Exilio: Diario de una invasión zombie

 

En la primera parte, una epidemia desconocida arrasaba el planeta y un marine desde el sótano de su casa convertido en búnker, escribía un diario en el que nos relataba su lucha contra los muertos vivientes. Ahora, las hordas de zombies están por todas partes. Han invadido Estados Unidos y no hay lugar donde refugiarse. El protagonista y su vecino, John, han escapado a una base nuclear donde encuentran a una pequeña colonia humana. Juntos, intentarán mantenerse vivos. Sin embargo, las municiones comienzan a escasear y el riesgo de que los zombies ataquen es cada vez mayor.

J. L. Bourne

Exilio

Diario de una invasión Zombie 2

ePUB v1.1

Miguelex
24.03.12

Nota del autor

El primer volumen de Diario de una invasión zombie nos adentraba en lo más profundo de la mente de un oficial del ejército y superviviente, que, al llegar al Año Nuevo, tomaba la decisión de escribir un diario. Se mantenía firme en su propósito y nos narraba la destrucción de la humanidad día a día. Así, contemplábamos la transición entre la vida que vosotros y yo mismo vivimos y la perspectiva de tener que luchar contra abrumadoras hordas de muertos vivientes por la supervivencia. Lo vimos sangrar, lo vimos cometer errores, lo vimos evolucionar.

En el primer volumen de Diario de una invasión zombie, el protagonista y su vecino John sobrevivían a numerosas pruebas y tribulaciones, y finalmente escapaban ante la decisión del gobierno de destruir la ciudad de San Antonio, Texas, mediante un holocausto nuclear. Terminaban ocultos en una base estratégica de lanzamiento de misiles atómicos ya abandonada, a la que sus antiguos ocupantes habían llamado «Hotel 23». Después de su llegada captan una débil señal de radio: una familia de supervivientes se ha refugiado en una buhardilla. Incontables muertos vivientes les aguardan en el piso de abajo. Un hombre llamado William, su esposa Janet y la hija de ambos, Laura, son los únicos que han sobrevivido en la localidad. Tras un milagroso rescate, la familia aúna fuerzas con el protagonista de nuestra historia para seguir con vida. Pero puede que con eso no baste en un mundo que ya está muerto, un horrible lugar que ya ha sufrido el Apocalipsis, y en el que la simple infección de una herida, por no hablar de los millones de muertos vivientes, podría matarlos y añadirlos al monumental censo de cadáveres andantes.

Esa situación provoca que algunas personas den lo peor de sí...

Sin previo aviso, una cuadrilla de malhechores en busca de víctimas lanza un asalto inmisericorde contra los supervivientes refugiados en el Hotel 23. Quieren matarlos para quedarse con la base y con los abundantes suministros que se hallan en su interior. Al final de la primera novela fracasaban en su empeño, pero los supervivientes tienen miedo de que vuelvan en un número mucho mayor... eso si los incontables millones de implacables muertos vivientes no acaban antes con ellos.

Esta novela empieza donde terminó la anterior. El narrador y unos pocos supervivientes que no perecieron en un inimaginable cataclismo mundial siguen refugiados en el Hotel 23. Acompáñalos en su viaje al Apocalipsis y piensa por un instante que cualquiera de ellos podrías ser tú.

Una vez más, bienvenido, y cierra bien la puerta...

J. L. Bourne

LAS SECUELAS

23 de Mayo

0:57 h.

Empecé a encontrarme mejor al vigésimo primer día. El ataque de los saqueadores me había dejado exhausto. Me levanté de la cama, bebí cuatro litros de agua (en el transcurso de unas pocas horas) e hice algunos estiramientos. Le pregunté a John cuál era la situación en el exterior. Como no me dijo prácticamente nada, subí con él a la sala de control para verlo con mis propios ojos. La noche anterior, John había salido como una bala a las tinieblas exteriores, había retirado el saco que cubría una de las cámaras y había vuelto a entrar a toda prisa. Había muertos vivientes por los alrededores y no quería pasar mucho tiempo entre ellos.

Por el área donde la valla sufrió daños merodea un número mayor. Son como el agua: fluyen hacia el punto de menor resistencia. Mis dolorosas quemaduras se están curando, pero, al fin y al cabo, no eran tan graves. Unas pocas ampollas en la cara y en otras zonas. ¿Qué habría pasado si esa gente no se hubiera movido por el campo en un camión cisterna cargado de combustible? Probablemente, la ventaja numérica se habría impuesto y nos habrían matado a todos; y no sólo nos habrían superado en número los muertos vivientes, sino también quienes nos querían ver muertos. Los insurgentes me inspiraban casi tanto temor como las criaturas. Por lo menos en teoría, eran capaces de derrotarnos en el terreno de la estrategia. Bastaba con que unieran sus mentes y acordasen una manera de expulsarnos del complejo. No sabemos cuántos tangos nos quedan; de todas maneras, estoy seguro de que son muchos más que nosotros.

Por la cámara número tres vi los cuerpos calcinados de hombres que daban vueltas en torno a los restos del camión diesel y de su remolque...

Hombres a los que yo mismo había matado.

Esa misma noche salimos y los abatimos. Para evitar fogonazos, me puse las gafas de visión nocturna y me acerqué a ellos por la espalda, oculto en las tinieblas. Puse el arma en disparo único y les pegué un tiro con el cañón muy cerca del cráneo. Cada vez que apretaba el gatillo, reaccionaban y caminaban a ciegas en dirección al sonido. Aún oían, aunque a muchos de ellos ya no les quedase nada remotamente parecido a unas orejas. Repetí la misma operación en diecisiete ocasiones hasta que acabé con todos ellos. Nos dimos cuenta de que tres de los vehículos no habían sufrido daños importantes en la explosión de la otra noche. Se trataba de un Land Rover, un Jeep y un modelo reciente de Ford Bronco, a unos noventa metros del área de hierba quemada. John y yo nos acercamos con precaución. Al examinarlos de cerca, nos percatamos de que los neumáticos delanteros del Jeep habían reventado y el cristal de las ventanillas estaba agrietado y combado hacia dentro.

El Land Rover y el Ford se encontraban a cincuenta metros de distancia de allí. Al acercarme al Land Rover, vi que se hallaba en muy buen estado y que sus antiguos dueños no se habían quedado dentro. Excelente. John y yo llegamos a la puerta, la abrimos y examinamos más de cerca el interior. Olía a pino, seguramente por el árbol que le cubría el retrovisor. Entramos y comprobamos que las puertas cerraran bien. Encontré la llave puesta en el contacto y la giré. El motor arrancó. Me imagino que en un mundo como éste yo también habría dejado las llaves dentro del coche. Le eché una ojeada a la fina etiqueta de plástico de la llave. Decía: Land Rover de Nelm, Texas.

Me imaginé que los forajidos se habrían apropiado del vehículo después de que todo se fuera al garete. Tenía tres cuartos del depósito llenos y el cuentakilómetros indicaba 4827 kilómetros. Incluso las ventanillas estaban bien. Arranqué el vehículo y regresamos a toda velocidad hasta la valla del complejo. Cuando llegamos hasta las cámaras que los bandidos habían cubierto, salimos y nos turnamos para quitar los sacos mientras el otro vigilaba.

El agujero en la valla era casi tan grande como el Land Rover. Como no tenía ganas de pasarme la noche ocupado en repararlo, recurrí a mi destreza para el aparcamiento en paralelo y empleé el vehículo para tapar el agujero, a fin de que nuestros amigos de sangre fría no pudieran entrar.

John salió por la puerta del copiloto. Yo cambié de asiento y salí también por la puerta del copiloto. Eché el seguro, la cerré de golpe, y me guardé las llaves en el bolsillo. Lo que decía antes no iba en serio. Yo, a pesar de todo, no pienso dejar las llaves dentro del coche.

12:48h.

He despertado hace un par de horas después de otra noche de dolor e insomnio. Las ampollas que tengo por el cuerpo empiezan a reventar y me duelen considerablemente. Tengo varías alrededor de los ojos, porque el traje de Nomex no me protegía esa zona. El chichón que me había salido en la parte posterior de la cabeza empieza a reducirse y últimamente estoy más dolorido que justo después del incidente con el camión cisterna. Es una buena señal. Mi cuerpo se está recuperando.

Ya no pierdo el tiempo con intentos de conectarme a Internet. No sirve para nada. Las páginas web que visitaba para estar al corriente de los acontecimientos han dejado de funcionar, y esas páginas estaban alojadas en bases militares distribuidas por todo el territorio de Estados Unidos. Internet no funciona. Probablemente podemos dar por seguro que, aun cuando quedase alguien que pudiera conectarse a Internet, tampoco nos serviría para nada. Han disparado a la columna vertebral y parece que todos los informáticos han salido a comer para no volver en un centenar de años.

El Land Rover lleva GPS. He salido a ver qué tal funcionaba, y parece que el GPS sólo contacta con tres satélites de posicionamiento. No sé durante cuánto tiempo seguirán en órbita sin contar con el apoyo de la estación de control en tierra, y lo mismo puedo decir de los pajaritos que utilizamos para sacar fotos. Vamos a toda velocidad hacia la Edad de Piedra. Me esfuerzo por contener mis propios impulsos de autodestrucción. No me refiero a cortarme las venas ni nada por el estilo, sino que pienso que lo único que me ocurre es que siento la necesidad de correr más riesgos, porque estoy harto de esta situación... pero los demás están igual que yo, y por eso sigo aquí. Salgo con John para tratar de reparar discretamente la valla.

24 de Mayo

23:44 h.

John y yo hemos reparado la valla con chatarra y piezas de maquinaria que quedaron entre los escombros después del ataque de los forajidos. También hemos traído el Ford Bronco. Llevaba cuatro latas de gasolina llenas hasta arriba en el maletero. He llenado el depósito del Land Rover con una de las latas, por si en el futuro tuviéramos que utilizarlo. No sé cómo ha sido posible, pero mientras sucedía todo esto me había olvidado de la avioneta. Me he acordado cuando John avanzaba con el Bronco. John y yo hemos ido hasta los árboles para ver si le habían hecho algo, o si alguna bala perdida la había dañado. Estaba igual que cuando la dejé. El follaje con el que había escondido la avioneta estaba seco y amarillento, y ya no la cubría del todo. John y yo hemos hecho acopio de más ramas para camuflarla mejor y luego la hemos dejado donde estaba.

Los muertos vivientes de la zona se han dispersado. Los saqueadores habían neutralizado a muchos de ellos mientras los llevaban de un lado a otro en torno al complejo. Las cámaras tan sólo nos muestran a unos pocos rezagados frente a la puerta blindada de la entrada principal. El zumbado que carga con una roca aún arrastra los pies por allí; lleva ya un mes en ese lugar. Da golpes contra la puerta del refugio y marcha al ritmo de su propio tambor. El silo de misiles vacío está hecho un desastre; John y yo no vamos a ocuparnos siquiera de él. No sé cuál es el motivo por el que esas criaturas se levantan y echan a andar después de muertas, y no quiero meterme allí y correr el riesgo de cortarme con un hueso de mandíbula infectado. Si tuviese un camión de cemento, llenaría el puto agujero y no volvería a pensar en él.

28 de Mayo

18:51 h.

Seguimos con vida, pero nuestra situación se parece mucho a la de los pacientes de una unidad de vigilancia intensiva como las que había antes de que empezara todo esto. Vivían en tiempo prestado, condenados a morir. Estamos igual que ellos. Algún día las estadísticas me darán alcance. Sólo cabe preguntarse cuándo van a hacerlo.

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