—¿Qué piensas, cardenal Anastasio? —le preguntó Lotario—. ¿La sagrada hostia es el cuerpo de Cristo en misterio o en realidad?
Anastasio tenía la respuesta lista.
—En misterio, mi señor. Porque puede demostrarse que Cristo tiene dos cuerpos: el primero nacido de María, el segundo representado simbólicamente en la Eucaristía.
Hoc est corpus meum
, dijo Jesús del pan y el vino en la Última Cena: «Éste es mi cuerpo». Pero todavía estaba presente en cuerpo ante sus discípulos cuando lo dijo. Así que evidentemente pronunció las palabras en un sentido figurado.
Tan inteligente era la argumentación que cuando terminó de hablar todos lo aplaudieron. El emperador lo había elogiado llamándolo «un segundo Alcuino». Arrancándose algunos pelos de la barba se los había regalado a Anastasio: un gesto del más alto honor en aquel pueblo extraño y bárbaro.
Anastasio sonrió recordando el placer del momento. Se sirvió vino de la jarra que había en la mesa en una copa de plata y cogió el rollo de pergamino con las últimas cartas de su padre. Rompió el sello de cera y desenrolló la fina vitela blanca. Sus ojos recorrieron el rollo, leyendo con ávido interés. Se detuvo en el relato del robo de los cadáveres de los santos Marcelino y Pedro de un cementerio.
No es que el robo de cuerpos de santos fuera algo particularmente raro; los santuarios cristianos de todo el mundo clamaban constantemente por estas sagradas reliquias para atraer multitudes de fieles con la promesa de milagros. Durante siglos, los romanos, con su mentalidad práctica, habían ganado mucho dinero con esta obsesión de los extranjeros por las reliquias mediante un comercio regular de ellas. Los incontables peregrinos que acudían a la Ciudad Santa siempre estaban dispuestos a donar sumas sustanciosas por un dedo de san Damián, una clavícula de san Antonio o una pestaña de santa Sabina.
Pero los cuerpos de los santos Marcelino y Pedro no habían sido vendidos; habían sido robados, arrancados ignominiosamente de sus tumbas por la noche y sacados de contrabando de la ciudad. El nombre oficial de aquellos delitos era
furta sacra
, robo de objetos sagrados. Era importante hacerlos cesar porque despojaban a la ciudad de sus más valiosos tesoros.
«Después de este lamentable hurto —escribía su padre—, le pedimos al papa Juan que duplicara la cantidad de guardias apostados en iglesias y cementerios. Pero se niega. Dice que se emplea mejor a los hombres al servicio de los vivos que al de los muertos».
Anastasio sabía que Juan había puesto a una gran cantidad de hombres de la milicia papal a trabajar en la construcción de escuelas, hospicios y casas de refugio. Había dedicado su tiempo y atención (y la mayor parte de los recursos financieros del papado) a esos proyectos seculares mientras dejaba decaer las iglesias de la ciudad. La iglesia de su padre no había recibido una sola lámpara de oro o candelabro de plata desde la entronización de Juan. Pero las innumerables catedrales, oratorios, baptisterios y capillas eran la mayor gloria de Roma. Si no se las mejoraba y embellecía constantemente, Roma no podía esperar competir con el esplendor de su rival oriental, Constantinopla, que se atrevía a llamarse Nueva Roma.
Si él… No, se corregía Anastasio: «Cuando» él fuera papa, las cosas serían diferentes. Devolvería a Roma a los días de su grandeza. Bajo su solícito patronazgo, las iglesias romanas volverían a brillar con fabulosas riquezas, más espléndidas que los mejores palacios de Bizancio. Sabía que ésta era la gran tarea para la que Dios lo había puesto en la tierra.
Siguió leyendo la carta de su padre, pero con menor interés porque la última parte la ocupaban asuntos de poca importancia: se había publicado al fin la lista de nombres de quienes serían ordenados en las próximas ceremonias de Pascua; su primo Cosme se había vuelto a casar, esta vez con una diácona viuda; un tal Daniel, jefe militar, estaba gravemente ofendido porque su hijo había sido pospuesto en un obispado en favor de un griego.
Anastasio se irguió. ¡Un griego nombrado obispo! Su padre parecía considerar esta noticia sólo como otro ejemplo de la falta de romanita del papa Juan. ¿Cómo era posible que hubiera pasado por alto las posibilidades de aquella situación?
«Ésta —pensó Anastasio con creciente entusiasmo— es la ocasión que he estado esperando». Al fin la fortuna le traía la oportunidad a sus manos.
Se levantó deprisa y fue a su escritorio. Cogió una pluma y empezó a escribir:
«Querido padre. En cuanto recibas esto, sin pérdida de tiempo, envíame al jefe militar Daniel de inmediato».
Juana caminaba por el dormitorio papal. «¿Cómo pude estar tan ciega?», se preguntaba. Simplemente no se le había ocurrido que podía quedar encinta. Tenía ya cuarenta y un años, es decir, rebasaba la edad de engendrar hijos.
«Pero mamá era mayor todavía cuando quedó encinta por última vez».
Y había muerto en el parto.
«Nunca te entregues a un hombre».
El miedo, un miedo frío e irracional, estrujó el corazón de Juana. Luchó por calmarse. Después de todo, lo que le había pasado a mamá podía no pasarle a ella. Ella era fuerte y sana; tenía buenas posibilidades de sobrevivir al parto. Pero aun si lo hacía, ¿qué? En la vigilante colmena que era el
Patriarchium
no habría modo de mantener en secreto su embarazo y parto, ni tampoco de ocultar al niño cuando naciera. Su condición de mujer sería descubierta con seguridad.
¿Qué clase de muerte sería considerada castigo adecuado para semejante crimen? Seguramente sería terrible. Podían sacarle los ojos y azotarla hasta desollarla. O podía ser desmembrada lentamente y después quemada viva. Algún fin así de horrendo sería inevitable cuando llegara el niño.
Si llegaba…
Se puso ambas manos en el abdomen; no había señal de movimiento del feto que crecía dentro. La cadena de la vida todavía era muy débil; no costaría mucho cortarla.
Fue al cofre cerrado con llave donde guardaba sus medicamentos. Los había llevado allí desde el herbolario poco después de la coronación; le era más fácil manipularlos en su aposento y estaban más seguros contra los robos. Revolvió entre los distintos frascos y ampollas hasta hallar lo que buscaba. Con habilidad disolvió una medida de cornezuelo de centeno en una copa de vino fuerte. En pequeñas dosis, era una medicina beneficiosa; en dosis más grandes podía provocar un aborto. Aunque no siempre funcionaba y no dejaba de ser un peligro serio para la mujer que la tomaba.
¿Qué otra alternativa tenía? Si no ponía fin a aquel embarazo, se enfrentaría a una muerte mucho más horrible.
Se llevó la copa a los labios.
Sin quererlo recordó las palabras de Hipócrates: «El arte de la medicina es sagrado. Un médico debe usar su saber para ayudar al enfermo de acuerdo con su capacidad y juicio, pero nunca para hacer daño».
Con resolución, Juana rechazó el recuerdo. Durante toda su vida su cuerpo de mujer había sido una fuente de pena y dolor, un impedimento para todo lo que quería hacer y ser. Y no dejaría que le quitara la vida.
Inclinó la copa y bebió.
«Nunca hacer daño. Nunca hacer daño. Nunca hacer daño». Las palabras ardían en ella desgarrándole el corazón. Con un sollozo arrojó la copa vacía. La vio rodar y las últimas gotas dibujaron una errática línea roja en el suelo.
Se tendió en la cama y esperó a que el cornezuelo hiciera efecto. Pasó un tiempo, pero no sintió nada. «No hace efecto», pensó. Se asustó, y al mismo tiempo se sentía muy aliviada. Cuando se sentó, tuvo un fuerte ataque de temblor. Todo su cuerpo se sacudía en espasmos incontrolables. El corazón se le desbocaba; cuando se tomó el pulso, lo encontró acelerado.
Empezó el dolor. Le sorprendió su intensidad. Como un cuchillo al rojo hundido en sus vísceras. Sacudió la cabeza de un lado a otro y se mordió los labios para no gritar. No se atrevía a llamar la atención de los criados.
Las horas siguientes pasaron en una especie de niebla en la que Juana entraba y salía de la conciencia. En un punto debió de tener alucinaciones; le parecía que su madre estaba con ella, la llamaba «pequeña perdiz» y le cantaba en la antigua lengua como solía hacer, poniendo las manos frías en su frente caliente.
Se despertó antes del alba. Durante un rato se quedó quieta. Empezó a examinarse. Su pulso era regular, los latidos fuertes, la piel tenía buen color. No había hemorragia ni señal de daño.
Había sobrevivido al tormento.
Pero también lo había hecho el niño en su interior.
Había una sola persona a quien podía recurrir. Cuando habló de su estado a Geroldo la primera reacción de él fue de sorprendida incredulidad.
—¡Santo Dios! ¿Es posible?
—Evidentemente —dijo Juana en tono seco.
Él se quedó callado un momento con la mirada perdida.
—¿Por eso no te has sentido bien?
—Sí.
No quiso mencionar el abortivo: no podía esperar que ni siquiera Geroldo lo entendiera.
Él la cogió en sus brazos y la apretó contra su cuerpo. Durante un largo rato se quedaron muy quietos, compartiendo en silencio lo que había en sus corazones.
—¿Recuerdas —dijo Geroldo— lo que te dije el día de la inundación?
—Nos dijimos muchas cosas ese día —respondió ella, pero sintió acelerarse su pulso porque sabía a qué se refería.
—Te dije que tú eras mi verdadera esposa en esta tierra y yo tu verdadero esposo. —La cogió por la barbilla y alzó sus ojos hacia él—. Te entiendo mejor de lo que crees, Juana. Sé cómo se ha desgarrado tu corazón. Pero ahora el destino ha arreglado las cosas por nosotros. Nos iremos de aquí y viviremos juntos, como debimos hacer siempre.
Comprendió que tenía razón. No había otra cosa que hacer. Todos los caminos que se habían abierto frente a ella, se estrechaban en un sendero único. Se sintió triste y temerosa, y al mismo tiempo extrañamente excitada.
—Podemos irnos mañana —dijo Geroldo—. Despide a tus chambelanes por la noche. Una vez que todos duerman, no te será difícil deslizarte por la puerta trasera. Yo estaré esperando con vestidos de mujer para que te cambies cuando estemos fuera de los muros de la ciudad.
—¡Mañana! —Había aceptado la idea de marcharse, pero sin pensar que sería tan pronto—. Pero… saldrán a buscarnos.
—Para cuando lo hagan estaremos lejos. Buscarán a dos hombres, no a un matrimonio de peregrinos.
Era un plan arriesgado, pero podía funcionar. De todos modos, ella se resistió.
—No puedo irme ahora. Todavía hay tantas cosas que quiero hacer aquí, tantas cosas que es necesario hacer.
—Lo sé, mi amor —dijo él tiernamente—. Pero no hay alternativa; seguramente tú misma lo ves.
—Espera hasta después de Pascua —propuso Juana—. Entonces me iré contigo.
—¡Pascua! ¡Pero falta casi un mes! ¿Y si alguien se da cuenta?
—Estoy sólo de cuatro meses. Bajo estos amplios ropajes puedo tener el embarazo oculto un mes más.
Geroldo sacudió la cabeza con vehemencia.
—No puedo dejarte correr ese riesgo. Debes irte de aquí ahora, mientras haya tiempo.
—No —respondió ella con igual firmeza—. No dejaré a mi pueblo sin su papa en el día más sagrado del año.
«Está asustada —pensó Geroldo—, y por eso no puede pensar con claridad». Le seguiría la corriente por el momento porque no tenía alternativa, pero prepararía las cosas para una partida inmediata. Si en cualquier momento aparecía algún peligro, se la llevaría, por la fuerza si era necesario.
En la
nox magna
, la celebración de la Gran Noche de la Pascua, miles de personas se concentraban en la catedral de Letrán y sus alrededores para participar de la vigilia, bautismo y misa pascuales. El largo servicio comenzaba el sábado por la noche y continuaba hasta la madrugada del domingo de Pascua.
Fuera de la catedral, Juana encendió el cirio pascual y se lo pasó a Desiderio, el archidiácono, que lo transportó ceremoniosamente a la iglesia oscurecida. Juana y el resto del clero lo siguieron, cantando el Lumen Christi, himno a la luz de Cristo. Tres veces la procesión se detuvo en su marcha por el pasillo central mientras Desiderio encendía las velas de los fieles con el cirio. Para cuando Juana llegó al altar, la gran nave estaba brillantemente iluminada con miles de pequeñas llamas y su luz trémula se reflejaba moviéndose en el mármol pulido de las paredes y columnas, en una representación teatral de la luz traída al mundo por Cristo.
—
¡Exultet jam angélica turba caelorum. Exultent divina mysteria!
—Desiderio inició lleno de gozo el
Exultet
.
El antiguo canto, con su hermosa y conmovedora melodía, tenía en los oídos de Juana una resonancia especial.
«Nunca volveré a estar ante este altar ni oiré más estos dulces sonidos», pensaba. La idea llevaba consigo una fuerte carga de nostalgia. Allí, en medio de aquella inspiradora celebración de la redención y la esperanza, era donde más cerca estaba de experimentar una verdadera fe en Dios.
—
¡O vere beata nox, quae expoliavit Aegyptios, ditavit Hebraeos! Nox, in qua terrenis caelestia junguntur…
Al salir de la catedral, terminada la misa, Juana vio a un hombre con ropa desgarrada y manchada de barro esperando en la escalinata. Tomándolo por un mendigo hizo una señal a Víctor, el
sacellarius
, para que le diera una limosna. El hombre rechazó las monedas.
—No soy un mendigo, santidad, sino un mensajero, y vengo con noticias urgentes.
—Oigámoslas.
—El emperador Lotario y su ejército marchan a través de Paterno. A la velocidad a la que viajan estarán en Roma en dos días.
Un murmullo de alarma se levantó entre los prelados que estaban cerca.
—El cardenal Anastasio viene con ellos —añadió el mensajero.
¡Anastasio! Su presencia en la comitiva imperial era muy mala señal.
—¿Por qué lo llamas cardenal? —preguntó Juana en tono de reproche—. Anastasio ya no tiene derecho a ese título después de haber sido excomulgado.
—Perdón, santidad, pero oí al emperador llamarlo así.
Era la peor noticia. El desdén del emperador hacia la sentencia de excomunión de León era un desafío directo a la autoridad papal. Al parecer, Lotario era capaz de todo.
Aquella noche, discutiendo sobre el nuevo giro de los acontecimientos, Geroldo la presionó otra vez para que mantuviera su promesa.
—He esperado hasta después de la Pascua, como querías. Ahora debes irte antes de que llegue Lotario.