dime, ¿cómo sabías que no era la leche de la Virgen?
Juana sonrió, aliviada.
—Desconfié desde el comienzo porque si la reliquia era auténtica, ¿por qué iba a cobrar un precio tan bajo? ¿Y por qué el vendedor tenía la cabra atada detrás del puesto donde no se la podía ver? Si la hubiera recibido en un trueque no habría necesidad de ocultarla.
—Es cierto. Pero tú realmente bebiste la leche —soltó otra risa—, así que debías saber algo más.
—Sí. Cuando destapé el frasco la leche estaba sin nata y perfectamente fresca, como si hubiera sido ordeñada esta mañana mientras que la leche de la Virgen debería tener más de ochocientos años.
—Ah… —Geroldo sonreía, con las cejas arqueadas, probándola—: Pero quizá su santidad la mantiene pura e incorrupta.
—Es cierto —admitió Juana—. Pero cuando toqué la leche ¡seguía tibia! Una sustancia santa puede permanecer incorrupta, pero ¿por qué habría de seguir tibia?
—Buena observación —dijo Geroldo con admiración—. ¡El mismísimo Lucrecio no lo habría hecho mejor!
Juana estaba radiante. ¡Cuánto le gustaba complacerlo!
Caminaron casi hasta el fin de la hilera de puestos, donde la cruz de madera de Saint-Denis señalaba el límite de la feria, protegiendo la serenidad de los monjes de la abadía. Era allí donde habían alzado sus puestos los mercaderes de pergaminos.