«Yo monto a caballo tan bien como él», pensó.
Geroldo había pasado muchas horas enseñándole y ahora ella era una consumada amazona.
Como si hubiera sentido su mirada, Juan se volvió y le dirigió una sonrisa a la vez íntima y maliciosa. Espoleó su caballo hasta ponerlo a la altura del de Geroldo. Hablaron; Geroldo echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.
Ella sintió subir por dentro los celos. ¿Qué podía decirle Juan a Geroldo que lo divirtiera tanto? No tenían nada en común. Geroldo era un hombre culto, un estudioso. Juan no sabía nada de eso. Pero ahora él iba al lado de Geroldo, hablaba con él, se reía con él, mientras que ella se aburría en aquel espantoso carro.
Porque era mujer. No era la primera vez que maldecía el golpe de mala suerte que la había hecho nacer así.
—Es incorrecto mirar, Juana.
Los ojos oscuros de Richild dirigían una mirada desdeñosa a Juana, que apartó la vista de Geroldo y dijo:
—Lo siento, mi señora.
—Mantén las manos sobre el regazo —le dijo Richild—, y los ojos bajos, como corresponde a una mujer modesta.
Juana obedeció.
—La conducta correcta —seguía Richild— es una virtud más alta en una mujer que la capacidad de leer… Cosa que tú sabrías si hubieras sido criada en un medio más elevado. —Miró a Juana fríamente un momento, antes de volver su atención al bordado.
Juana la observó de reojo. Era hermosa, no podía negarse, en el estilo pálido, ascético, de hombros caídos, que era la moda. Su frente, de piel impecable, era muy alta y estaba coronada por brillantes rizos de espeso cabello negro. Los ojos, enmarcados en largas pestañas oscuras, eran de un castaño tan oscuro que casi parecía negro. Juana sintió un latigazo de envidia. Richild era todo lo que ella no era.
—Escucha, debes ayudarme a decidir. —Gisla, la hermana mayor, miraba a Juana— ¿Cuál de mis vestidos debería usar para la boda? —Se reía de entusiasmo al hablar.
Gisla tenía quince años, casi un año más que Juana, y ya estaba comprometida con el conde Hugo, un noble de Neustría. Geroldo y Richild estaban complacidos porque la unión era ventajosa. La boda tendría lugar en unos seis meses.
—Oh, Gisla, tú tienes muchas cosas hermosas. —Y era cierto. Juana había quedado atónita por el tamaño del guardarropa de Gisla, que le habría permitido usar una túnica diferente al día durante dos semanas, si quería. En Ingelheim, una chica tenía una sola túnica, de fuerte tela de lana si tenía suerte, y debía cuidarla bien porque tenía que durar muchos años—. Estoy segura de que el conde Hugo te encontrará hermosa con cualquiera.
Gisla volvió a reírse. Era una chica de buen corazón pero algo simple y estallaba en risas nerviosas cada vez que se mencionaba el nombre de su novio.
—No —dijo sin aliento—, no te escaparás tan fácilmente. Escucha. Mi madre piensa que debería usar el azul, pero yo prefiero el amarillo. Así que debes darme una respuesta completa.
Juana suspiró. Quería a Gisla pese a su aturdimiento y sus tonterías. Habían compartido la cama desde la primera noche, cuando Geroldo había llevado del palacio del obispo a una Juana cansada y asustada. Gisla la había recibido con sonrisas, había sido buena con ella y Juana siempre le estaría agradecida. Aun así, no podía negarse que una conversación con Gisla podía ser agotadora porque sus intereses se limitaban a ropas, comida y hombres. Durante las últimas semanas no había hablado más que de la boda y estaba empezando a agotar la paciencia de todo el mundo.
Juana sonrió, haciendo un esfuerzo por ser amable.
—Creo que deberías usar el azul. Va con tus ojos.
—¿El azul? ¿De veras? —Gisla frunció el entrecejo— Pero el amarillo tiene ese encaje precioso por delante.
—Bueno, ponte el amarillo entonces.
—Pero es cierto que el azul va con mis ojos. Quizá sería mejor. ¿Qué te parece a ti?
—Yo creo que si vuelvo a oír hablar de esa estúpida boda, voy a gritar —dijo Duoda. Tenía nueve años y estaba celosa de toda la atención que venía recibiendo últimamente su hermana mayor—. ¡A quién le importa el color de la túnica que te pongas!
—Duoda, esa observación es impropia de una dama.
Richild alzó la vista de su bordado para mirar con severidad a su hija menor.
—Perdona —le dijo la niña a su hermana, contrita.
Pero tan pronto como su madre apartó la vista, le enseñó la lengua a Gisla, que le respondió con una sonrisa.
—En cuanto a ti, Juana —siguió Richild—, no te corresponde opinar; Gisla se pondrá lo que yo considere mejor.
Juana se ruborizó por la reprimenda, pero no dijo nada.
—El conde Hugo es un hombre tan apuesto. —Berta, una de las sirvientas, era la que había hablado. Era una chica de mejillas rojas, de no más de dieciséis inviernos, y era nueva en la casa; había entrado en el servicio hacía sólo un mes para reemplazar a una chica muerta de tifus—. Se le ve tan espléndido en su caballo, con su capa de armiño y sus guantes.
Gisla soltó su risa habitual. Alentada, Berta continuó.
—Y por el modo en que os mira, no puede importar qué túnica uséis. ¡La noche de bodas os la quitará rápidamente!
Lanzó una carcajada, contenta con su broma. Gisla se reía entre dientes. Las demás miraban a Richild en silencio.
Richild bajó el bordado con los ojos oscurecidos por la ira.
—¿Qué has dicho? —preguntó, en un tono amenazadoramente bajo.
—Eh… nada, mi señora —dijo Berta.
—Oh, madre, estoy segura de que no quería… —trató de intervenir Gisla, sin éxito.
—¡Grosería y suciedad! ¡No las toleraré en mi presencia!
—Perdón, mi señora —dijo Berta, asustada.
Pero seguía sonriendo un poco, sin poder creer que Richild estuviera de veras enfadada.
Richild señaló el fondo del carro, que estaba abierto.
—Fuera.
—¡Pero señora! —dijo Berta, que por fin comprendía la magnitud de su error—. No era mi intención…
—¡Fuera! —Richild era implacable—. En castigo por tu impudicia, harás a pie el resto del camino.
Era un verdadero castigo, el largo camino a Saint-Denis. Berta se miró con tristeza los pies, cubiertos con unas toscas zapatillas de suela de cáñamo. Juana lo lamentaba por ella. Sus palabras habían sido imprudentes, pero la chica era joven y nueva en el servicio, era evidente que no se había propuesto ofender a nadie.
—Recitarás el padrenuestro en voz alta mientras caminas.
—Sí, mi señora —dijo Berta resignada.
Bajó del carro, tomó posición a un lado y al cabo de un minuto empezó a recitar lentamente:
Pater Noster qui es in caelis…
El ritmo en que recitaba era tal, que todos los acentos caían donde no debían. Juana estaba segura de que la chica no tenía la más remota idea de lo que estaba diciendo.
Richild volvió a su bordado. Su cabello negro brillaba al sol cuando inclinaba la cabeza para dar una puntada en la gruesa tela. Tenía los labios apretados, los ojos encendidos por la ira.
«Es una mujer desdichada», pensó Juana. Eso era difícil de entender porque, ¿acaso no estaba casada con Geroldo? Pero había sido un matrimonio arreglado y aunque muchos matrimonios así terminaban siendo felices, aquél no había sido uno de ésos. Dormían en camas separadas y, si lo que decían las criadas era cierto, no se habían reunido como hombre y mujer en muchos años.
—¿Quieres cabalgar?
Geroldo le sonreía desde la silla de su alazán. En la mano derecha tenía las riendas de Boda, una vivaz yegua baya que sabía que era la favorita de Juana.
Juana se ruborizó, avergonzada por lo que había estado pensando. Tan abstraída había estado que no había visto a Geroldo retroceder en busca de Boda entre el grupo de monturas de repuesto y llevarla hasta el carro.
—¿Cabalgar con los hombres? —dijo Richild frunciendo el ceño— ¡No lo permitiré! ¡No sería correcto!
—¡Tonterías! —replicó Geroldo—. No tiene nada de malo y la chica quiere, ¿no es verdad, Juana?
—Yo… yo… —dijo ella con torpeza, sintiéndose entre dos fuegos y sin ganas de ofender a Richild.
Geroldo arqueó una ceja.
—Claro que si prefieres seguir en el carro…
—¡No! —se apresuró a decir Juana—. Por favor, me gustaría montar a Boda.
Se puso de pie y tendió los brazos. Riéndose, Geroldo la cogió por la cintura y la puso sobre el cuello de su propio caballo. Manteniendo los dos animales juntos, la puso sobre Boda.
La joven se acomodó en la silla. En el carro, Gisla y Duoda miraban sorprendidas a Richild con evidente reprobación. Geroldo no pareció notarlo. Juana espoleó a Boda hasta ponerla al trote y fue rápidamente a la primera fila. Los pasos suaves y rítmicos de la yegua eran un placer comparados con las sacudidas del carro.
Luc
corrió a su lado con la cola levantada y la boca sonriente, dando muestras de un placer casi tan grande como el de Juana.
Se puso al lado de Juan, que no pudo ocultar su desazón. Juana soltó una carcajada y sintió cómo se animaba. El camino de Saint-Denis no se haría tan largo, después de todo.
Cruzaron el afluente del Rin sin dificultad; el puente allí era sólido y ancho, uno de los puentes construidos en los días del emperador Carlomagno y mantenido por el señor del condado. Pero el Mosa, a cuya orilla llegaron el octavo día, representó un problema. El puente estaba en mal estado: las tablas estaban podridas y había sitios en los que habían caído, haciendo imposible el paso. Alguien había improvisado un puente tosco atando una hilera de botes de madera; una persona podía cruzar saltando de un bote a otro. Pero no serviría para caballos y carros cargados. Geroldo y dos de sus hombres fueron hacia el sur por la orilla, buscando un sitio donde vadear el río. Volvieron una hora después diciendo que había un lugar adecuado tres kilómetros más abajo, donde la corriente se hacía más ancha y menos profunda.
La caravana volvió a ponerse en marcha, con los carros saltando salvajemente sobre la maleza de la orilla. Las mujeres se aferraban a las barandillas del carro con ambas manos para no ser despedidas. Berta seguía caminando a un lado, moviendo los labios en un recitado sin fin. El cáñamo de sus zapatillas se había gastado hasta el pie y había empezado a cojear. Tenía los dedos del pie hinchados y las plantas cortadas y sangrando. No obstante, Juana vio que ocasionalmente dirigía miradas a Richild y sus hijas y parecía obtener alguna satisfacción viendo que el carro las zarandeaba.
Al fin llegaron al vado. Geroldo y varios de los otros hombres a caballo se adelantaron para probar la profundidad del agua y la solidez del fondo. El agua no tardó en cubrir las patas de los animales; en la mitad del río les llegaba a los estribos y luego empezaba a bajar hasta la orilla opuesta.
Geroldo volvió e hizo gestos para que avanzaran. Sin dudarlo un instante, Juana se introdujo en el agua, seguida de cerca por
Luc
, que se zambulló y nadó con movimientos seguros y confiados. Después de una momentánea vacilación, Juan y los otros la siguieron.
Las aguas frías del Mosa rodearon a Juana. Soltó una exclamación cuando el frío penetró en sus ropas y le llegó a la piel. Detrás de ella, los carros entraban lentamente en el río, arrastrados por las mulas. Berta se esforzaba por seguirlos abriéndose camino en el agua helada, que le llegaba casi a los hombros.
Juana vio que Berta tenía problemas y fue hacia ella. La yegua podía cargarlas a ambas. No estaba a más de un metro cuando la chica desapareció, tragada por el agua como si la hubieran tirado de los pies. Juana se detuvo sin saber qué hacer; apresuró a la yegua hacia las ondas que partían del sitio donde Berta se había hundido.
—¡Quieta! —La mano de Geroldo cogía las riendas, deteniendo a la yegua. Rompió la larga rama de un abedul, desmontó y caminó lentamente, midiendo la profundidad con la rama delante de él. Al llegar al sitio donde había desaparecido Berta tropezó y estuvo a punto de caer porque la rama se había introducido mucho más profundamente—. ¡Un pozo! —Se quitó la capa y se zambulló.
De pronto, todo era confusión. Los hombres cabalgaban en el agua, llamando a gritos y golpeando la superficie con palos.
Geroldo se encontraba allí abajo. Y ellos podían impedirle subir o incluso podían pegarle con los palos, ¿acaso no se daban cuenta?
—¡Alto! —gritó Juana, pero nadie le prestó atención. Fue hacia Egbert, el jefe de los hombres de Geroldo, y lo cogió con fuerza por un brazo— ¡Basta! —repitió.
Sobresaltado, Egbert estaba a punto de quitársela de encima con un gesto, pero ella lo dominó con la mirada.
—¡Diles que dejen de hacer eso; están empeorando las cosas!
El hombre alzó un brazo dando una orden a los otros, que frenaron sus caballos rodeando el agujero del fondo y esperaron con tensa concentración.
Pasó un minuto. Detrás de ellos, el primer carro llegaba a la otra orilla y subía a tierra. Juana no lo notó. Tenía los ojos fijos en el sitio por donde se había zambullido Geroldo.
El miedo le humedecía las palmas y hacía que se le resbalaran las riendas en las manos. La yegua, percibiendo su angustia, relinchaba y se movía.
Luc
echó atrás la cabeza y aulló.
«
Deus Misereatus
—rezó—: Dios misericordioso, ten piedad. Pídeme cualquier sacrificio, pero que salga vivo».
Dos minutos.
Demasiado tiempo. Necesitaba subir a tomar aire.
Juana se arrojó de la silla al agua fría. No sabía nadar, pero no se detuvo a pensarlo. Empezó a bracear desesperadamente hacia el pozo.
Luc
se alzaba y bajaba frente a ella, tratando de impedirle el paso, pero lo dejó atrás. Sólo un pensamiento ocupaba su espíritu: llegar a Geroldo, encontrarlo, salvarlo.
Estaba a punto de llegar al pozo cuando sintió un chapuzón y salpicaduras. Geroldo asomaba a la superficie de un salto y respiraba con ruido, con su cabello rojo pegado a la cara.
—¡Geroldo! —El grito exultante de Juana sonó por encima de los gritos de los hombres. Geroldo se volvió hacia ella y asintió. Tragó aire con fuerza, dispuesto a volver a bucear.
—¡Mirad! —El arriero del primer carro señalaba río abajo.
Un objeto azul redondo bajaba y subía suavemente contra la orilla opuesta. El vestido de Berta era azul.
Los hombres volvieron a montar y cabalgaron río abajo. En el agua, atrapada entre las ramas acumuladas junto a la orilla, flotaba Berta boca arriba, con los miembros estirados y los rasgos sin vida fijos en una terrible expresión de impotencia y miedo.