—Ve al otro lado de la puerta, como entonces. El
superista
pronunciará unas palabras. Volverás y nos dirás lo que has oído.
—¿Qué clase de brujería es ésa? —objetó acaloradamente Anastasio.
Lotario miró a Juana con gesto de reprobación.
—¿No creéis, santidad, que el uso de trucos de juglar socava la gravedad de este tribunal?
—Majestad —respondió Juana—, lo que he pensado no es un truco, sino una prueba. Si Daniel está diciendo la verdad debería poder oír al
superista
ahora tan bien como lo oyó entonces.
—¡Protesto, mi señor! —dijo Anastasio—. Una cosa así es contraria a todas las pruebas legales habituales.
Lotario lo consideró. Anastasio estaba en lo cierto; el uso de pruebas para demostrar una acusación era una idea tan extraña como novedosa. Por otra parte, Lotario no tenía motivos para creer que Daniel estuviera mintiendo. Seguramente pasaría la extraña «prueba» del papa Juan y eso daría mayor credibilidad a su testimonio. Había mucho en juego en aquel juicio para dejar alguna duda de su justicia. De modo que hizo un gesto imperioso con la mano.
—Realizad la prueba.
De mala gana, Daniel cruzó toda la extensión del salón y se paró al otro lado de la puerta.
Juana se puso un dedo en los labios y mandó a Geroldo mantener silencio.
—
Rationi lege summa justitia est
—dijo con voz alta y clara: «La razón es la mayor justicia en la ley». Avisó al guardia en la puerta—: Trae a Daniel.
—Bien —preguntó cuando él estuvo ante ellos otra vez—. ¿Qué has oído?
Daniel buscó una respuesta probable.
—El
superista
repitió sus protestas de inocencia.
Los que se habían adelantado para apoyarle soltaron exclamaciones de repulsa. Anastasio dio media vuelta disgustado. El persistente gesto de irritación de Lotario se hizo más profundo.
—No son ésas las palabras pronunciadas —dijo Juana—. Y no fue el
superista
quien las pronunció. Arrinconado, Daniel estalló.
—¿Qué diferencia hay si oí realmente la conversación o no? ¡Vuestras acciones han revelado vuestras simpatías! ¿Acaso no ordenasteis obispo al griego Nicéforo?
—¡Ah! —exclamó Juana—. Eso nos lleva a la última de las preguntas:
Cur
. ¿Por qué? ¿Por qué diste falso testimonio de semejante conversación al emperador? ¡No te movió la verdad, Daniel, sino la envidia porque rechacé a tu propio hijo en favor de Nicéforo!
—¡Vergüenza! —exclamó una voz entre la multitud, a la que pronto le hicieron eco otras—: ¡Traidor! ¡Mentiroso! ¡Bribón!
Hasta los propios sacramentales de Daniel se unieron en un torrente de insultos, ansiosos por distanciarse de él.
Juana alzó una mano acallando a la asamblea. Todos esperaron a que pronunciara sentencia contra Daniel. Por un crimen tan grave, el castigo sería seguramente muy grande: le sería cortada la lengua que había pronunciado la mentira y probablemente sería descuartizado.
Juana no tenía intención de cobrar un precio tan terrible. Había logrado lo que quería, que era vengar a Geroldo. No era necesario quitarle la vida a Daniel; era un hombrecillo desagradable, rencoroso y codicioso, pero no peor que otros que había conocido. Y, de eso estaba segura, en este caso había sido poco más que un instrumento en manos de Anastasio.
—Jefe militar Daniel —dijo con gravedad—. Desde este momento quedas despojado de tu título junto con todas tus tierras y privilegios. Abandonarás Roma hoy y permanecerás desterrado de la Ciudad Santa y sus sagrados santuarios.
La gente quedó atónita por este inusitado despliegue de
caritas
. Eustaquio, el arcipreste, aprovechó el momento.
—Alabado sea Dios y san Pedro, príncipe de los apóstoles, por medio de los cuales se ha hecho manifiesta la verdad. ¡Y larga vida a nuestro señor y sumo pontífice, el papa Juan!
—¡Larga vida! —clamó la multitud.
El sonido resonó en las paredes del salón sacudiendo las llamas de las lámparas en sus fanales de plata.
—¿Y qué esperabas? —Arsenio recorría el cuarto con agitación, frente a su hijo que estaba cómodamente sentado en uno de los divanes—. El papa Juan puede ser cándido, pero no es tonto. Lo subestimaste.
—Es cierto —admitió Anastasio—. Pero eso no importa. Estoy de nuevo en Roma… con apoyo del emperador y sus tropas.
Arsenio dejó de pasearse.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó.
—Quiero decir, padre, que estoy en posición de tomar lo que no pude ganar por elección.
Arsenio lo miraba fijamente.
—¿Tomar el trono por la fuerza? ¿Ahora?
—¿Por qué no?
—Has estado demasiado tiempo ausente, hijo mío. No sabes cómo están las cosas aquí. Es cierto que el papa Juan se ha buscado enemigos, pero hay muchos que lo apoyan.
—¿Qué sugieres, entonces?
—Sé paciente. Vuelve a Franconia y espera.
—¿Esperar qué?
—A que los vientos de la fortuna cambien.
—¿Y cuándo sucederá eso? ¡He esperado lo suficiente para reclamar lo que es mío por derecho!
—Un movimiento precipitado sería peligroso. Recuerda lo que le pasó a Juan el diácono.
Juan el diácono había sido el candidato opositor en la elección que entronizó a Sergio. Después de la elección, el perdedor marchó hacia el
Patriarchium
con un grupo de hombres armados y ocupó el trono por la fuerza. Pero los poderosos de la ciudad se unieron contra él; en cuestión de horas, el palacio fue recuperado y Juan desposeído. Al día siguiente Sergio fue ceremoniosamente consagrado papa… y la cabeza de Juan lucía en lo alto de una pica en el patio de Letrán.
—Eso no me pasará a mí, padre —dijo Anastasio con aplomo—. Lo he pensado muy cuidadosamente. Dios sabe si he tenido tiempo para pensar, hundido todos estos años en esa charca extranjera.
Arsenio sintió el golpe del mudo reproche de su hijo.
—¿Qué es exactamente lo que te propones?
—El miércoles es la festividad de la Rogativa. La misa estacional es en San Pedro. El papa Juan conducirá la procesión a la basílica. Esperaremos a que esté lejos y entonces tomaremos el
Patriarchium
por asalto. Todo habrá terminado antes de que Juan sospeche siquiera lo que está pasando.
—Lotario no ordenará a sus tropas atacar el
Patriarchium
. Sabe que un acto así uniría a Roma contra él, aun a los de su propio partido.
—No necesitamos a los soldados de Lotario para tomar el
Patriarchium
; nuestros propios guardias pueden hacerlo. Una vez que yo esté en posesión del trono, Lotario me apoyará… De eso estoy seguro.
—Quizá —dijo Arsenio—. Pero tomar el palacio papal no será fácil. El
superista
es un combatiente formidable y la guardia papal le es muy fiel.
—La principal preocupación del
superista
es la seguridad personal del papa. Con Lotario y su ejército en la ciudad, Geroldo irá como guardia a caballo en la procesión, junto con la mayor parte de sus hombres.
—¿Y luego? ¿Has pensado que Geroldo vendrá contra ti con todo el poder a su disposición?
Anastasio sonrió.
—No te preocupes por Geroldo, padre. Tengo un plan para hacerme cargo de él.
Arsenio sacudió la cabeza.
—Es demasiado arriesgado. Si fallas, significará la ruina de nuestra familia, el fin de todo lo que hemos venido preparando en tantos años.
«Tiene miedo», pensó Anastasio. Comprenderlo le produjo una muda satisfacción. Toda su vida había confiado en la ayuda y consejo de su padre, al mismo tiempo que había lamentado que tuviera que ser así. Ahora, por una vez, estaba demostrando que él era el más fuerte. «Quizá —pensó Anastasio mirando al anciano con una mezcla de amor y piedad, quizás es este mismo miedo, esta falta de voluntad en el momento crucial de la prueba, lo que le ha impedido acceder a la grandeza».
La mirada que le dirigía su padre era extraña. En la profundidad de aquellos ojos tan conocidos, gastados ahora por los años, Anastasio leía la preocupación, pero algo más, algo que Anastasio no había visto antes: respeto.
Puso una mano sobre el hombro de su padre.
—Confía en mí, padre. Te haré sentir orgulloso de mí, lo prometo.
El santo día de la Rogativa era una fiesta fija, inexorablemente celebrada el 25 de abril. Como tantas otras fiestas fijas (la de la Oblación, la del trono de san Pedro, las Cuatro Témporas, la Navidad de Cristo) la raíz de su celebración podía rastrearse hasta los tiempos paganos. En la antigua Roma, el 25 de abril era la fecha de los
robigalia
o Robigales, la festividad pagana que honraba a Robigo, dios del tizón, que precisamente en esa época del año podía causar grandes perjuicios a las mieses si no era aplacado con regalos y ofrendas. Los Robigales era una fiesta que incluía una animada procesión por la ciudad y hasta los sembrados, donde se sacrificaban animales y había carreras, juegos y otras formas de diversión al aire libre. En lugar de suprimir esta vieja tradición, que sólo habría alejado a quienes se quería atraer a la verdadera fe, los primeros papas tuvieron la prudencia de mantener la fiesta, aunque dándole un carácter más cristiano. La procesión del santo día de la Rogativa seguía yendo hasta los sembrados, pero hacía un alto en la basílica de San Pedro, donde se celebraba una solemne misa para honrar a Dios e implorarle, mediante la intercesión de los santos, que bendijera las cosechas.
El tiempo había favorecido la ocasión. El cielo estaba azul como una tela recién teñida y sin una sola nube; el sol lanzaba una luz dorada que arrancaba chispas en los árboles y casas, y una suave brisa del norte aliviaba el calor.
Juana cabalgaba en mitad de la procesión detrás de los acólitos y defensores, que iban a pie, y de los siete diáconos regionales, a caballo. Detrás de ella iban los
optimates
y otros dignatarios del palacio apostólico. Cuando la larga procesión, con sus coloridos estandartes y banderas, atravesó el patio de Letrán, frente a la estatua de bronce de la madre de Roma, Juana cambió de posición, incómoda en su palafrén blanco; la silla debía de estar mal colocada porque ya le dolía la espalda con una molestia sorda pero profunda, que iba y venía a intervalos.
Geroldo se adelantaba y retrasaba a lo largo de los costados de la procesión, junto con los otros guardias. En aquel momento se acercó a ella, alto y asombrosamente apuesto con su uniforme de guardia.
—¿Estás bien? —le preguntó con preocupación—. Se te ve pálida.
Ella le sonrió, fortaleciéndose con la proximidad de Geroldo.
—Estoy bien.
La larga procesión tomó la Vía Sacra y Juana fue inmediatamente saludada con un coro de aclamaciones. Consciente de la amenaza que representaba la presencia de Lotario y su ejército, el pueblo había salido a las calles en número superior al habitual para expresar su amor y su apoyo al papa. Bordeaba la calle una multitud de seis metros o más a cada lado, aclamando y pidiendo bendiciones, por lo que los guardias se veían obligados a echarlos continuamente hacia atrás para que la procesión pudiera avanzar. Si Lotario necesitaba alguna prueba de la popularidad de Juana, la tenía allí.
Cantando y lanzando incienso, los acólitos se abrían paso por la antigua calle, recorrida por los papas desde épocas inmemoriales. El paso era más lento de lo habitual porque había muchos peticionarios estacionados a lo largo del camino y, como era costumbre, la procesión se detenía con frecuencia para que Juana pudiera oírlos. En una de las paradas, una mujer vieja con cabello gris y la cara llena de cicatrices se arrojó al suelo ante Juana.
—Perdonadme, santidad —dijo la mujer—, perdonad el mal que os hice.
—Levántate, buena madre, y cálmate —respondió Juana—. No me has hecho ningún daño, que yo sepa.
—¿Tan cambiada estoy que no me reconocéis?
Algo en su rostro arrugado, alzado hacia ella en actitud implorante, pulsó una cuerda de su memoria.
—¡Marioza! —exclamó Juana. La famosa cortesana había envejecido treinta años desde la vez que Juana la había visto—. Santo Dios, ¿qué te ha sucedido?
Marioza se llevó una mano a las cicatrices de la cara.
—Marcas de cuchillo. Un regalo de despedida de un amante celoso.
—
¡Deus misereatur!
Marioza dijo con amargura:
—Una vez me dijisteis que no confiara mi destino a los favores de los hombres. Teníais razón. El amor de los hombres fue mi ruina. Y mi castigo… ¡el castigo de Dios por la mala pasada que os hice! ¡Perdonadme, santidad, o estaré condenada eternamente!
Juana le hizo la señal de la cruz.
—Te perdono con todo mi corazón.
Marioza cogió la mano de Juana y la besó. El pueblo, que había escuchado el diálogo, manifestó su aprobación con vítores.
La procesión siguió adelante. Cuando pasaban ante la iglesia de San Clemente, Juana oyó una repentina conmoción a su izquierda. Un grupo de agitadores, en las últimas filas de la multitud, tiraban piedras a la procesión. Una piedra golpeó a su caballo en el pescuezo, que retrocedió asustado e hizo saltar a Juana en la silla. Una punzada de dolor le corrió por el cuerpo. Aturdida y sin aliento, se aferró a las bridas doradas mientras los diáconos corrían hacia ella.
Geroldo localizó al grupo de agitadores antes que los demás. Volvió el caballo y salió corriendo tras ellos antes de que las primeras piedras hubieran siquiera salido de sus manos.
Al verlo, los rufianes echaron a correr. Geroldo espoleó el caballo tras ellos. Ante la escalinata de la iglesia de San Clemente los hombres se detuvieron bruscamente, sacaron las armas que llevaban escondidas en la ropa y fueron hacia él.
Geroldo sacó la espada y llamó a los guardias que lo seguían. Pero no hubo respuesta, ni sonido de cascos detrás. Estaba solo y los hombres lo rodeaban como un enjambre asesino. Geroldo empleó la espada con habilidad, controlando cada golpe; hirió a cuatro de los atacantes y recibió sólo una herida de cuchillo en el muslo antes de que lo arrancaran del caballo. Se dejó arrastrar simulando insensibilidad, aunque con la espada apretada en la mano.
En cuanto tocó el suelo saltó poniéndose de pie con la espada en la mano. Con un grito de sorpresa, el atacante más cercano fue hacia él con la espada en alto. Geroldo se movió a un lado esquivándolo y cuando el hombre hubo errado el golpe, descargó la espada sobre su brazo. El hombre cayó con el brazo cortado echando sangre. Fueron hacia él en grupo, pero esta vez Geroldo oyó los gritos de sus guardias acercándose. Un momento más y tendría ayuda. Manteniendo la espada por delante retrocedió un paso sin apartar los ojos de sus atacantes.