—¿Sí, santidad?
León inclinó la cabeza en señal de aprobación.
—Bien hecho.
—Has hecho bien en traerme la noticia,
vicedominus
—dijo Arsenio. Estaba en un cuarto privado de su palacio con Waldipert, que acababa de relatar los detalles del encuentro del papa León y el chico Domingo—. Permíteme expresar mi gratitud por tu ayuda.
Arsenio abrió un pequeño cofre de bronce que había sobre su mesa, sacó veinte sueldos de oro y se los tendió a Waldipert, que se apresuró a metérselos en el bolsillo.
—Me alegra haber podido hacerte un servicio, mi señor obispo. —Con la más breve de las reverencias, Waldipert dio media vuelta y se marchó.
Arsenio no se ofendió por la rapidez en la partida de Waldipert; era imperativo que el
vicedominus
volviera al palacio antes de que su ausencia se notara.
Arsenio se congratuló de su previsión al identificar a Waldipert como un joven con futuro hacía muchos años, cuando era chambelán en la comitiva papal. Le había salido caro comprar la lealtad del hombre todos aquellos años. Pero Waldipert había llegado a ser
vicedominus
y la inversión daría sus frutos.
Llamó a un criado:
—Ve a la iglesia de San Marcelo y dile a mi hijo que venga de inmediato.
Al oír la noticia, Anastasio se dejó caer pesadamente en la silla frente a su padre. En silencio se maldijo a sí mismo, humillado porque su padre se hubiera enterado de la torpeza con que lo había echado todo a perder.
—¿Quién habría pensado que el chico hablaría? —dijo a la defensiva—. Para traicionarme tenía que condenarse a sí mismo.
—Fue un error dejarlo con vida —dijo Arsenio sinceramente—. Deberías haberle hecho cortar el cuello en cuanto hubo cumplido con su cometido. Bueno, ya está hecho. Ahora debemos mirar al futuro.
—¿Futuro? —repitió Anastasio sin ocultar su desconcierto—. ¿Qué futuro?
—La desesperación es para los débiles, hijo mío, no para los que son como tú y yo.
—Pero ¿qué puedo hacer? La situación ha sobrepasado toda posibilidad de arreglo.
—Debes abandonar Roma. Ahora. Esta misma noche.
—¡Oh, Dios! —Anastasio hundió la cara en las manos. Todo su mundo se derrumbaba a su alrededor.
—¡Basta! —dijo Arsenio con severidad—. Recuerda quién y qué eres.
Anastasio se levantó tratando de dominarse.
—Irás a Aquisgrán —dijo Arsenio—, a la corte del emperador.
Anastasio estaba desconcertado. El temor que le oprimía el corazón le impedía pensar con claridad.
—Pero… Lotario sabe que lo denuncié en la elección papal.
—Sí, y sabe también por qué te viste obligado a hacerlo. Es un hombre que entiende las necesidades políticas. ¿Cómo crees si no que logró arrebatar el trono a su padre y a sus hermanos? También es un hombre que necesita dinero. —Arsenio sacó una bolsa de cuero de su escritorio y se la dio a Anastasio—. Si las plumas imperiales siguen alborotadas, esta bolsa ayudará a alisarlas.
Anastasio miraba sin expresión la pesada bolsa de monedas. «¿Debo irme de Roma realmente?». La idea de vivir el resto de sus días entre una tribu de francos bárbaros lo llenaba de malestar. «Quizá sería mejor morir ahora y terminar con todo».
—Piénsalo como una oportunidad —estaba diciendo su padre—. Una ocasión de ganar amigos poderosos en la corte imperial. Los necesitarás cuando seas papa.
«Cuando seas papa». Las palabras penetraron la pesada niebla de la angustia de Anastasio. Entonces su partida no era para siempre.
—Yo me ocuparé de tus intereses, no temas —dijo Arsenio—. La opinión pública no puede favorecer eternamente a León. Llegará a la cima y bajará. Cuando considere que ha llegado el momento mandaré a buscarte.
La fría angustia que había tenido en su poder a Anastasio empezó a retroceder. Su padre no había abandonado la esperanza; por lo tanto, él tampoco debía hacerlo.
—He dispuesto una escolta —dijo Arsenio—. Doce de mis mejores hombres. Ven, iré contigo a las cuadras.
Los doce guardias estaban montados y listos, armados con espada, pica y maza. Anastasio no carecería de protección en los peligrosos caminos. Su caballo también estaba listo y movía la cabeza con impaciencia, era un animal fuerte y animoso; Anastasio reconoció al semental favorito de su padre.
—Hay dos o tres horas de luz diurna todavía, lo suficiente para darte una buena ventaja —dijo Arsenio— No vendrán por ti hoy porque no tienen modo de saber que sospechas nada y León seguramente tomará la precaución de redactar un escrito oficial para tu arresto. Se hará de día antes de que empiecen a buscar e irán a San Marcelo primero. Para cuando piensen en venir aquí, ya estarás muy lejos.
Con una repentina preocupación Anastasio dijo:
—¿Y tú, padre?
—No tienen motivos para sospechar de mí. Si tratan de interrogarme sobre tu paradero verán que han agarrado a un lobo por la cola.
Padre e hijo se abrazaron.
«¿Esto sucede de verdad?», se preguntaba Anastasio. Las cosas sucedían tan rápido que lo desconcertaban.
—Dios sea contigo, hijo mío —dijo Arsenio.
—Y contigo, padre.
Anastasio montó e hizo dar la vuelta al caballo rápidamente para que su padre no viera las lágrimas en sus ojos. Pasando el portal se volvió para echar una mirada. El sol se ponía y proyectaba largas sombras sobre las suaves laderas de las colinas romanas, pintando con matices rojizos los majestuosos esqueletos del Foro y el Coliseo.
Roma. Todo lo que a él le importaba, todo el objeto de sus trabajos estaba dentro de sus muros sagrados.
Su última visión fue la de la cara de su padre: apenado pero resuelto, firme y tranquilizador como la roca de san Pedro.
—
Membrum putridum et insanibile, ferro excommunicationis a corpore Ecclesiae abscidamus…
En la fresca penumbra de la basílica de Letrán Juana escuchaba a León pronunciar las solemnes y terribles palabras que apartaban para siempre a Anastasio de la Iglesia. Notó que León había escogido la
excommunicatio minor
, la forma más leve de excomunión, en la que el condenado era privado de administrar o recibir los sacramentos (salvo los últimos ritos, de los que no podía excluirse a ningún alma viviente), pero no de todo intercambio con sus hermanos cristianos. «Realmente —pensó Juana—, León tiene un alma caritativa».
Todo el clero de Roma estaba reunido para presenciar la solemne ceremonia; hasta Arsenio estaba presente, pues no tenía intenciones de arriesgar su posición como obispo de Orta por una inútil oposición pública. León sospechaba, por supuesto, que Arsenio había sido cómplice en la huida de la justicia de su hijo. Pero no había pruebas para sustentar aquella acusación ni ningún otro cargo contra él ya que no era un crimen ser el padre de un hombre.
Cuando el cirio que representaba el alma inmortal de Anastasio fue girado y apagado en el polvo, Juana sintió una inesperada tristeza. «Un trágico desperdicio», pensó. Una cabeza tan brillante como la de Anastasio podría haber sido usada para hacer mucho bien si su corazón no hubiera estado desnaturalizado por una ambición tan obsesiva.
La construcción de la Muralla Leonina, como se la conocía universalmente, siguió adelante a buen ritmo. El fuego destinado a destruirla en realidad había hecho poco daño; los andamios de madera usados por los trabajadores se habían quemado íntegramente y uno de los baluartes occidentales se había ennegrecido, pero eso era todo. Y a partir de aquel momento cesaron los problemas que habían llenado el proyecto desde el comienzo. El trabajo avanzó con firmeza durante el invierno y la primavera siguientes porque el tiempo era templado, con largos días soleados sin una gota de lluvia. De las canteras llegaba una provisión constante de piedra de buena calidad y los trabajadores de los diversos distritos aprendieron el trabajo y lo hicieron codo con codo en una productiva armonía.
Para Pentecostés, la hilada superior de piedras llegaba a la altura de un hombre. Ya nadie calificaba de locura el proyecto; nadie se quejaba del tiempo y el dinero ocupados en él. Los romanos sentían un creciente orgullo por la obra, cuya inmensidad recordaba los viejos tiempos del imperio cuando aquellos prodigios de construcción eran algo común, no una rareza. Una vez terminada, la muralla sería espléndida, monumental, una imponente barrera que ni siquiera los sarracenos podrían escalar o echar abajo, nunca.
Pero el tiempo pasaba. En las calendas de julio llegaron mensajeros a la ciudad con noticias alarmantes: una flota sarracena se estaba reuniendo en Totaria, una pequeña isla frente a la costa oriental de Cerdeña, preparando otro ataque a Roma.
A diferencia de Sergio, que había puesto todas sus esperanzas en la plegaria como protección para la ciudad, León eligió una acción más agresiva. Envió de inmediato una petición a la gran ciudad marítima de Nápoles solicitando una flota de navíos armados para detener al enemigo en el mar.
El duque de Nápoles ayudaría a Roma en su hora de necesidad? ¿O aprovecharía la oportunidad para unir fuerzas con los sarracenos y dar un golpe contra la sede romana en nombre del patriarcado oriental? El plan era arriesgado. Pero ¿qué alternativa había?
Durante diez días la ciudad se mantuvo en una tensa expectación. Cuando al fin llegó la flota napolitana a Porto, en la boca del Tíber, León partió a recibirlos sin saber qué podía esperar, acompañado por una gran comitiva de milicias fuertemente armadas a las órdenes de Geroldo.
Los temores romanos se disiparon cuando César, el comandante de la flota, se postró ante León y le besó humildemente los pies. Con un grado de alivio que su rostro no revelaba, León bendijo a César y lo puso solemnemente bajo la protección de los cuerpos sagrados de los apóstoles Pedro y Pablo.
Habían sobrevivido al primer lanzamiento de dados de la fortuna; todo el futuro dependería del siguiente.
A la mañana siguiente apareció la flota sarracena. Las anchas velas latinas se extendían sobre el horizonte como telones. Juana las contó: cincuenta, cincuenta y tres, cincuenta y siete… y había más… ochenta, ochenta y cinco, noventa… ¿Era posible que hubiera tantos barcos en el mundo? Cien, ciento diez… ¡ciento veinte!
¡Deo, juva nos!
Los navíos napolitanos eran sólo sesenta y uno; con los seis birremes romanos todavía en condiciones de servir hacían un total de sesenta y siete. Estaban en una desventaja de casi dos a uno.
León estaba en la escalinata de la cercana iglesia de Santa Áurea y conducía la plegaria de los atemorizados ciudadanos de Porto.
—Señor, tú que salvaste a Pedro de hundirse cuando caminó sobre las olas, tú que rescataste a Pablo de las profundidades del mar, óyenos. Da poder a las armas de tus fieles servidores, que luchan contra los enemigos de tu Iglesia para que a través de sus victorias tu santo nombre pueda ser glorificado entre todas las naciones.
Las voces del pueblo resonaron en el aire con un potente «Amén».
César gritaba órdenes desde el puente del barco capitán. Los napolitanos se curvaron sobre los remos, con los músculos tensos. Por un momento, los pesados birremes quedaron inmóviles sobre el agua. Con un sonoro crujido de la madera, empezaron a moverse. Las dobles hileras de remos subían y bajaban brillando como gemas; el viento hinchó las velas y los grandes birremes avanzaron con las proas metálicas hendiendo el mar turquesa en surcos gemelos de espuma.
Los barcos sarracenos giraron para hacerles frente. Pero antes de que las dos flotas pudieran encontrarse un trueno ensordecedor señaló la llegada de una tormenta. El cielo se oscureció con nubes negras que llegaban desde el mar. Los pesados barcos napolitanos pudieron volver a la costa a buscar refugio. Pero los navíos sarracenos, hechos con cascos más bajos para que alcanzaran mayor velocidad y maniobrabilidad en la batalla, eran demasiado frágiles para soportar la tempestad. Se sacudían en el oleaje creciente, se desarmaban como juguetes hechos con ramas, sus espolones de hierro golpeaban los barcos vecinos, destrozándolos.
Algunos se dirigieron hacia el puerto, pero en cuanto llegaban a tierra eran abordados. Movidos por la ira violenta que suele seguir al terror, los romanos masacraron a las tripulaciones sin piedad, arrastrando a los hombres desde los barcos y colgándolos de patíbulos improvisados a lo largo de la costa. Al ver la suerte que corrían sus camaradas los otros barcos sarracenos se lanzaron desesperadamente hacia el mar abierto, donde las olas gigantescas los aniquilaron.
En el momento de la inesperada victoria, Juana observaba a León. Estaba en la escalinata de la iglesia con los brazos levantados al cielo en una acción de gracias. Parecía un santo, beatífico, como tocado por la presencia divina.
«Quizá puede hacer milagros», pensó Juana. Sus rodillas se doblaron por sí solas y quedó rindiéndole reverencia.
—¡Victoria! ¡Victoria en Ostia!
La noticia era proclamada con júbilo por las calles. Los romanos salían de sus casas, los almacenes papales fueron abiertos y el vino corrió con libertad; durante tres días, la ciudad se permitió una desenfrenada celebración.
Quinientos prisioneros sarracenos fueron llevados a la ciudad entre una multitud hostil. Muchos fueron apedreados hasta la muerte durante el camino. A los supervivientes, unos trescientos, los llevaron encadenados a un campo en el prado de Nerón, donde quedaron confinados para trabajar en la Muralla Leonina.
Con esta ayuda, la muralla subió más rápido. En tres años estuvo terminada: una obra maestra de la ingeniería medieval, la más extraordinaria construcción que la ciudad hubiera visto en más de cuatrocientos años. Todo el territorio del Vaticano quedó encerrado dentro de una estructura de doce pies de ancho y cuarenta de alto, defendida por cuarenta y cuatro grandes torres. Había dos galerías independientes, una encima de la otra; la más baja se apoyaba en una serie de graciosos arcos. Tres puertas daban entrada a la ciudad: la Puerta de Sant’Angelo; la Puerta de los Sajones, llamada así porque se abría al barrio sajón; y la Puerta de San Peregrino, la principal, a través de la cual futuras generaciones de reyes y príncipes pasarían para adorar el sagrado altar de San Pedro.
Por notable que fuera, la muralla fue sólo el comienzo de los ambiciosos planes de León para la ciudad. Dedicado a «restaurar todos los sitios de los santos», León se embarcó en un amplio plan de reconstrucción. El ruido de los yunques sonaba día y noche en toda la ciudad y el trabajo seguía en una tras otra de las iglesias. La basílica de los sajones, que se había quemado, fue restaurada, así como la iglesia frisia de San Miguel y la iglesia de los Cuatro Santos Coronados, de la que León había sido cardenal.