El clima era cada vez más templado, en detrimento del bosque de hielo, que cada vez era más pequeño. Por un lado, eso les hacía más sencillo tolerar el frío, pero por el otro se veían obligados a acercarse peligrosamente el uno al otro.
Era conscientes de que el plan no había salido exactamente como estaba previsto y que era más que probable que murieran en apenas unas horas; engullidos por el oleaje o a causa del intenso sol, empeñado en derretir su navío, pero el Secuestrador aún no se daba por vencido y seguía mirando a lo lejos, en busca de una costa cercana a la que dirigirse.
—¡Pájaros!
Lan despertó, mostrándose completamente desorientada.
—¿Qué sucede? ¿Qué son esos gritos? —se quejó, segundos antes de recordar que se encontraba al filo de la muerte en alta mar.
—¡Pájaros! ¡Hay pájaros! —siguió celebrando el muchacho.
La chica intercambió una fugaz mirada con su compañero y luego comprendió: los pájaros no suelen alejarse de los clanes.
—Quieres decir que… ¿hay tierra firme?
—Sí. Aquí, en alguna parte. Sólo tenemos que resistir y dejarnos llevar por la corriente —la animó.
Pasaron el resto del día esperando alcanzar la playa, pero ésta seguía sin aparecer. Además, se había levantado una espesa bruma que dificultaba distinguir lo que había a su alrededor.
«La balsa no aguantará hasta el anochecer», pensó el muchacho. Aunque ahora que había subido la temperatura podían permitirse prescindir de la ropa de abrigo, el bosque de hielo se había derretido hasta el punto que sólo podían sentarse el uno junto al otro, dejando apenas un par de palmos de separación.
Sin mediar palabra, el Secuestrador se puso en pie y se lanzó al agua.
—¡Pero qué haces! —se asustó Lan.
—No te preocupes.
—¡Claro que me preocupo! Vuelve a subir, aún podemos…
—Si vuelvo ahí arriba, tarde o temprano acabaré por tocarte y te haré daño, puede que incluso te mate. No pienso arriesgarme.
—Pero… el agua está helada. ¡Y no has comido nada desde ayer! No resistirás durante mucho tiempo. —Quiso hacerlo entrar en razón.
—Los Errantes podemos pasar varios días sin comer, y el agua helada no nos afecta lo más mínimo —mintió descaradamente mientras tiritaba.
Una ola ladeó la placa de hielo, obligando a la joven a sentarse de rodillas para mantener el equilibrio. Si aumentaba el oleaje, no tardaría mucho en acompañar al Errante. Se aferró a las escasas pertenencias que les quedaban y cerró los ojos tratando de conservar la calma. Deseaba con todas sus fuerzas que la costa se abriera paso entre la bruma para que aquella pesadilla terminara de una vez.
Y entonces oyó el graznido de un pájaro en la distancia. Estaban cerca. Muy cerca.
Lan sonrió, se giró hacia el chico para darle la noticia y… había desaparecido.
—¡¿Dónde estás?! —gritó aterrada—. Vamos, ¿Dónde estás?
Lan no tenía fuerzas para seguir gritando, ni tampoco un nombre por el que llamarlo. Desesperada, dio algunos manotazos al agua. Entró en pánico, su respiración se volvió entrecortada y presintió que iba a desmayarse de un momento a otro. Estaba dispuesta a tirarse al mar cuando, entre la bruma, se abrió paso una silueta oscura. Creyó que la muerte venía a por ella, pero cuando la vio de cerca se dio cuenta de que se trataba de una figura humana. Sintió que la arrastraban hasta la orilla y una vez allí, la muchacha no alcanzó a ver más que dos diminutos ojos rodeados por una tupida mata de pelos gris.
Sentía la arena húmeda bajo su cuerpo. Alivio. De inmediato, pensó en el Errante y lo buscó desesperadamente a su alrededor.
La silueta se había descubierto como un hombre de barriga incipiente y patillas pobladas que ahora se dirigía a auxiliar a un cuerpo que flotaba inanimado en la orilla.
—¡¡¡Nooo!!! —chilló Lan con todas sus fuerzas.
El hombre no se detuvo.
—¡Es un Caminante! ¡No lo toque! —le advirtió.
Justo cuando iba a entrar en contacto con el cuerpo del muchacho, su salvador dio un paso atrás y trastabilló, hundiendo su trasero en la arena.
—¿Qué? ¡No es posible! —exclamó estupefacto.
—Es un… Errante… es un… un… un…
Y Lan perdió el conocimiento.
***
Cuando despertó estaba completamente seca y no había no rastros de arena. Seguía viva. Rápidamente, buscó al muchacho y se sintió aliviada al descubrirlo durmiendo plácidamente sobre un grueso colchón.
Lan se llevó las manos a la frente, tenía un intenso dolor de cabeza, tal vez incluso algo de fiebre. Trató de ponerse en pie; había recobrado las fuerzas, aunque se movía como un pato.
Miró a su alrededor y comprendió que el hombre los había refugiado en su casa.
—¿Estás despierta? —preguntó una voz.
La muchacha reconoció la figura de su salvador y le dio las gracias con la mirada. El hombre no parecía buscar ningún tipo de reconocimiento, sólo quería dejar de preocuparse por ellos.
—No quiero ni pensar por lo que habéis pasado… —lamentó—. Tendríais que comer algo.
El estómago de Lan se avanzó a su contestación y emitió un sonoro gruñido.
El hombre rio en voz baja y luego se dirigió a la cocina.
—¿Cuánto rato hemos dormido? —preguntó Lan, sentándose en una silla de rafia remendada.
—No demasiado —dijo, sacando del horno una bandeja repleta de galletas—. Tal vez un par de horas.
La muchacha lo miró de arriba abajo, sopesando si debía o no confiar en él. Vestía de forma extravagante, como si se hubiera confeccionado la ropa con retales de otras piezas, y su casa estaba recargada hasta los topes de objetos traídos por la corriente.
El Secuestrador, que se había despertado con el sonido de sus voces, entró en la habitación también algo aturdido.
—¡Lan! Estás bien… —celebró con un hilo de voz.
La chica asintió y lo escrutó durante unos segundos. Tenía un aspecto realmente demacrado, aunque no parecía lastimado. La muchacha consideró verdaderamente heroico lo que había hecho por ella, aunque esta vez no le iba a recordar que había vuelto a salvarle la vida, por si se le subía demasiado a la cabeza.
—¡Oh! —Se emocionó el hombre, haciéndole una torpe reverencia—. Espero que mi humilde morada le haya parecido lo suficientemente confortable.
—Por supuesto. Muchas gracias por rescatarnos.
—Aún están algo caliente, pero ya podéis coméroslas —les ofreció un cuenco con galletas.
El Secuestrado y la muchacha no lo dudaron ni un instante y empezaron a engullirlas, casi sin masticar.
—Resultan un poco… difíciles de tragar, pero tienen mucho alimento. Son ideales para reponer fuerzas —les explicó, acercándoles un vaso de agua.
Lan seguía devorándolas una tras otra.
—No te preocupes, están… bien. Quizá un poco saladas.
El Errante tenía la boca llena, pero también intentó decir algo:
—Gracias, están… ¡cof!, ¡cof! —se atragantó—. Deli… ¡cof! Deliciosas.
Lan lo miró pensativa. El muchacho permanecía apoyado en el marco de una ventana, con el morral de su padre colgando del hombro. Daba largos tragos para hacer que aquella pasta seca y salada no se le atragantara de nuevo, y se le notaba desfallecido, incluso algo pálido. La muchacha pensó que, en aquel instante, el Caminante hubiera podido pasar por un simple salviano o por un joven trabajador de cualquier otro clan después de un agotador día de trabajo. Su aura mística parecía haberse atenuado.
El hombre rio satisfecho y después dijo:
—Son galletas de grasa de pescado. Aquí se aprovecha todo.
—¿Pescado? —se sorprendió Lan.
—Vivimos en la costa, por lo tanto, nos alimentamos de animales marinos.
A la muchacha le pareció de lo más lógico.
—No tengáis prisa. Las he hecho especialmente para vosotros, podéis comer tantas como queráis.
El chico alcanzó dos galletas más y siguió tragando, sin saborearlas demasiado, mientras contemplaba el paisaje por la ventana.
—¿Dónde estamos exactamente?
—En las baldías tierras de Unala —desveló—. Hacía tiempo que no teníamos el honor de recibir a un Hijo del Linde —dijo, refiriéndose respetuosamente a su condición de Errante.
El muchacho reflexionó sobre todo lo que aquello significaba. De alguna manera, ahora representaba a su pueblo. El mismo al que acababa de traicionar.
Se oyó el suave tintineo de unas campanillas al otro lado de la puerta.
—¡Oh! Unala ya está aquí —se alegró—. He enviado a mi mujer a buscarla.
El hombre les pidió que lo siguiera y rápidamente se dirigió a la puerta de entrada. Una vez fuera, Lan y el Secuestrador descubrieron un pueblo repleto de cabañas construidas con desechos e invadidas por la arena.
Aquél era una clan de lo más extraño, todo estaba destartalado y parecía que fuera a derrumbarse de un momento a otro. Las casas se sostenían gracias a hierros oxidados, cuerdas tan viejas que a punto estaban de ceder y piedras de todos los tamaños amontonadas de forma improvisada. Como el vestuario de sus habitante, aquella cuidad parecía estar construida con retazos reaprovechados de otros clanes. Resultaba de lo más sencillo encontrar una puerta de estilo rundarita cubriendo parte de un tejado, o cajas de mercancías salvianas apiladas por firmar una escalera. Era un lugar alzado con toda clase de desperdicios, de aspecto decadente, aunque extrañamente acogedor.
—Quizá no sea el pueblo más bonito del Linde, pero estamos orgullosos de haber levantado esta ciudad a partir de los tesoros que nos ofrece el mar —dijo la dulce voz de una mujer.
Una especie de carromato de tres ruedas tirado por un hombre se había detenido frente a la casa; poseía una estructura muy endeble, fabricada con restos de metales retorcidos y decorada con racimos de campanillas igual de maltrechas. El vehículo tenía dos pisos. En el inferior, había un pequeño banco de aspecto claramente incómodo y en el superior, sobre el techo, se encontraba asegurado el sillón de mimbre que ocupaba una dama de ojos enorme y larguísimas piernas.
—Unala, aquí están nuestros invitados. Espero que la ciudad les ofrezca cobijo y cuanto necesiten.
La mujer se incorporó y bajó con agilidad del carro.
—Por supuesto que sí, Obán. Hacía años que no nos visitaba un Hijo del Linde —se dirigió al muchacho, sin quitarle el ojo de encima.
Era una mujer joven muy alta, incluso más que el Errante, de piel cuidada y ojos luminosos; tenía el cabello oscuro y llevaba un larguísimo vestido que acababa en una falda de gasa de incontables piezas. Parecía que hubiera tejido los doseles de la aurora boreal y se hubiera hecho un atuendo acorde a su posición. Llevaba todo tipo de adornos y colgantes, aunque la mayoría eran conchas de mar y toda clase de baratijas estropeadas; pequeños tesoros reciclados que alguien se había encargado de convertir en abalorios. Tenía los dedos largos y una llamativa silueta. Sus anchas caderas se contorneaban seguramente de un lado a otro mientras su melena se ondeaba con la brisa. Por todo ello, Lan pensó que su belleza podría confundirse fácilmente con los rasgos de una Caminante de la Estrella.
—Vuestro clan no se ha cruzado en nuestro camino desde hace mucho tiempo —dijo el Secuestrador—. Apenas recuerdo este lugar. Debía de ser un niño.
La mujer se le acercó tanto que parecía que iba a tocarlo, aunque, por supuesto, nunca se le habría ocurrido tal osadía.
—Sí. Es una lástima.
Lan se sintió ignorada. Entendía que en un lugar como ése el Errante fuera algo realmente llamativo, pero Unala ni siquiera le había dedicado una mirada.
—Estaban varados en la orilla. Al chico tuve que sacarlo con una cuerda para no tocarlo —explicó el hombre.
—Bien hecho. Desde luego, eres nuestro mejor pescador de tesoros.
«Pescador de tesoros», repitió Lan para sus adentros.
—Gracias, matriarca.
La muchacha confirmó al fin sus sospechas. Aquella elegante mujer era la líder del clan.
—Bien. Esta noche os prepararemos un recibimiento como es debido. No tenéis de qué preocuparos, cuidaremos de vosotros como si fuerais nuestros propios hijos.
El muchacho asintió sin demasiado énfasis. Necesitaba descansar, estaba desfallecido.
—Encárgate de la chica —se refirió por primera vez a ella—. Él vendrá conmigo —señaló al Secuestrador.
—¿Qué? —se sorprendió Lan.
—No te preocupes, estará bien —quiso calmarla Obán.
La muchacha no tenía fuerzas para reclamar nada. Además, el Errante no opuso resistencia a subirse en aquel carro destartalado. La chica reflexionó por un instante y se sorprendió de lo que estaba sucediéndole realmente: ¿tenía celos de aquella mujer? ¿De su delicada forma de moverse y de su encantadora voz? Aunque sabía que, como ella, no podía tocarlo, sentía un extraño nudo en el estómago que era incapaz de controlar. No quería separarse del Secuestrador. De su Secuestrador. Tanto sol debía de haberla trastocado, pensó.
Las campanillas sonaron de nuevo y vio alejarse al muchacho, que se despidió de ella con un distinguido gesto de cabeza.
Se había ido, dejándola completamente abandonada. Se sintió discriminada: la trataban diferente por no ser una Errante. Lan agachó la cabeza con resignación y luego siguió al hombro hasta el interior de su ruinosa cabaña.
—Necesitas descasar, pero antes deja que mis hijas te den un buen baño.
De improvisto, una mujer de rostro afable y cabello enmarañado la agarró de la mano y le indicó con la mirada que la siguiera escaleras arriba.
La llevó hasta el rellano del piso superior y entonces Lan contempló, indefensa, cómo aquella mujer la desvestía con cuidado para después llevarse la ropa sucia en un cesto, dejándola únicamente con una minúscula toalla con la que cubrirse.
La mujer entró en un cuarto del que surgía un terrible alboroto. Sin duda, las hijas de Obán.
Lan por fin se decidió a entrar y descubrió una estancia de madera con el techo inclinado, en cuyo centro descansaba una amplía tina de barro repleta de agua.
—¡Ohhhhhh! —Se emocionaron las niñas al ver a la muchacha tapándose a duras penas con el paño.
—Qué guapaaa. —bisbiseó una de ellas.
La joven se sonrojó, estaba muerta de vergüenza.
—Entra —la invitó la mayor.
—¡Está muy calentita!
—¡Vamos
endta
!
Endtaaa…
—dijo la más pequeña, revelando una sonrisa mellada por la que se le escapa el aire.