Enojada, la muchacha le dio una patada a una viga, haciendo retumbar la estructura metálica que envolvía el invernadero. Una vez se hubo calmado, empezó a ver las cosas de otra forma: ¿Y si las palabras del muchacho eran sinceras y sólo pretendía protegerla? Lan estaba hecha un lío. Se esforzó por olvidar lo sucedido, aquél no era ni el momento ni el lugar para plantearse algo así; la cuenta atrás había comenzado.
Lan caminó deprisa, aunque sin echarse a correr para no levantar sospechas entre los muchachos vigilantes del rey que patrullaban las calles. Se sentía espiada. No había tiempo que perder, pero si esa noche iban a llevar a cabo el plan, tenía que despedirse de sus amigos. Sabía que probablemente no volvería a verlos en mucho tiempo, que quizá incluso ésa fuera la última vez.
Llegó a casa de Mona, que ahora vivía con la señora Orlaya y Priez, el fortachón. Probablemente, eran lo más parecido que quedaba a una familia de Salvia.
—Entra, Lan. No te quedes ahí afuera… hoy los niveles de azufre son especialmente desagradables —comentó la mujer entrada en carnes.
—Gracias, señora Orlaya.
—No tienes por qué dármelas, jovencita. Ahora tenemos que ayudarnos los unos a los otros en todo lo que podamos, ¿no crees?
—Por supuesto que sí —contestó, recordando la falta de cooperación de Nicar y Mezvan.
—¿Sabes? Añoro tanto Salvia que incluso echo de menos cuando correteabas por mi tejado. ¡Ja, ja, ja! —rio alegremente la mujer.
Lan sonrió y después carraspeó llamando su atención. Decididamente, no estaba de humor; el tiempo corría en su contra.
—¡Oh! Lo siento, te estoy entreteniendo, ¿verdad? Avisaré a Mona —se disculpó la mujer, comprendiendo que, una vez más, estaba hablando demasiado.
Lan permaneció de pie, observando las estancias de aquella diminuta casa. Era evidente que se estaban quedando sin espacio en la ciudad y que por ello construían viviendas cada vez más pequeñas. Tenía el techo bajo y algunas de las paredes estaban torcidas. No eran muy luminoso, pero resultaba de lo más acogedor.
Segundos después, Mona apareció junto a Timot, el excéntrico hijo del rey…
—¡Lan! —exclamó alucinada—. No esperaba que vinieras a verme hoy…
—Sí… bueno, ha sido algo… precipitado.
—No pasa nada. Timot y yo hemos terminado.
Lan anqueó una ceja.
—Soy el responsable de los supervivientes de Salvia —explicó el hijo de Mezvan—. He venido para asegurarme de que a Orlaya, Priez y Mona no les falte nada —concluyó, acompañando su expresión con una amable sonrisa.
—Comprendo —dijo escueta la muchacha, desconfiando del chico al que todo el mundo acusaba de haber perdido un tornillo, aunque en ese momento parecía poseer toda la cordura necesaria para ocuparse de Mona. Tal vez fuera un espía de su padre.
—¿Quieres tomar algo antes de ir a ver a Nao? —preguntó la niña, ajena al plan que tanto preocupaba a su amiga.
—¡Oh!, yo… no puedo quedarme mucho más —se disculpó Lan—. En realidad, sólo quería hablar contigo… en privado —dijo, fulminando a Timot con la mirada.
—Bien… ¡Capto la indirecta! —dijo éste, intentando desenredar a Luna, el
kami
de Mona, que había estado jugueteando con su pelo—. Ya me marcho, ya me marcho…
El hijo del rey descolgó su abrigó del perchero y se lo enfundó una vez más; seguía siendo verdaderamente ridículo. Después, se acercó a Lan con su caminar tambaleante y le susurró al oído:
—Si estáis pensando en escapar… cuidado. El Sumo Intocable os estará esperando, y mi padre tiene a su pequeño ejército vigilándoos de cerca.
Lan no supo cómo interpretar su mensaje. ¿Acaso era una amenaza? ¿O tal vez le estaba prestando su apoyo?
Timot abrió su herrumbroso paraguas metálico y luego se despidió con un sencillo gesto.
—Hummm… —murmuró la chica.
—Nos ha ayudado mucho —dijo Mona—. Es muy atento.
—No lo pongo en duda —respondió, aún recelosa.
Mona cogió de la mano a su amiga y la arrastró hasta una de las butacas. Todos los objetos que había en el interior de la casa parecían haber sido remendados. Nada combinaba, allí adentro se mezclaban todo tipo de estilos y materiales. Era una especie de hogar improvisado.
—Mona yo… —trató de decir, bajando la cabeza apesadumbrada.
—¿Qué ocurre, Lan? Vamos, no me asustes.
—Yo… voy a dejar la ciudad.
—¿Por qué? —entristeció—. Aquí estamos bien, son buena gente. Además, no tenemos otra opción. No podemos esperar a salir ahí afuera y encontrar a nuestros padres…
—En realidad… quizá sí.
—¿A qué te refieres? No te entiendo. —Se mostró interesada.
—No puedo hablar de ello, ¿ok? Sólo te pido que confíes en mí. Pase lo que pase… aquí estarás a salvo.
Lan le dio a Mona un efusivo abrazo, como si se estuviera despidiendo para siempre. Luego cerró los ojos para retener aquel momento en su memoria.
—Quiero ir contigo —le pidió la niña.
—De eso, ni hablar. Tienes que ser fuerte. Te prometo que algún día volverás a estar con tu familia, y que reconstruiremos Salvia, pero… mientras tanto, espera aquí.
—¿Y Nao? —preguntó sin acabar de comprender.
—Nao… —Tomó aire pare terminar la frase sin titubear— tampoco puede venir conmigo. Es mejor que no sepa nada de esto. En su estado, le conviene descansar.
—Pero no puedes abandonarlo de esa forma. Nao te… —Mona se mordió la lengua y reformuló rápidamente lo que iba a decir—. Nao te… te necesita. ¡No sabes cuánto! —reclamó.
A Lan se le aceleró el corazón. ¿Qué le estaba insinuando su amiga? Probablemente algo que, en su interior, sabía desde hacía mucho tiempo. En cualquier caso, era demasiado tarde para mirar atrás. Debía ser valiente y enfrentarse a su destino, sin importarle las consecuencias.
—Lo siento —masculló—. Por favor, cuida por mí de Nao, de Priez y de la señora Orlaya, ¿Ok? Necesitan a alguien como tú. Recuerda que ellos también han perdido a sus seres queridos.
Mona asintió obediente mientras se enjuagaba las lágrimas. Lan la agarró de los hombros y dijo por última vez:
—Y, recuerda: no sabes nada de esto.
Lan recorrió las calles de Rundaris con los ojos empañados de lágrimas. Le habría resultado mucho más sencillo marcharse sin despedirse de su amigo, pero Nao no se merecía algo así y ella necesitaba verlo por última vez. Habían compartido demasiados buenos momentos para abandonarlo de esa manera.
La muchacha se detuvo en el escaparate de una estrafalaria tienda de artefactos mecánicos que le recordaron a algunas de las herramientas de su padre. El sol se estaba poniendo y el sistema de farolas de cuarzo candil empezaba a iluminar las calles con un débil tono anaranjado. Se apoyó en el cristal, tenía que calmarse.
Contempló su reflejo y pensó que tenía un aspecto horrible; no quería dar una mala impresión a su amigo, así que se acicaló un poco e intentó peinar su larga melena sin demasiado éxito.
Cuando llegó a la enfermería, decidió fingir que aquella visita era como la de cualquier otro día. Nao no sabía nada del plan y no quería preocuparlo. Estaba decidida a despedirse de él sin que se diera cuenta, pero al entrar en la habitación encontró al Secuestrador de pie junto a su amigo. Lan pestañó varias veces, creyendo que su mente le estaba traicionando. ¿Qué hacía él allí? La muchacha siguió avanzando hasta que el Errante se giró, dándole la bienvenida. Era real, y probablemente se lo había revelado todo a Nao para que le ayudara a convencerla de que se retirara de la misión.
La muchacha se acercó nerviosa. Nao y el Errante cruzaron sus miradas y permanecieron en silencio. Lan miró al uno y al otro, completamente desconcertada.
—Os dejaré a solas. Imagino que querréis despediros —dijo al fin el Secuestrador—. Nao, cuento con tu ayuda. Confío en ti.
—No te preocupes, estarán en el lugar acordado —contestó el joven con firmeza.
El Errante desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Lan se giró hacia Nao, intrigada por lo que acababa de ocurrir.
—¿De qué estabais hablando?
—No tienes que ocultarme nada, Lan. Sé lo de vuestro plan. Su padre vino a verme hace algunos días porque sabe que mantengo una buena relación con los dos Corredores que me salvaron, los mejores de Rundaris. El Verde me contó todo lo ocurrido y me pidió un favor.
—¿Un favor? ¿Qué tipo de favor? —Lan temió la respuesta de su amigo¬—. En tu estado… No puedes venir con nos…
—Lo sé, ¡lo sé! —gruñó entre dientes—. Me habría gustado ayudaros, pero soy consciente de que sólo sería un estorbo —la interrumpió el chico—. Únicamente he convencido a los Corredores para que os ayuden. Ellos saben encontrar agua donde no parece haberla, evitar todo tipo de bestias y, lo más importante, cabalgan más rápido que nadie.
Lan suspiró aliviada. Por un lado, su amigo no correría peligro; por el otro, el Secuestrador no lo había manipulado para convencerla de que abandonara su intención de ayudarles.
—Lan —continuó diciendo, mientras dejaba las muletas apoyadas en la pared y salía lentamente de la habitación—, sígueme. Necesito decirte algo.
Nao comenzó a caminar con paso lento y se dirigió a los estanques de la planta baja. Su amiga se alegró de que ya pudiera andar sin muletas, aunque el muchacho todavía cojeaba. Se sentaron en el borde de una de las balsas y entonces, su amigo, ensimismado, se quedó callado mientras observaba los pececillos de colores.
—Ya has hecho suficiente, no tienes por qué ponerte en peligro —quiso animarlo.
La muchacha sabía lo duro que le iba a resultar quedarse de brazos cruzados.
—Por desgracia, todos corremos peligros; nos quedemos o no en Rundaris. Espero que vuestro plan funcione o las cosas se van a poner difíciles.
Lan apretó los labios para evitar ponerse a llorar, se arrimó a él y lo abrazó con fuerza.
—Funcionará… —le prometió.
La muchacha vio que había anochecido, así que se levantó y se dispuso a marcharse, pero Nao la retuvo del brazo.
—Espera.
El joven se puso en pie y le ofreció su preciado silbato.
—No puedo acept…
—Ten mucho cuidado, por favor.
—Yo…
—Apenas conozco a ese Errante, pero parece muy seguro de sí mismo. —Nao la miró fijamente a los ojos—. No me queda más remedio que confiar en él… espero que sepa cuidar de ti —dijo al fin, mostrando su mirada azul, clara como el agua de los estanques de Salvia.
A Lan le pareció que su amigo trataba de encontrar una respuesta en su rostro, pero en aquel momento ella tenía demasiadas cosas en la cabeza como para poder pensar con claridad.
—Debo irme —le recordó nerviosa, casi con un susurro.
Y Nao, haciendo caso omiso de sus palabras, la atrajo hacia sí y la besó.
"Prométeme que vivirás para devolverme el silbato". Aquellas habían sido las últimas palabras de su amigo antes de que ella saliera corriendo del edificio. La calidez de aquel beso y la seguridad que le brindaban sus brazos la habían hecho sentirse de nuevo en casa, pero Lan sabía que sólo se trataba de una ilusión y que no podía aferrarse a ella.
Estaba anocheciendo. Había llegado la hora de poner en marcha el plan que Lan, El Verde y su hijo habían preparado a conciencia durante días. Los tres tomaron caminos diferentes mientras Embo, el único que se había quedado en el invernadero, observaba sus siluetas alejándose de las instalaciones:
—No me falléis… —murmuró esperanzado.
El Verde entró decidido en el palacio del rey…
—¡Mezvan! —lo reclamó—. ¡MEZVAN!
De pronto, Naveen se interpuso en su camino, tratando de detenerlo en uno de los corredores.
—Pero ¿qué te propones? —le reprochó—. No puedes presentarte aquí sin solicitar previamente audiencia, ¡y mucho menos llamar a nuestro rey a voz en grito por los pasillos!
—¿Qué ocurre, Naveen? —se oyó a Mezvan desde la otra punta del pasillo—. ¿Quién demonios me llama a estas horas de la noche?
No fue necesaria una respuesta. El Verde se presentó ante él de sopetón…
—Tú… —dijo entornando los ojos—. ¿Qué quieres ahora?
—Necesito a todos vuestros soldados para controlar los canales de magma.
—¿Los canales? —se mostró confuso.
—Se están desbordando y ya han incendiado parte del bosque cercano a nuestro invernadero. Allí se encuentra la sustancia que neutraliza las Partículas.
El rey escrutó a El Verde con detenimiento, tratando de detectar la mentira en su rostro. Últimamente había empezado a desconfiar de los Intocables, así que se dirigió sin vacilar a una de las ventanas y contempló boquiabierto el resplandor de las llamas en la ladera.
—¡Guardias!
El Verde temió que no se lo hubiera tragado, así que le recalcó la importancia de actuar de inmediato:
—¡No podemos perder más tiempo!
—¡Guardias! Naveen, alerta a toda la guardia. ¡Es una emergencia!
El caminante se sintió aliviado. Después, el rey se giró y le dijo:
—Necesitamos esa sustancia. Prométeme que continuarás con tus investigaciones y me informarás de cualquier avance, ¿entendido?
El Verde asintió y dejó de escucharlo. Había encendido la mecha. Su plan maestro acababa de empezar. Su misión: distraer al rey y a su ejército.
Mientras tanto, Embo se sentía satisfecho del trabajo que había realizado. El resplandor de las llamas iluminaba ahora parte de la montaña. Habían descubierto que la sustancia que recubría las plantas era altamente inflamable, pero nada dañina para la vegetación que protegía, ya que, una vez consumida por el fuego, éste se apagaba. Dicho de otro modo: podían incendiar el bosque sin que sufriera el menor daño, algo que no dudaron en utilizar a su favor.
En cuanto al Secuestrador, se presentó en la carpa del Guía para llevar a cabo su parte del plan.
—¿Es cierto, mi Guía? —dijo, reverenciándolo con la cabeza — ¿Partiremos al amanecer?
—Así es —respondió Nicar con su voz serena.
El Guía se acercó unos pasos hasta apoyar su mano en el hombro del muchacho. Luego, respiró hondo y le dijo:
—Me alegra saber que has elegido el bando correcto. No me habría gustado perderte a ti también —añadió, en clara alusión a su padre.
El chico fingió una mueca de complacencia y le reverenció de nuevo. Instantes después, un hombre alto y robusto irrumpió en la tienda y se dirigió a su líder tieso como un palo.
—¿Desea que traslademos ya la Esfera, mi señor?