Ella no le quitaba los ojos de encima y lo animaba a moverse.
—¡Salta ahora! —le ordenó.
Tímidamente, el niño pasó una pierna por el borde de la ventana.
Ella le tendió los brazos.
En aquel momento hubo un rugido ensordecedor. La antigua portezuela de Santa Ágata, puerta norte de la Muralla Aureliana, había cedido bajo el peso del agua. El Tíber entraba a la ciudad con una ola de terrible fuerza.
Juana vio la cara del niño enmarcada en la ventana, su boca formando una pequeña O de terror, mientras el edificio entero empezaba a derrumbarse. Al mismo tiempo sintió que el bote bajo sus pies se deslizaba, movido por el feroz impulso del oleaje.
Gritó aferrándose a los lados del frágil bote que corría como saltando cascadas, amenazando a cada momento con volcarse. El agua se metía por los lados; Juana alzó la cabeza para respirar y tuvo una visión fugaz de Geroldo agachado en la proa.
Una fuerte sacudida y el bote se detuvo bruscamente, enviándola a ella a golpearse contra un lado. Durante un momento quedó allí, aturdida y sin comprender. Cuando al fin miró a su alrededor vio paredes, una mesa, sillas.
Estaba en un interior. La enorme fuerza de la inundación había conducido al pequeño bote a través de la ventana de una de las casas.
Vio a Geroldo tendido frente al bote, la cara sumergida en varios centímetros de agua. Se arrastró hacia él.
Cuando lo volvió estaba fláccido y no respondía ni respiraba. Lo sacó del bote para acostarlo sobre el suelo del cuarto. Lo volvió boca abajo y empezó a presionar en su espalda para que expulsara el agua de los pulmones. Apretar y soltar, apretar y soltar. «No puede morirse —pensaba—. No debe morir». Dios no podía ser tan cruel. Recordó al niño condenado en la casa y pensó: «Dios es capaz de cualquier cosa».
Apretar y soltar. Apretar y soltar.
La garganta de Geroldo se hinchó y expulsó una gran cantidad de agua.
¡Benedícite! Volvía a respirar. Juana lo examinó con cuidado. No había huesos rotos ni heridas abiertas. Pero había una gran hinchazón azul y negra en la frente, donde había recibido un feo golpe. Debía de ser la causa de su inconsciencia.
«Ya debería estar volviendo en sí», pensó. Pero Geroldo seguía hundido en un sueño antinatural, la piel pálida y húmeda, la respiración superficial, el pulso débil y peligrosamente rápido. «¿Qué es lo que anda mal? —se preguntó Juana ansiosamente—. ¿Qué más puedo hacer?».
«La conmoción de una herida violenta puede matar a un hombre con un frío penetrante». Las palabras de Hipócrates, palabras que en una ocasión habían salvado la vida de Gottschalk, le volvieron a las mientes.
Debía calentar a Geroldo y rápido.
Ráfagas de viento y lluvia entraban por el agujero dejado al pasar el bote. Se levantó y empezó a explorar el pequeño lugar. Detrás del cuarto de delante había otro, más pequeño, sin ventanas y por lo tanto más cálido y seco. Y,
¡Deo gratias!
, en medio del cuarto había un pequeño brasero de hierro provisto de unos trozos de leña. Sobre un estante encontró un pedernal y algo de yesca. En un baúl en el rincón había una manta de lana pesada, desgarrada pero por suerte seca.
Volvió al cuarto de delante y cogió a Geroldo por las axilas y a medias lo cargó, a medias lo arrastró, hacia el cuarto trasero. Lo depositó junto al brasero. Cogió la yesca y frotó el pedernal contra el hierro. Las manos le temblaban tanto que tuvo que probar varias veces antes de producir una chispa. Finalmente consiguió encender una pequeña llama y puso la yesca en el brasero de modo que tocara los troncos. La madera húmeda siseó, negándose a prender. Al fin un punto rojo empezó a brillar en uno de los troncos. Ella abanicó el débil fuego, alentándolo con habilidad. En el momento en que empezaba a arder, una corriente de aire procedente del otro cuarto lo extinguió.
Juana miró con angustia los troncos fríos. No había más yesca, ni más modo de iniciar otro fuego. Geroldo estaba inconsciente, con su piel de un terrible blanco azulado y los ojos hundidos en sus órbitas.
Sólo quedaba una cosa por hacer. Se apresuró a quitarle las ropas húmedas, desnudando su cuerpo tenso y musculoso, señalado aquí y allá por viejas cicatrices de batallas. Lo cubrió con la manta.
Se puso de pie y, estremecida en el aire helado, empezó a quitarse sus propias ropas empapadas: la capa y la dalmática, la ropa interior, el alba, el amito y el cíngulo. Cuando estuvo desnuda se metió bajo las mantas y se apretó contra Geroldo.
Lo abrazó con fuerza, calentándolo con su propio cuerpo, transmitiéndole su fuerza y su vida.
«Lucha, Geroldo, querido. Lucha».
Cerró los ojos y se concentró en establecer un lazo entre ellos. Todo lo demás se alejó. La pequeña habitación, el fuego apagado, el bote, la tormenta… Nada de aquello era real. Sólo estaban ellos dos. Sobrevivirían juntos o perecerían.
Los párpados de Geroldo temblaron. Su mano se movió en un reflejo, como para apartar un velo invisible. En el mismo momento, Juana vio una luz al final del túnel y se apresuró hacia ella. Desde un sitio muy lejano emergieron los dos juntos.
Él se despertó. Sus ojos azules la miraron sin sorpresa; sabía que ella había estado con él.
—Perla mía —murmuró.
Durante un buen rato quedaron en silencio, unidos en una comunicación sin palabras. Él alzó un brazo para atraerla y sus dedos le rozaron las heridas de la espalda.
—¿Marcas de látigo? —preguntó.
Ella se ruborizó.
—Sí.
—¿Quién te lo hizo?
Lentamente, con largas pausas, le contó el castigo que había recibido de su padre cuando se negó a destruir el libro de Esculapio.
Geroldo no dijo nada, pero los músculos de su mandíbula se endurecieron. Se inclinó sobre ella y empezó a besarle cada cicatriz.
Con el correr de los años, Juana se había ejercitado en contener sus emociones, en resistir al dolor, en no llorar. En aquel momento, las lágrimas corrían por sus mejillas sin control.
La abrazó con ternura, murmurando palabras dulces, hasta que ella dejó de llorar. Los labios de él estaban sobre los de ella, moviéndose suavemente con una habilidad y una ternura que la llenaban de calidez. Lo abrazó y cerró los ojos, dejando que el dulce y oscuro vino de sus sentidos corriera; la mente se rendía al fin al deseo del cuerpo.
«¡Dios Santo! —pensó— ¡Yo no sabía… no sabía!». ¿Era contra aquello contra lo que la había prevenido su madre? ¿De aquello había huido tantos años? Aquello no era rendirse; era una maravillosa, una gloriosa expansión de su persona: una plegaria no de palabras sino de ojos y manos y labios y piel.
—¡Te amo! —gritó en el momento del éxtasis y sus palabras no fueron profanación sino sacramento.
En el gran salón del palacio, Arsenio esperaba las noticias junto con los
optimates
y miembros del alto clero de Roma. Cuando se supo lo que había hecho el papa Juan, Arsenio a duras penas podía creerlo. Pero ¿qué otra cosa podía esperarse de un extranjero y encima plebeyo?
Radoin, segundo al mando de la milicia papal, entró en el salón.
—¿Qué noticias hay? —preguntó con impaciencia Pascual, el
primicerius
.
—Logramos rescatar a varias decenas de habitantes —respondió Radoin—. Pero me temo que su santidad se ha perdido.
—¿Perdido? —repitió Pascual con voz trémula— ¿Qué quieres decir?
—Iba en un bote con el
superista
. Creíamos que nos seguían, pero deben de haber vuelto a rescatar a otro superviviente. Fue entonces cuando cedió la puerta de Santa Ágata y entró una marea muy fuerte en la zona.
Hubo exclamaciones de alarma y temor. Varios de los prelados se persignaron.
—¿Hay alguna posibilidad de que hayan sobrevivido? —preguntó Arsenio.
—Ninguna —respondió Radoin—. La fuerza de la marea lo barrió todo a su paso.
—Dios tenga piedad de ellos —dijo Arsenio gravemente, usando todo su autocontrol para disimular su alegría.
—¿Debo ordenar que toquen a muerto las campanas? —preguntó Eustaquio, el arcipreste.
—No —dijo Pascual—. No debemos precipitarnos. El papa Juan es el elegido de Dios; es posible que Dios haya hecho un milagro para salvarlo.
—¿Por qué no ir en su búsqueda? —sugirió Arsenio.
No tenía ningún interés en un rescate, pero necesitaba asegurarse de que el trono de san Pedro había vuelto a quedar vacante. Le respondió Radoin.
—El derrumbamiento de la puerta norte ha hecho imposible entrar en toda esa zona. No podemos hacer nada hasta que el agua baje.
—Entonces recemos —dijo Pascual—.
Deus misereatur nostri et benedicat nobis…
Los otros se unieron a la plegaria, inclinando las cabezas.
Arsenio recitaba automáticamente mientras su pensamiento seguía otros caminos. Si, como parecía seguro, el papa Juan había muerto en la inundación, entonces Anastasio tenía una segunda oportunidad. «Esta vez —pensó firmemente Arsenio— nada debe fallar en la elección». Esta vez usaría todo su poder para asegurarse de que la candidatura de su hijo no fracasara.
—
… et metuant eum omnes fines terrae. Amen.
—Amén —respondió Arsenio.
No podía esperar a las noticias del día siguiente.
Al despertarse con el alba, Juana sonrió al ver a Geroldo dormido a su lado. Dejó reposar su mirada sobre el rostro largo, delgado y orgulloso, tan lleno de belleza masculina entonces como cuando lo había visto por primera vez al otro lado de la mesa del banquete, hacía veintiocho años.
«¿Lo sabía ya entonces aquella primera vez? —se preguntaba—, ¿sabía que lo amaba? Creo que sí».
Al fin había llegado a aceptar lo que tanto había luchado por negarse: Geroldo era una parte de ella, era ella misma de un modo extraño que no podía ni explicar ni negar. Eran almas gemelas, enlazadas inseparablemente y para siempre, dos mitades de un todo perfecto que nunca volvería a completarse sin uno de ellos.
No se permitió entrar en las consecuencias de este maravilloso descubrimiento. Le bastaba con vivir el momento presente, en la suprema felicidad de estar allí con él. El futuro no existía.
Él seguía a su lado con la cabeza cerca de la de ella, los labios entreabiertos y el largo cabello rojizo cubriéndole a medias la cara. En el sueño parecía vulnerable y joven, casi infantil. Movida por una inmensa ternura, Juana le quitó una brizna de paja que tenía pegada a la mejilla.
Geroldo abrió los ojos y la miró con una expresión de amor y necesidad tan intensa que ella quedó sin aliento. Sin palabras, fueron uno hacia el otro.
Estaban dormitando otra vez, abrazados, cuando Juana se puso atenta de pronto, alertada por un sonido extraño. Se quedó inmóvil, escuchando. Silencio. Entonces comprendió que no era el ruido lo que la había despertado sino el silencio: la ausencia del fuerte y firme martilleo sobre el tejado. La lluvia había cesado.
Se levantó y fue a la ventana. El cielo estaba cubierto y gris, pero por primera vez en más de diez días se veían en el horizonte trozos de cielo azul y rayos de luz solar se filtraban entre las nubes.
«Dios sea loado —pensó—. Ahora la inundación bajará».
Geroldo fue hacia ella y la abrazó. Ella se apoyó en él, contenta de sentir su contacto.
—¿Te parece que vendrán pronto por nosotros? —preguntó.
—Muy pronto, ahora que la lluvia ha cesado.
—¡Oh, Geroldo! —Hundió la cabeza en su hombro—. Nunca he sido tan feliz ni tan infeliz.
—Lo sé, mi amor.
—Nunca podremos estar juntos otra vez, no como ahora.
Él le acarició el cabello brillante.
—No tenemos por qué volver, sabes.
Ella lo miró con sorpresa.
—¿Qué quieres decir?
—Nadie sabe que estamos aquí. Si no llamamos a los botes de rescate cuando vengan, se irán. En un día o dos, cuando el agua baje, nos escaparemos de la ciudad de noche. Nadie vendrá tras nosotros porque pensarán que hemos muerto. Estaremos libres… y juntos.
Esperó su decisión: su vida, su felicidad, dependían de la respuesta.
Después de un momento, ella se volvió. Mirando hacia la profundidad de aquellos ojos verdigrises, cargados de pena, Geroldo supo que había perdido. Juana dijo lentamente:
—No puedo huir de la gran responsabilidad que se me ha confiado. El pueblo cree en mí; no puedo abandonarlo. Si lo hiciera, me volvería otra, alguien diferente de la persona que tú amas.
Geroldo no respondió. Sabía que nunca volvería a tener tanto poder sobre ella como en aquel momento. Si aprovechaba aquel poder, la tomaría en sus brazos, la besaría y ella podía acceder a irse con él. Pero sería injusto. Aun si accedía, sería una rendición que podía no durar. No trataría de convencerla para hacer algo de lo que luego pudiera arrepentirse. Debía ir con él por su propia voluntad o no ir.
—Entiendo —dijo—. Y no te presionaré más. Pero hay algo que quiero que sepas. Lo diré una sola vez y nunca más. Eres mi verdadera esposa en esta tierra y yo tu marido. No importa lo que pase, no importa lo que el tiempo y el destino puedan hacernos, nada cambiará nunca eso.
Se vistieron, preparándose para ser rescatados. Se sentaron juntos, abrazados, la cabeza de Juana sobre el hombro de Geroldo. Estaban en aquella posición, perdidos uno en el otro, cuando llegaron los botes de rescate.
Mientras los llevaban al
Patriarchium
, Juana mantuvo la cabeza baja, como si fuera rezando. Consciente de los ojos vigilantes de los guardias, no se atrevía a mirar a Geroldo por temor a no poder controlar sus sentimientos.
Al llegar al muelle los rodeó una jubilosa multitud que los aclamaba. Apenas tuvieron tiempo para intercambiar una última mirada antes de que los alzaran en triunfo y los llevaran en direcciones distintas.
Papa populi
, la llamaban, el papa del pueblo. Una y otra vez se contaba la historia de cómo el papa había salido de su palacio el día de la inundación, arriesgando su vida para salvar las de su pueblo. Dondequiera que fuese, se le hacía un recibimiento apoteósico. Su camino se sembraba de pétalos perfumados de acanto y desde las ventanas le pedían bendiciones. Obtenía fuerza y alegría de aquel amor y se dedicaba al pueblo con fervor renovado.
Por otro lado, los
optimates
y el alto clero estaban escandalizados por la conducta de Juana el día de la inundación. Que el vicario de san Pedro saliera a rescatar gente en un bote… era un absurdo, una vergüenza para la Iglesia y la dignidad de la corte papal. La miraban con creciente insatisfacción, aumentada por las diferencias reales que tenían con ella: era un extranjero y ellos eran romanos nativos; ella creía en el poder de la razón y la observación y ellos creían en el poder de las reliquias sagradas y los milagros; ella estaba a favor de los cambios y miraba al futuro, mientras que ellos eran conservadores y estaban atados a las costumbres y a la tradición.