—¿Por qué estás tan seria? —oyó al muchacho susurrándole al oído.
—Deja de hacer eso —le recriminó, como siempre.
—¿El qué? —respondió él, muy próximo a su oído.
Por primera vez, el Secuestrador le había susurrado de verdad. Estaba tan ensimismada que no se había dado cuenta de que lo tenía a escasos centímetros.
—Nada. Estoy bien —respondió, parca de palabras.
—Vaya, pues no lo parece —dijo él, mientras tomaba asiento a su lado, aunque guardando unos palmos de distancia.
—Es sólo que… hoy podría haber muerto.
El chico escrutó su rostro, como tratando de leer su expresión, y después dijo:
—No te preocupes, te acostumbrarás.
—¿A morir? —se sorprendió.
—¡Ja, ja, ja! No. Claro que no… al peligro.
—¿Y por qué debería acostumbrarme al peligro?
—Porque, cuando una pueblerina como tú sale de su clan, acaba comprendiendo que le mundo exterior es peligroso.
La muchacha miró a su interlocutor con desconcierto. Sus palabras no la estaban ayudando lo más mínimo. En realidad, no hacían más que alimentar su miedo.
—Estáis acostumbrados a vivir dentro de unos límites muy definidos — siguió explicando—. Os sentís seguros, vivís rodeados por todo tipo de comodidades.
—No te creas —replicó.
—Desde luego, contáis con más comodidades que un pueblo nómada como el mío.
—En eso tienes toda la razón, ¡ja, ja, ja! —rio, recordando el improvisado campamento en las cavernas y el plato de lagarto con salsa de queso.
La muchacha enseguida mudó su expresión alegre en un gesto de preocupación y pensó para sus adentros «Peligro…».
—Vivir es estar en constante estado de alerta —reflexionó el Errante con el semblante serio, aunque extrañamente sereno.
Por un instante, el silencio se adueño del lugar mientras ambos contemplaban cómo el horizonte cambiaba de forma sin descanso. Escucharon el suave ulular del viento colándose entre la estructura metálica del invernadero y a los grillos chirriando en la lejanía. Lan reflexionó sobre su relación con el Secuestrador. Agradecía que sus diferencias se hubieran suavizado y le sorprendió que el chico pareciera estar disfrutando de su compañía. Por fin, se atrevió a romper el incómodo silencio formulando la pregunta que se había hecho desde el día en que se conocieron:
—¿Por qué me tocaste? —dijo, sin andarse con rodeos. Convirtió su rostro en una máscara para dejar claro que aquélla no era una pregunta que podía tomarse a la ligera.
El chico bajó la cabeza con aire pensativo, como tratando de encontrar las palabras adecuadas, y finalmente confesó:
—Por lo mismo que te he tocado hoy…
Lan lo miró con extrañeza, tratando de comprender los motivos por lo que un Errante se arriesgaría a desobedecer una de las reglas más estrictas de su pueblo.
—De todas formas… estabas muerta —aclaró.
—¡No estaba muerta! —reclamó ella.
—Claro que sí… —dijo apenado—. Estábamos llegando a Salvia y yo me había adelantado a la comitiva. Cuando la ruptura empezó a manifestarse, vi a un niño cerca del Límite Seguro de tu clan y entonces decidí acudir en su ayuda. Me las ingenié para salvarlo sin tocarlo, pero entonces apareciste tú…
Lan detectó amargura en sus palabras.
—Ivar quiso ir a tu encuentro, pero no podía permitírselo… Ni tú ni él habríais sobrevivido en ese bosque… Si os dejaba allí, las Partículas habrían devorado vuestra mente y después os habríais perdido para siempre. Por eso te agarré del brazo: para protegerte. No teníais nada que perder, ya estabais condenados. Aunque supusiera quebrantar las normas de los Caminantes, tenía que intentarlo —dijo, haciendo una breve pausa—. Y, si te digo la verdad, no tenía ni idea de lo que iba a suceder. ¡Nunca había tocado a nadie! No sabía si iba a provocarnos una muerte instantánea o si se trataría de un dolor intenso y progresivo que podía detener a tiempo, pero no tenía opción —recordó angustiado.
—Pero…
—Y hoy, en la ladera, sucedió exactamente lo mismo. ¿Crees que podría haberte dejado caer sin más, esperando que no te rompieras todo los huesos? No. Yo no soy así. No soy como ellos. No está en mi naturaleza. Era consciente de que, tendiéndote la mano, te estaba ofreciendo otro tipo de muerte muy distinta, pero aún tenía una posibilidad… tal vez la coraza aislaría esta dichosa maldición.
—¿Maldición?
—Bueno, para ser exactos, no tiene nada que ver con una maldición.
—No entiendo.
—Hay demasiadas cosas que no sabes de nosotros —suspiró—. Algunas de ellas, ni yo mismo las comprendo.
—No importa —se resignó la muchacha—. De todas formas… gracias.
El chico se sonrojó por primera vez. Nadie le había dado nunca las gracias de esa forma. Se sintió bien por dentro, como si tuviera la certeza de haber hecho lo correcto.
—Me has salvado la vida… —admitió Lan, mirando al infinito.
Silencio. Un largo silencio.
—…dos veces —añadió el Secuestrador.
La muchacha se giró y le dedicó una mueca, confirmando que había captado su ironía.
—En realidad, tres —corrigió.
—¿Tres?
—Sí, también me salvaste de los come-tierra. De no haber sido por ti, seguro que se me habrían zampado.
—¿Los come-tierra? ¡Ah! Te refieres a las
motas
del desierto. ¡Ja, ja, ja! Bueno, en realidad no fue tan difícil. Yo… sólo te encontré desmayada. Al escuchar el silbato de un pastor, mi
wimo
echó a correr en tu dirección. Además, esos pobres bichos no son tan peligrosos como parecen, créeme. Hay que evitar cruzarse en su camino, lo cual no es difícil, porque siempre aparecen unas marcas en el suelo antes de que salgan a la superficie.
—¡Vaya! —se sorprendió Lan—. Y yo que pensaba que te habías enzarzado en una encarnizada lucha contra esas bestias para salvarme de una muerte segura…
—Lo siento. Imagino que he roto el encanto, pero si prefieres imaginártelo así… ¡Ja, ja, ja! —rio divertido el Secuestrador.
Lan le respondió arqueando los ojos.
—¿Sabes? No es habitual que un Caminante salve la vida a una humana, pero ahora me siento orgulloso de ello. Creo que, con el tiempo, mi pueblo ha olvidado de dónde proviene.
—¿Y de dónde proviene?
—Es una larga historia.
La muchacha se mostró ansiosa por descubrir el origen de los Errantes.
—Vale, no tengo nada de sueño. Empieza —lo azuzó.
—Como desees. Es un cuento antiguo que nos relatan de niños para explicar nuestros orígenes y… la maldición.
Hummm… ¿Algo parecido a lo que me contó Naveen sobre una antigua civilización?
—Más o menos. Aunque, te lo advierto, los Caminantes somos la prueba viviente de que, por increíble que parezca, lo que te voy a relatar sucedió de verdad. —Se hizo el misterioso.
Lan se acomodó sobre una de las vigas y le prestó toda su atención.
—
Se cuenta que hace mucho, mucho tiempo, el Gran Linde, antes llamado «La Estrella», era un magnífico planeta repleto de dones y vida inteligente. Su cielo brillaba de tal manea que la luz de los astros palidecía ante su majestuosidad. Plantas, animales y humanos vivían en paz en un lugar hermoso que obtenían todo lo necesario para cobijarse y donde, aún más importante, no existían las rupturas
.
Lan abrió los ojos, completamente cautivada.
—
Sus avanzadas artes les habían proporcionado una calidad de vida sin igual, y sus naciones, custodiadas por solemnes reyes, se extendían de costa a costa de forma arrebatadora, tan extensas que la vista no alcanzaba a ver su final. Acantha era el nombre de la ciudad más prospera sobre la faz de La Estrella, y en ella habitaban los seres más sabios del planeta. Su rey, el poderoso Pyros, gobernaba con sabiduría aquella gran urbe, fomentando el desarrollo de las maestrías y técnicas más avanzadas. Se cuenta que eran capaces de comunicarse desde grandes distancias, que almacenaban pequeñas dosis de energía en contenedores tan diminutos como un pulgar, que sus edificios se elevaban hasta casi tocar el cielo y que podían desplazarse a grandes velocidades sobre robustos caballos de hierro. Muchos, incluso aseguran que dominaban las fuerzas de la naturaleza a su antojo y que podían provocar la lluvia, la nieve y el sol
.
Lan tomaba todas y cada una de las palabras del Errante como si se tratase de un regalo. Escuchaba la narración boquiabierta, como una niña que disfruta de los relatos de un Errante a la luz de las hogueras de Salvia.
—
Aquélla se había convertido en una era de paz y prosperidad, hasta que un buen día todo cambió. La Maldición se alimentó de la energía supurada por el corazón de La Estrella y condenó siempre a la humanidad. Se dice que los Caminantes provenimos de aquella ciudad y que fue allí donde se abrió la primera y más grande brecha que llamamos «La Herida». Ante la atónita mirada de sus habitantes, el centro de la ciudad de Acantha se resquebrajó violentamente, como si un enorme monstruo informe la estuviera devorando sin compasión desde el mismísimo núcleo. La mayor parte de los ciudadanos murieron en el mismo instante en que apareció el gigantesco agujero, pero unos pocos centenares lograron sobrevivir. De su interior surgió el caos. Una espesa nube de destellos planteados que maldijo a los pocos afortunados que aún permanecían con vida
.
Lan se tapó la boca asustada.
—¡Las Partículas! —exclamó.
El muchacho puso los ojos en blanco, odiaba que lo interrumpieran. Luego, se llevó el dedo índice a los labios para pedir silencio a su interlocutora.
Lan bajó la cabeza avergonzada, dispuesta a seguir escuchando el relato.
—
Mis antepasados huyeron despavoridos. Buscaron refugio en las ciudades más cercanas, pero éstas se encontraban en un estado deplorable, algunas incluso completamente devastadas. Tan sólo las urbes mejor preparadas habían logrado mantener con vida a unos pocos supervivientes
.
Entonces, el rey Pyros y sus ilustres súbditos analizaron la situación con detenimiento e intuyeron que los destellos, las Partículas, que surgían de La Herida eran más peligrosas que cualquier otra amenaza a la que se hubieran enfrentado nunca. Pronto comprendieron que presenciar el nacimiento de La Herida los había hecho inmunes a sus efectos, pero a su vez también los había convertido en seres malditos, en portadores del mal que podría infectar al resto de humanos sanos
—dijo en voz rota—.
No podían permitirlo, así que…
—¡¿Los mataron?! —exclamó Lan, rompiendo su promesa de silencio.
—No, claro que no —negó con la cabeza el muchacho—. Nos marcaron —desveló, mostrándole la estrella tatuada en el dorso de su mano.
—Pero eso es sólo un…
El Secuestrador reclamó silencio una vez más, y después prosiguió con su relato:
—
Nos marcaron con una estrella para que todo el mundo supiera que debían evitar el contacto físico con nosotros
.
El muchacho hizo una breve pausa. Aunque Lan no dijo nada, se sobrentendía lo mucho que sufría con aquella triste historia.
—
La Estrella
—continuó el joven—
había sido herida de muerte. Su corazón había enfermando y la superficie del planeta sufrió las consecuencias, estallando sus placas en cuentos de pedazos que empezaron a desplazarse sin orden ni concierto. Los síntomas se hicieron evidentes; al principio, aunque con menos frecuencia, se produjeron las rupturas de La Quietud, y con ello… la destrucción de la mayoría de civilizaciones. Antes de que fuera demasiado tarde, el rey ordenó a sus mejores maestros que desarrollaran un mapa capaz de descifrar los continuos desplazamientos y mostrar la forma cambiante de su querido planeta, sin otro fin que encontrar de nuevo la localización de La Herida para verter en su interior una cura que alcanzaría el mismísimo corazón de La Estrella… apagando los destellos para siempre
.
—¡¿Cura?! ¿Existe una cura? —celebró Lan con los ojos encendidos.
El chico le clavó la mirada, dándola por perdida, y después negó nuevamente con la cabeza.
—No. Sólo es algo que dice el relato —suspiró.
—Pero… ¿Cómo acaba la historia?
—Bueno, el final siempre me ha resultado un poco confuso —admitió, encogiéndose de hombros—. Dice que el rey se encerró dentro del mapa que los sabios habían creado, pero que murió sin ver cumplido su sueño.
—¿Dentro del mapa? Eso no tiene ningún sentido… —exclamó confusa, recordando el tamaño y la forma de la Esfera, el mapa que utilizaban los Errantes para caminar sobre el Linde…
—Ya te lo he dicho —insistió—, es sólo una historia.
Las esperanzas de Lan se disiparon.
—No le des más vueltas.
—Pero… pero… quizá sea algún tipo de, no sé, de pista.
—¿Pista? Vamos, pero ¿Qué pretendes? ¿Salvar el mundo? —bromeó—. Déjalo correr, de eso ya se ocupa mi padre —murmuró.
La muchacha rumió durante algunos segundos, tratando de elucubrar una teoría a la que aferrarse.
—¿De dónde habéis sacado la Esfera?
El Secuestrador arqueó una ceja, sorprendido ante la tenacidad de Lan.
—Hummm… creo que ha estado siempre con los Caminantes. La encontraron hace siglos en una especie de templo abandonado. No estoy muy seguro, eso es algo que sólo conocen el Guía y su séquito.
Lan agachó la cabeza decepcionada.
—Vamos, asumámoslo de una vez. El planeta está al borde del cataclismo y nosotros estamos presenciando sus últimos coletazos de vida. No podemos hacer nada para remediarlo.
—Eso… no puede ser cierto —negó con la cabeza—. Tiene… Tiene… ¡Tiene que haber una cura! Ellos la tenían. No… No es… ¡justo! —dijo al fin, cuando hubo encontrado la palabra exacta para describir su frustración.
—Lan, desgraciadamente, este mundo no es justo para nadie. Está lleno de peligros y sufrimiento, de odio, de destrucción, de cambios e imprevistos… de inestabilidad.
—Pero… Tenemos que…
—La vida es así, completamente injusta. Lo único que nos queda es comprender que, tarde o temprano, a todo le llega el final.
La muchacha no pudo reprimir su tristeza y derramó una sentida lágrima.
—No… —farfulló.
El chico miró a Lan, la idea de consolarla con un abrazo cruzó su mente como un relámpago. ¿En qué estaría pensando? Eso era imposible.
—Mi padre —continuó— está empecinado en encontrar una nueva cura. ¿Y sabes qué? Ha renegado de su pueblo y su familia para desarrollar algo completamente imposible —dijo, evidenciando aún cierto grado de rencor—. ¡Durante todos estos años no ha conseguido nada! Se ha limitado a cultivar plantas y a inventar toda clase de cosas inútiles. ¿Cómo va a encontrar una solución un solo hombre, sin medios y en precarias condiciones, si ni siquiera una civilización superior a la nuestra fue capaz de ello? —expresó airado.