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Authors: Donna Woolfolk Cross

Tags: #Histórico, Romántico

La Papisa (45 page)

—¡Benedicto es el culpable! —gritó el hombre que yacía en el suelo, en un estallido de furia vengativa—. ¡Fue idea suya robar el dinero, no nuestra!

«¿Robar el dinero?».

El hombre llamado Benedicto habló tratando de aplacar las cosas.

—No tengo nada contra ti, señor, ni tienes por qué interesarte en nuestros pequeños problemas. Despidámonos en paz y en gesto de mi gratitud puedes quedarte con uno de esos cofres. —Sonrió con aire cómplice a Geroldo—. Hay oro suficiente para convertirte en un hombre rico.

La oferta y el modo de hacerla eliminaron cualquier duda que Geroldo pudiera haber tenido.

—Atadlo —ordenó—. Y a los otros. Los llevaremos, junto con los cofres, a Roma con nosotros.

El triclinio brillaba con la luz de cien antorchas. Una legión de sirvientes se mantenía atenta detrás de la alta mesa a la que se sentaba el papa Sergio, flanqueado por los altos dignatarios de la ciudad: los sacerdotes de cada uno de los siete distritos de Roma a su izquierda; sus colegas temporales, los siete defensores, a la derecha. Situada en sentido perpendicular a aquella mesa e igual de grande, había otra en la que Lotario y su comitiva ocupaban el lugar de honor. Los demás comensales, unos doscientos hombres en total, estaban sentados en bancos de madera ante mesas largas en el centro del salón. Sobre las mesas se amontonaban platos, jarros, vasos y fuentes; los manteles ya lucían una incalculable cantidad de manchas.

No era ni miércoles ni viernes ni ningún otro día de ayuno, de modo que la comida no estaba limitada a pan y pescado sino que incluía carne y otras delicias. Incluso para la mesa de un papa era un festín extraordinario: había fuentes de capones cubiertos de salsa blanca y ornamentados con granadas y confituras rojas; cuencos de sopa llenos de trozos tiernos de conejo y perdiz en una crema espesa de la que salía un vapor aromático; cremas de langostino; lechones enteros brillantes de grasa; y enormes fuentes de carne asada: ciervo, corzo, paloma y pato. En el centro de la mesa de Lotario, un cisne entero asado se desplegaba como si estuviera vivo, el pico dorado y el cuerpo plateado descansaban sobre una masa de verduras artificiosamente dispuesta de modo que parecieran las olas del mar.

Sentada a una de las mesas en el centro del salón, Juana dirigía una mirada preocupada a aquel extravagante despliegue. Semejantes manjares podían tentar a Sergio a concederse una peligrosa autoindulgencia.

—¡Un brindis! —El conde de Mâcon se puso de pie, al lado de Lotario, y levantó su copa—: ¡Por la paz y la amistad entre nuestros dos pueblos cristianos!

—¡Por la paz y la amistad! —corearon todos y vaciaron sus copas.

Los criados se apresuraron a volver a llenarlas con vino.

Siguió una multitud de brindis. Cuando al fin no se les ocurrieron más objetos a los que rendir un tributo líquido comenzó el festín.

Juana veía con alarma que Sergio comía y bebía con alegre abandono. Sus ojos empezaron a hincharse, su habla a arrastrarse, su piel a oscurecerse de manera amenazadora. Debería darle una dosis fuerte de cólquico aquella noche para prevenir un nuevo ataque de gota.

De pronto se abrieron las puertas del triclinio y entró un grupo de guardias. Esquivando los innumerables sirvientes que se deslizaban por todas partes llevando y trayendo fuentes, los guardias avanzaron rápidamente hasta el frente. Un súbito silencio cayó sobre la concurrencia y todos estiraron sus cuellos para ver el motivo de aquella extraordinaria intrusión. Al silencio le siguió un murmullo de sorpresa al ver al hombre que caminaba en medio de los guardias con las manos atadas y los ojos bajos: Benedicto.

Los círculos joviales de la cara de Sergio cayeron como globos pinchados.

—¡Tú! —exclamó.

Tarasio, el jefe de los guardias, dijo:

—Una tropa de francos lo encontró en el campo. Llevaba un tesoro con él.

Benedicto había tenido bastante tiempo, durante el regreso a Roma, para considerar su situación. No podía negar que llevaba consigo el tesoro porque había sido atrapado con él en su poder. Ni se le ocurría ninguna excusa plausible para lo que había hecho, aunque se exprimió el cerebro intentándolo. Finalmente pensó que el mejor recurso era ponerse a merced de la compasión de su hermano. Sergio era tierno en el fondo, una debilidad que Benedicto despreciaba, aunque en aquel momento podía sacar provecho de ella.

Se arrodilló y alzó los brazos atados hacia su hermano.

—Perdóname, Sergio. He pecado y me arrepiento con toda humildad y sinceridad.

Pero Benedicto no había contado con los efectos del vino en el temperamento de su hermano. La cara de Sergio se puso de un rojo oscuro al tiempo que entraba en un ataque de furia.

—¡Traidor! —gritó—. ¡Villano! ¡Ladrón! —Acompañaba cada palabra con un violento puñetazo sobre la mesa, haciendo temblar las fuentes.

Benedicto palideció.

—Hermano, te pido…

—¡Lleváoslo! —ordenó Sergio.

—¿Adónde debemos llevarlo, santidad? —preguntó Tarasio.

A Sergio le daba vueltas la cabeza; era difícil pensar. Todo lo que sabía era que había sido traicionado y quería devolver el golpe y herir donde había sido herido.

—¡Es un ladrón! —dijo con amargura— ¡Que sea castigado como un ladrón!

—¡No! —gritó Benedicto al tiempo que los guardias volvían a cogerlo por los brazos—. ¡Sergio! ¡Hermano! —La última palabra quedó resonando mientras lo arrastraban fuera.

La cara de Sergio perdió su color y se dejó caer en la silla. Echó la cabeza atrás, los ojos se giraron hacia arriba y los brazos y piernas empezaron a temblar de modo incontrolado.

—¡Es el mal de ojo! —gritó alguien— ¡Benedicto le echó un maleficio! —Todos gritaban consternados, persignándose contra la obra del demonio.

Juana corrió a lo largo de las mesas al lado de Sergio. Su cara se estaba poniendo azul. Le sostuvo la cabeza y le apartó las mandíbulas apretadas hasta abrirle la boca. Tenía la lengua plegada hacia atrás impidiendo el paso del aire. Empuñando un cuchillo de la mesa, Juana metió el mango en la boca de Sergio, deslizándolo dentro del pliegue que hacía la lengua. Tiró hacia fuera. Hubo un chasquido cuando la lengua se estiró. Sergio jadeó y empezó a respirar otra vez. Juana apretó suavemente hacia abajo con el cuchillo, manteniendo abierto el paso del aire. El ataque cedió. Con un gruñido sordo, Sergio cayó desmayado.

—Llevadlo a la cama —ordenó ella. Varios servidores alzaron a Sergio de la silla y lo llevaron hacia la puerta rodeados de los curiosos—: ¡Abrid paso! ¡Abrid paso! —gritaba Juana cuando sacaban al papa inconsciente del salón.

Cuando llegaron al dormitorio, Sergio estaba consciente. Juana le dio mostaza negra con genciana para hacerlo vomitar. Después de lo cual quedó notablemente mejor. Le administró una dosis fuerte de cólquico, por seguridad, mezclándolo con unas gotas de jugo de amapola para que pudiera descansar.

—Dormirá hasta la mañana —le dijo a Arighis.

Arighis asintió.

—Pareces agotado.

—La verdad es que «estoy» cansado —admitió Juana.

Había sido una jornada larga y no se había recobrado del todo de sus semanas de confinamiento en el calabozo.

—Enodio y los demás de la sociedad de médicos están esperando fuera. Quieren interrogarte sobre esta recaída de su santidad.

Juana suspiró. No se sentía en condiciones de soportar un montón de preguntas hostiles, pero al parecer no tendría más remedio que hacerlo. Fue con pasos cansinos hacia la puerta.

—Un momento. —Arighis le indicó que lo siguiera.

En el extremo del cuarto movió uno de los tapices y empujó la pared, que se deslizó de lado, dejando ver una abertura de poco más de medio metro de ancho.

—¿Qué es eso? —Juana estaba sorprendida.

—Un pasaje secreto —explicó Arighis— Construido en los días de los emperadores paganos… por si necesitaban huir rápidamente de sus enemigos. Ahora conecta el dormitorio papal con la capilla privada de modo que el apostólico pueda ir a rezar en cualquier momento del día o la noche. Ven. —Cogió una lámpara y entró por el pasaje—. De este modo puedes evitar a la manada de chacales, al menos por esta noche.

A Juana la conmovió que Arighis le revelara aquel secreto: era una señal de la creciente confianza y respeto entre ellos. Bajaron por una escalera de caracol que terminaba contra una pared en la que había una palanca de madera. Arighis la bajó y la pared se movió hacia un lado, abriendo un pasaje. Juana se deslizó al otro lado y el
vicedominus
volvió a accionar la palanca. La abertura desapareció, sin dejar rastros de su existencia.

Se encontró detrás de una de las columnas de mármol al fondo de la capilla privada del papa, el sanctasanctórum. Sonaban unas voces cerca del altar. Eso era algo inesperado; no debía haber nadie allí a aquella hora de la noche.

—Ha pasado mucho tiempo, Anastasio —dijo una voz con un acento que reconoció de inmediato como la de Lotario.

Había llamado al otro Anastasio; debía de tratarse del obispo de Castellum. Los dos hombres, evidentemente, se habían retirado a la capilla para hablar en privado. No verían con buenos ojos a un intruso.

«¿Qué debo hacer?», se preguntó Juana. Si trataba de deslizarse en silencio por la puerta de la capilla podían verla. Tampoco podía volver a la cámara papal; la palanca que controlaba el pasaje secreto estaba al otro lado de la pared. Tendría que quedarse escondida hasta que la reunión concluyera y ambos hombres se marcharan. Entonces podría salir de la capilla sin ser vista.

—Muy preocupante, el ataque de su santidad esta noche —dijo Lotario.

Anastasio respondió:

—El apostólico está muy enfermo. Podría no vivir más de un año.

—Una gran tragedia para la Iglesia.

—Muy grande —dijo Anastasio.

—Su sucesor debe ser un hombre de fuerza y visión —dijo Lotario—. Un hombre que pueda apreciar mejor la… comprensión histórica entre nuestros dos pueblos.

—Debéis usar toda vuestra influencia, mi señor, para aseguraros de que el próximo pontífice sea un hombre así.

—¿Quieres decir… un hombre como tú?

—¿Tenéis motivos para dudar de mí, señor? Supongo que el servicio que os presté en Colmar probó mi lealtad más allá de toda duda.

—Quizá. —Lotario no se comprometía—. Pero los tiempos cambian y con ellos los hombres. Ahora, mi señor obispo, tu lealtad volverá a ser puesta a prueba. ¿Apoyas el juramento o no?

—El pueblo se resistirá a juraros lealtad, mi señor, después de la devastación que vuestro ejército ha producido en el campo.

—Tu familia tiene el poder de cambiar eso —respondió Lotario—. Si tú y tu padre, Arsenio, pronunciáis el juramento los otros os seguirán.

—Lo que pedís es muy grande. Se necesitará algo grande como pago.

—Lo sé.

—Un juramento son sólo palabras. El pueblo necesita un papa que pueda conducirlo de vuelta a las viejas costumbres… al imperio franco y a vos, mi señor.

—No se me ocurre quién podría hacerlo mejor que tú, Anastasio. Haré todo lo que esté en mi poder para que seas el próximo papa.

Hubo una pausa. Anastasio dijo:

—El pueblo hará el juramento, señor. Yo me aseguraré de ello.

Juana sintió una oleada de ira. Lotario y Anastasio regateaban por el papado como un par de mercaderes en un bazar. A cambio de los privilegios del poder, Anastasio accedía a poner a los romanos bajo el yugo del emperador franco.

Llamaron a la puerta y entró un sirviente de Lotario.

—El conde ha llegado, mi señor.

—Que venga aquí. El obispo y yo hemos terminado nuestra conversación.

Entró un hombre vestido de soldado. Era alto y apuesto, con largo cabello rojo y ojos azules. Geroldo.

Veintitrés

De los labios de Juana salió un grito de sorpresa.

—¿Quién está ahí? —preguntó Lotario con severidad.

Lentamente Juana salió de detrás de la columna. Lotario y Anastasio la miraban con asombro.

—¿Quién eres? —preguntó Lotario.

—Juan Ánglico, mi señor. Sacerdote y médico de su santidad el papa Sergio.

Lotario le preguntó con suspicacia:

—¿Cuánto hace que estás ahí?

Juana pensó rápido.

—Unas horas, señor. Vine a rezar por la recuperación de su santidad. Debía de estar más cansado de lo que creía porque me quedé dormido y acabo de despertarme.

Lotario la miró por encima de su larga nariz con reprobación. Más probable era que el curita hubiera quedado atrapado en la capilla cuando entraron él y Anastasio. No había lugar para correr ni para esconderse. Pero no importaba. ¿Cuánto podía haber oído, o mejor aún, comprendido? Muy poco. No podía haber peligro en el hombre; era evidente que no tenía ninguna importancia. Lo mejor sería hacer caso omiso de él.

Anastasio entretanto había llegado a una conclusión diferente. Era evidente que Juan Ánglico había estado espiando, pero ¿por qué? ¿Era un espía? No para Sergio, porque al papa le faltaba el ingenio necesario para usar espías. Pero entonces, ¿para quién?, ¿por qué? De ahora en adelante, pensó Anastasio, el pequeño cura extranjero estaría sometido a una vigilancia estricta.

Geroldo también miraba a Juana con curiosidad.

—Me resultas conocido, padre —dijo— ¿Nos hemos visto antes? —La miraba con el entrecejo fruncido, bajo la tenue luz. De pronto su expresión cambió; parecía un hombre que acabara de ver a un fantasma—: Dios mío —dijo con voz ahogada—. No puede ser…

—¿Os conocíais? —preguntó Anastasio.

—Nos vimos en Dorstadt —se apresuró a decir Juana—. Yo estudié unos años allí, en la escuela catedralicia; «mi hermana» —subrayó sutilmente la palabra— vivió con el conde y su familia durante aquel tiempo.

Dirigió a Geroldo una advertencia con la mirada: «No digas nada».

Geroldo recuperó la compostura.

—Claro —dijo—. Recuerdo bien a tu hermana.

Lotario interrumpió con impaciencia.

—Basta de charla. ¿Qué has venido a decirme, conde?

—Mi mensaje es para vuestros oídos sólo, mi señor.

—Muy bien —asintió Lotario— Vosotros podéis salir. Volveremos a hablar, Anastasio.

Cuando Juana se volvía para salir, Geroldo le tocó el brazo.

—Espérame. Querría saber algo más… sobre tu hermana.

Una vez fuera de la capilla, Anastasio siguió su camino. Juana esperó nerviosamente bajo la mirada hostil del chambelán de Lotario. La situación era extremadamente peligrosa; una palabra descuidada y se descubriría su identidad. «Debería irme ahora, antes de que salga Geroldo», se dijo. Pero quería verlo. Se quedó donde estaba con una compleja mezcla de temor y deseo.

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