—Cierto.
Naveen carraspeó disimuladamente con intención de interrumpir su interesante conversación y después se dirigió a la muchacha:
—Lan, debo volver a la ciudad —se excusó—. Espero que nos veamos esta noche.
—Por supuesto que sí —le respondió el viejo—. Yo mismo me encargaré de llevar a esta señorita a Las Aspas.
La muchacha supo al instante que ambos se respetaban mutuamente. Por algún motivo que no alcanzaba a comprender, aquel pueblo tenía muy en cuenta a El Verde y su ayudante.
Recorriendo el lugar hasta subir al piso de arriba. A la muchacha le pareció que la luz dorada que entraba por los paneles de ámbar convertía aquel simple jardín en todo un paraíso. No le dio tiempo a contemplar con detenimiento cada una de las estancias, pero aquella visita le produjo una primera impresión inmejorable.
—Ya hemos llegado —dijo Embo, frotándose las manos nuevamente—. Creo que El Verde se llevará una buena sorpresa.
Pero, al entrar, la sorpresa se la llevó Lan. ¿Qué demonios hacía allí el Secuestrador?
—Mezvan ha cumplido con su promesa señor. Nos ha enviado una trabajadora mucho antes de lo previsto. —El Verde, que se encontraba conversando con el Errante, se giró, interesado en las palabras de Embo—. Y, como puede ver, no es una rundarita.
Tanto la muchacha como su nuevo jefe se quedaron sin habla. Al mismo tiempo, el Secuestrador la observó incrédulo.
—No creo que eso importe. Yo tampoco pertenezco a este lugar —dijo al final.
Aunque la piel de aquel hombre poseía algunos rasgos de los habitantes de Rundaris, saltaba a la vista que no era uno de ellos.
—Bienvenida a nuestro invernadero. Espero que sepas algo sobre plantas… o acabarás aborreciéndolas —bromeó.
Lan se percató de que su interlocutor no le había ofrecido la mano. ¿Sería también un Errante o simplemente un maleducado?
—No se preocupe, señor. Me encantan las plantas —contestó ella.
El hombre avanzó un par de pasos y la escrutó de cerca, como quien se asegura de que la nueva mercancía que acaba de adquirir se encuentra en buen estado.
—Puedes dirigirte a mí como prefieras, aunque aquí todos me conocen como El Verde… Del mismo modo, dejo a tu elección el nombre de mi hijo.
¡¿Hijo?!, exclamó Lan para sus adentros.
—Padre —se adelantó el chico—, Lan y yo… ya nos conocemos.
—¡Vaya! ¿En serio? —se sorprendió.
—Sí. De hecho, nos ha acompañado durante todo el trayecto.
—Entonces perfecto —celebró—, así no le resultará tan duro habituarse a este lugar.
¿Qué quería decir El Verde con eso? ¿Acaso estaba insinuando que iba a tener que vivir con el Secuestrador? No. De ninguna manera.
—Espero que os llevéis bien. Vais a pasar algún tiempo juntos.
—Yo… —dudó Lan.
—No te preocupes, mi hijo es un buen chico. Además, no creo que los Caminantes prolonguen demasiado su estancia en la ciudad; tal vez dos o tres semanas.
Casi un mes con ese chico. Lan no estaba segura de poder soportarlo.
—Rundaris es un clan muy grande —dijo el Secuestrador—, así que aprovechemos para descansar y abastecernos tanto como nos es posible.
—Y siempre se agradece la visita de un hijo —añadió El Verde…
La muchacha se preguntó cómo era posible que aquel hombre fuera el padre del Secuestrador; en este caso, también tendría que ser un Errante.
—El sol se está poniendo, más vale que Embo te enseñe las instalaciones mañana. Te alojarás aquí, con nosotros. ¡Y prepárate para trabajar duro! —exclamó, lleno de energía.
—Antes contábamos con más ayudantes —explicó el viejo—, pero las constantes rupturas de la Quietud han desplazado la mano de obra para reforzar los canales de magma. Además, nuestros últimos aprendices no salieron bien parados: uno aborreció el trabajo, el otro sufrió un aparatoso accidente y el tercero… bueno, sencillamente era un zopenco.
A Lan le chocó la sinceridad de Embo.
—Vamos, no seas tan cruel —le regaño El Verde—. Era un buen muchacho, pero no estaba hecho para este lugar; le daban miedo las alturas.
«¿Alturas? —se preguntó Lan—. ¿Qué tendrán que ver las alturas con regar plantas?», pensó.
—Bueno, basta de cháchara. Los Caminantes de la Estrella han llegado a Rundaris y estoy deseando dar un fuerte abrazo a algunos de mis viejos amigos.
—¿Un abrazo? —pensó la muchacha en voz alta, arrepintiéndose al instante.
—Claro, yo también soy un Caminante.
—Pero… —dijo, mientras descubría la estrella tatuada en el dorso de su mano.
—No te dejes engañar por el color de mi piel. Como la superficie del Linde, todo el mundo cambia en Rundaris.
Lan y el Secuestrador intercambiaron una última mirada. Como si estuvieran sellando un pacto de silencio en el que los dos se comprometían a dejar atrás todo lo ocurrido. Aunque sólo fuera por unos pocos días, si tenían que compartir techo más les valía llevarse bien.
Las Aspas
A
l caer la noche, Lan y el Secuestrador bajaron a la ciudad acompañados por El Verde y su ayudante. Las Aspas se encontraban en el extrarradio de Rundaris, así que antes tuvieron que recorrer algunas de sus calles principales.
La muchacha seguía contemplando con incredulidad el agitado ritmo de vida de aquella gente. Los habitantes de Salvia daban largos paseos nocturnos, se saludaban los unos a los otros mientras disfrutaban del chirrido de los grillos; sin embargo, allí todos parecían tener prisa, se ignoraban de forma consciente y era completamente imposible identificar ningún otro sonido que no proviniera del bullicio de sus calles. Sólo unos pocos se detenían para degustar la comida que se servía en los puestecillos ambulantes; demasiado mugrientos para el gusto de Lan, aunque debía reconocer que el delicioso olor que desprendían lograba que su estómago rugiera con fuerza.
La muchacha se preguntaba se sería capaz de acostumbrarse a todo aquel ajetreo, por lo menos hasta que se le ocurriera un buen plan para encontrar a su madre.
Una vez dejaron atrás la ciudad, llegaron a la falda de una montaña negra cubierta por regueros de lava solidificada y numerosas columnas de vapor.
—¿Esto es Las Aspas?
—¡Oh, por supuesto que no! —respondió Embo, dirigiéndose a una abertura que los conducía bajo tierra—. Vamos, no tengas miedo. Sólo son túneles de lava.
«Eso no suena nada bien», pensó la muchacha mientras descendía. En el interior encontró un entramado de túneles iluminados por una especie de cristales incrustados en la pared.
—El magma genera estos conductos cuando sale a flote para convertirse en lava.
—¡Glups!
—No tienes de qué preocuparte, estos túneles ya están sellados.
—¿Seguro?
—Segurísimo —rio—, es imposible que el magma fluya de nuevo por aquí.
Lan confiaba en aquel anciano larguirucho, pero tenía claro que, en caso de romperse la Quietud, aquél sería el último lugar donde se pondría a salvo. Después, se percató de que el Secuestrador no le quitaba ojo de encima, y que, de vez en cuando, se le dibujaba una sonrisa burlona en su rostro, como si estuviera disfrutando con todas y cada una de sus demostraciones de ignorancia.
—¿Y qué son esos cristales? —preguntó maravillada, mientras acariciaba una de sus superficies pulidas.
El Verde dio un paso al frente y se entrometió en la conversación.
—Es «cuarzo candil» —dijo.
—¿Cuarzo?
—Aunque ahora estos conductos sean vías muertas, aún existen numerosos canales subterráneos que transportan lava —explicó—, por eso hace tanto calor aquí dentro.
—Pero ¿por qué brillan?
—Porque esas piedras transforman el calor en luz.
Lan reflexionó sobre lo que el padre del Secuestrador acababa de explicarle y lamentó que en su clan no tuvieran ese mineral. Al caminar junto a El Verde pudo observarlo con más detenimiento. Le pareció interesante que el hombre no vistiera la típica indumentaria Errante; en su lugar llevaba una larga casaca entallada, de buen tejido aunque algo gastado, y unas botas altas de suela fina que apenas hacían ruido al caminar. Ahora que sabía que se trataba del padre del Secuestrador, les encontró enseguida el parecido. Era difícil definir su edad con esa piel tan seca y una mirada tan profunda como esquiva.
—¿Quieres decir que son capaces de rebajar la temperatura y además se encargan de iluminar estos pasillos? —continuó la conversación Lan.
—Así es, de no ser por ellos… esto sería un horno.
—Entonces, ¿estamos rodeados por pasillos de lava y balsas de magma? —quiso asegurarse. Estaba cada vez más asustada.
—Exacto.
Al percibir su miedo, el chico se adelantó y respondió:
—No tienes nada que temer, este lugar está reforzado por numerosos cortafuegos. Mezvan se ha encargado de reconstruir la mayoría del caudal hacia el río.
Al principio, a Lan le sorprendió que el Errante le dirigiera la palabra, pero después lo tomó como un gesto de cortesía, como si se esforzara para limar asperezas. Aun así, no se le había escapado que el chico le había contestado con cierto grado de arrogancia, como si se hubiera visto obligado a explicarle algo evidente.
—Gracias —dijo la muchacha, dedicándole una mirada recelosa—. Pero ¿desde cuándo tiene río Rundaris? —Preguntó de nuevo, esta vez dirigiéndose intencionalmente a El Verde para evitar a su hijo.
—Es un río de lava —especificó éste—. La estabilidad ha brindado a esta ciudad la ocasión de desarrollar una tecnología basada en el calor del volcán y, sobre todo, la fuerza del vapor. Gracias a ella, hemos conseguido canalizar el magma y convertirlo en una valiosa fuente de energía.
Lan lo miró confusa. Nuevamente, todo aquello escapaba a su entendimiento.
—En efecto, disponemos de toda clase de artilugios que simplifican nuestras vidas —añadió Embo—. ¿Cómo crees, si no, que hemos podido prosperar de esta forma? ¿Tienes idea de lo que tardaríamos en construir un solo edificio sin la ayuda de esos artefactos? ¡Controlar la fuerza del volcán ha supuesto un gran avance!
La muchacha pensó que aquella gente había conseguido salir airosa de una situación realmente complicada. Cualquiera habría dicho que vivir al pie de un volcán era un obstáculo difícilmente superable, pero ellos habían logrado que la misma temperatura que les dificultaba la vida se convirtiera en la solución a todos sus problemas.
Recorrieron el túnel durante algunos minutos más. El Secuestrador caminaba junto a su padre; sin pretenderlo, su silueta atlética y perfecta coordinación de movimientos destacaba entre el resto de transeúntes. Antes, Lan consideraba a los Errantes el ideal de belleza, pero ahora que conocía su secreto le repateaba el sentimiento de admiración que le seguía despertando la ligereza con que se desenvolvían. Empezaba a echar de menos la robustez de su amigo Nao y la torpeza de Mona. De alguna manera, los defectos de sus amigos los hacían más humanos y, por lo tanto, más dignos de confianza.
—¿Existen más túneles como éste?
—Sí. Pero, por su situación, sólo los utilizamos para llegar a Las Aspas.
A Lan le pareció extraño que para acceder a ese lugar tuvieran que cruzar la montaña a través de aquellas galerías subterráneas; sin embargo, tras haber conocido el invernadero y el resto de la ciudad, sabía que en Rundaris nada podía considerarse normal.
—Vamos, los Intocables estarán por llegar y no creo que queramos perdernos su discurso —les apremió Embo.
Lan pensó en las palabras del anciano y luego llegó a la conclusión de que, probablemente, los Errantes volverían a explicar lo mismo que en Salvia: que la Herida estaba empeorando, que las rupturas eran cada vez más fuertes y el mundo se estaba descomponiendo. «Seguro que el Secuestrador disfrutará de lo lindo», se dijo, maldiciendo la actitud pesimista de la que hizo gala en la caverna. «Asumámoslo de una vez: ya nada importa. El mundo se está muriendo y nosotros desapareceremos con él», recordó sus palabras con tristeza.
—¿Qué te ocurre, jovencita? Estás muy rara —se interesó El Verde…
—Nada. No es… nada —dijo, restándole importancia.
Al salir del túnel, apareció un enorme cráter en forma de cono invertido, rodeado por inmensos molinos de cuarzo candil.
—Pero… ¿Qué es esto?
—Las Aspas —dijo orgulloso el anciano.
—Es impresionante.
Embo sonrió, tomándose aquello como un cumplido.
Las Aspas era un lugar hermoso. Aquel cráter de considerables dimensiones se había adaptado para que la gente pudiera sentarse en una especia de gradas, dejando libre la arena del centro para los actos que merecieran su atención. Asimismo, a Lan le pareció de lo más curioso que las aspas de los molinos brillaran con el calor que desprendía la montaña, iluminando el lugar con un mar de colores relajantes que iban y venían con cada uno de sus giros.
—Entonces, ¿Las Aspas es un generador?
—¡Oh, no! —dijo Embo—. Los molinos recogen el calor y lo convierten en luz, son una especie de farolas. También recargan las piedras de cuarzo candil que después utilizamos para iluminar nuestra ciudad —explicó de forma apasionada—, pero no almacenamos ningún tipo de energía. El generador al que te refieres está en otro lugar. Si tienes suerte, es posible que esta noche puedas verlo en funcionamiento —dijo, haciéndose el misterioso mientras arqueaba cómicamente las cejas.
—Eh… sí, estoy ansiosa —le correspondió ella, temiendo desilusionarlo.
—Vamos, los Intocables están por llegar —dijo entusiasmado—. Cojamos un buen sitio antes de que no tengamos dónde sentarnos.
Lan siguió a Embo, que estaba emocionado como un niño, pero, al introducirse en la muchedumbre, se dio cuenta de que ni El Verde ni el Secuestrador los habían seguido.
Aunque se giró para buscarlos con la mirada, fue incapaz de encontrarlos. Parecían haberse esfumado. Luego siguió escrutando las gradas hasta que por fin consiguió distinguir sus altísimas siluetas ocultas tras el gentío. Se habían resguardado lejos de la multitud para evitar cualquier contacto desafortunado con los rundaritas. En ese mismo instante, Lan comprendió lo que significaba ser un Errante. La soledad a la que debían enfrentarse en situaciones tan cotidianas como una simple reunión. Debía de ser muy duro convivir con aquella maldición. No poder tocar a nadie era algo difícil de controlar en un lugar tan bullicioso como Las Aspas.