La mujer le ofreció la mano par que se introdujera en la bañera sin resbalar y Lan por fin se relajó. Al sentir el agua caliente acariciando su cuerpo, se volatilizaron todas sus preocupaciones y olvidó el pudor. Movió los dedos de los pies para comprobar que no había perdido ninguno y sintió cómo, poco a poco, sus miembros entumecidos volvían a la vida lentamente.
Las tres niñas seguían riendo divertidas a su alrededor. Le echaban cazos de agua caliente en la cabeza sobre los hombros; con cuidado, tal y como su madre les había enseñado.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la mayor.
—Lan.
—¿
y cuándtos años tdienes
? ¿Habéis llegado nadando?
—Ehhh… —Quiso contestar la muchacha.
—¿Has visto peces? —la interrumpió la otra—. ¿Y
manaos
? Mi padre una vez pescó uno que tenía la boca asíííííí de grande —dijo, estirándose los labios tanto como pudo con los dedos.
Sus hermanas se rieron a mandíbula batiente y entonces Lan comprendió que se había convertido en el juguete nuevo de las pequeñas.
—¿Y vosotras cómo os llamáis? —se animó a seguirles la corriente.
—Yo soy Alian.
—Yo Tali.
—Y yo Nali… pero me puedes llamar Nal, que así es más corto — apuntó—. ¿Te puedo llamar La? ¿Tu amigo cómo se llama? ¿Se muerde las uñas?
Lan quiso contestarle, pero las preguntas le llegaban por triplicado y se le hacía imposible seguir una única conversación.
—Yo
tengo
un gato —dijo la más pequeña, sin venir a cuento—. ¿Quierdes verlos? ¿Mamá puedo
traer
a Piltrafa para que lo vea? ¿Puedo? ¿Puedo? ¿Puedooo?
—¿Tú tienes mascota?
—¿Has volado alguna vez atada a un pájaro gigante?
Las niñas no dejaban de dispararle preguntas sin darle tiempo a responder, pero Lan no se dejó agobiar, el agua había relajado sus músculos y calmado sus nervios eficientemente.
—Disculpa a las niñas —se excusó la mujer—. Son muy curiosas. Nunca habían conocido a alguien ajeno al pueblo.
—¿Cuántos hijos tienes? —continuaron preguntándole.
—¿Hijos? —se sonrojó la muchacha.
La mujer detectó su sorpresa y por fin tomó cartas en el asunto.
—¡Niñas! —las reprendió con dulzura—. Ya está bien de atosigar a nuestra invitada. Vamos, traedle ropa limpia y dejadla descansar un ratito.
Y acto seguido salieron pitando de la estancia, formando un entrañable alboroto con sus risas.
—Discúlpalas de nuevo. Son muy jóvenes, y como han visto que ya tienes cuerpo de mujer han pensado que tú y el muchacho eráis pareja. Me consta que eso es algo imposible, pero… ellas lo ven normal. En nuestro clan las mujeres nos casamos muy pronto. Además, también es la primera vez que conocen a un hijo del Linde y no saben lo que eso significa —suspiró—. Bien, voy a dejarte un rato a solas para que te asees con tranquilidad. Tómate tu tiempo.
Tras agradecerle su hospitalidad, Lan observó a la mujer marcharse sin hacer apenas ruido y decidió seguir su consejo. La muchacha se estiró todo lo larga que era dentro de la tina de agua y después miró fijamente al techo, el que colgaban todo tipo de cachivaches.
«¿Hijos?», recordó azorada, zambullendo la cabeza en el agua.
Al caer la noche le llevaron a la sala donde se había congregado la práctica totalidad de los habitantes el clan. Era un espacio diáfano repleto de pilas de tesoros arrastrados por la marea y aún pendientes de ser clasificados. En el centro, había numerosas mesas colmadas de comida y bebida.
Lan entró en la estancia de la mano de dos de las niñas que la habían lavado y de un grupo de chiquillos escandalosos que no dejaban de jugar a su alrededor. Su cabello recién lavado se había ondulado ligeramente y en él destellaban algunos abalorios de cristal que las pequeñas habían insistido en colgarle. Llevaba un sencillo vestido de gasa del color del mar y unos zapatos muy ligeros. Después de aquel relajante baño y vistiendo unas telas tan suaves, Lan se sentía completamente renovada, como si estuviera en un sueño.
Al Errante no le pasó por alto su entrada. La miró embelesado. Estaba preciosa. Sus ojos del color del sol lucían como nunca antes lo habían hecho, sus labios enmarcaban ahora una sonrisa perfecta y aquel vestido resaltaba con gracia todos y cada uno de sus movimientos, acentuando su esbelta silueta. Turbado, apartó la vista a un lado para controlar sus emociones. Por unos instantes, había olvidado dónde se encontraba e incluso quién era.
Aquel sentimiento de apego hacia ella, la necesidad de protegerla, volvía a aparecer cada vez con más frecuencia y temió que lo que en un principio había atribuido a las continuas situaciones de peligro a las que se habían visto expuesto pudieran derivar en algo más. Confuso, decidió sacar de su cabeza cuanto antes todos aquellos pensamientos. Bebió un único trago del fuerte licor que le habían servido y la quemazón que le bajó por la garganta le corroyó las entrañas, devolviéndolo rápidamente a la cruda realidad. El dolor había conseguido distraerlo por un momento, pero sabía que aquello no iba a terminar ahí.
Lan se sentía abrumada por la amabilidad de toda aquella gente, aunque odiaba el acecho constante al que se veía sometida. Todo el mundo quería conocerla, regalarle cosas y hacerle las mismas preguntas. Todos sentían curiosidad por la acompañante del Hijo del Linde…
Los hombres les presentaban a sus familias, las mujeres le ofrecían comida y bebida. Los niños la acorralaban y se quedaban mirándola con ojos expectante, como si fuera otro de los extraños animales marinos que sus padres capturaban en la costa.
Era una reunión de lo más entretenida, pero incluso rodeada de gente dispuesta a prestarle todo tipo de atenciones, Lan se sentía sola.
Miró a lo lejos al misterioso chico sin nombre.
La matriarca no lo había abandonado ni un instante. Tras presentarlo a algunas personas de confianza, lo había situado a su derecha y lo mantenía entretenido en todo momento. Parecía muy interesada en cualquier cosa que el muchacho tuviera que decir y se aproximaba más de lo que alguien en su sano juicio se acercaría a un Caminante de la Estrella.
Incluso de lejos, aquella mujer seguía resultando realmente bella, y, al parecer, muy capaz de dirigir a todo un clan. Allí todo giraba a su alrededor. Lan se sintió desplazada; desde que Unala se presentó en la cabaña no había podido volver a hablar con el Errante y le pareció que él estaba tan entretenido con su anfitriona que ni siquiera se había percatado de su llegada.
«
¿Va todo bien?
». Escuchó como un susurró, sobresaltándose al oír la voz del Secuestrador.
Aunque aquélla no fuera la primera vez que lo hacía, Lan no lograba acostumbrarse a esa extraña capacidad que tenía de hablarle a distancia. Intentó disimular alisándose el vestido, y después le contestó moviendo los labios:
—Sí, no te preocupes.
La muchedumbre, ocupada en sus propios asuntos, no se dio cuenta de las fugases palabras que habían intercambiado y tampoco del intenso cruce de mirada que se dedicaron después. La única que reaccionó de alguna forma a su contacto fue la matriarca, que se levantó para dar comienzo a la velada y dijo, dirigiéndose a su pueblo con solemnidad:
—Como sabéis, hemos tenido el grandísimo honor de recibir la visita de un Hijo del Linde… —La gente la vitoreó emocionada, ella les pidió silencio con un delicado gesto—. Sus valiosísimos conocimientos pueden sernos de gran ayuda, así que les voy a pedir que, por favor, nos dedique unas palabras en representación de su pueblo.
El muchacho se mostró claramente sorprendido. Eso no estaba previsto, nunca había hablado en público. Como cualquier Caminante, sabía cómo adornar las palabras para hacer más interesante una historia al calor de una hoguera, pero no tenía ni idea de cómo dirigirse a todo un clan.
—Adelante. —La mujer lo invitó a dar un paso al frente.
El chico tragó fuerte y luego respiró hondo.
—En nombre de los Caminantes de la Estrella —dijo, dirigiéndose con un tono de voz carente de matiz—, yo… —dudó—, yo…
Buscó a Lan entre la multitud, pero no logró encontrarla.
—Yo… he decidido explicaros cuál es el estado actual de nuestro querido Gran Linde —siguió.
La gente aplaudió brevemente y después continuaron prestándole toda su atención. El muchacho por fin dio con el rostro de Lan, y eso lo llenó de seguridad.
—No me andaré con rodeos —dijo, alzando la voz—. La Herida ha empeorado y por eso las rupturas cada vez suceden con mayor frecuencia.
El murmullo empezó a recorrer la sala. Las malas noticias siempre eran difíciles de asimilar.
—Muchos creen que el Linde se muere, que está dando sus últimos coletazos de vida —se citó a sí mismo, clavando la mirada en la muchacha—. Pero… aún tenemos una última oportunidad —anunció, tratando de contagiar su optimismo.
Únala arqueó una ceja, interesada en cualquier solución que pudiera proponer el Errante. De la misma forma, el resto de habitantes se aferraron a la esperanza que les estaba ofreciendo.
—Mi compañera y yo nos dirigimos a un lugar donde, tal vez, podamos encontrar una… cura —desveló su plan finalmente.
El silencio se adueñó de la sala. Todo el mundo quedó boquiabierto.
—¿Qué? —exclamó Unala.
—Eso es… imposible —dijo un anciano.
—¿Una cura? —murmuró una mujer, esperanzada.
El chico recordó la quemazón provocada por el licor para obligarse a volver a la realidad. No podía darles falsas esperanzas.
—No os voy a mentir. Nuestra misión tiene muy pocas posibilidades de éxito y, de hecho, habríamos muerto si no nos hubiéramos cruzado con vosotros. Pero… es una posibilidad. Está ahí. Y como Caminante os pido que os aferréis a ella, que sigáis luchando contra las rupturas de la Quietud y que nunca, jamás, os deis por vencidos.
La felicidad invadió los rostros de la gente antes de ponerse a aplaudir. El muchacho les había dado una triste noticia, pero también les había recordado que siempre hay esperanza. Había conseguido transmitirles algo que había aprendido de Lan; que no debían conformarse, que darse por vencidos no era una opción a tener en cuenta.
Únala se acercó al Errante y le agradeció su breve discurso:
—Has hablado como un verdadero Guía y quiero que sepas que cuentas con todo el apoyo de mi clan.
Poco después comenzó la cena, que estaba compuesta en su gran mayoría por sopas de pescado, mariscos salteados y toda clase de crustáceos.
Luego le sucedió el baile, los juegos y otros divertimentos en los que ni Lan ni el muchacho quisieron participar. Tenían demasiadas cosas en las que pensar y aunque ver a toda esa gente danzando animosamente les resultaba de lo más tentador, no disponían de fuerzas suficientes como para unirse a la fiesta.
El Errante por fin se pudo acercar a Lan. Al momento, creó un rincón despejado de gente, que por miedo o por respeto se habían apartado de él.
—¿Estás bien? Deberías retirarte, te veo cansada —le preguntó con aire preocupado, mientras se servía en el plato, sin demasiada emoción, algunos de los extraños crustáceos glaseados que esperaban en la bandeja.
Lan reparó en su vestimenta. Ya no llevaba las ropas raídas de color tierra, típicas de los Caminantes, ahora vestía unos pantalones oscuros y una fina camisa blanca que resaltaba el color tostado de su piel. Incluso su pelo azabache había recuperado su brillo original. Aunque las ojeras evidenciaban su cansancio, Lan pensó que el muchacho había recuperado la elegancia y el aura de misterio que siempre lo acompañaba.
—No te preocupes por mí. Podemos partir al alba —respondió por fin.
—Lan, apenas hemos dormido unas pocas horas y me temo que el camino que nos espera va a resultar mucho más duro de lo que imaginamos.
—Pero… no tenemos tiempo que perder.
—Lo sé, pero es importante recuperar fuerzas. Además, Unala dice que tardará algunos días en seleccionar a los Corredores que nos acompañaran.
La música seguía sonando a su alrededor. Teniendo en cuenta que hacía escasas horas que había estado a punto de ahogarse, aquella situación le resultó de lo más extraña. El Errante se arremangó la camisa porque el ambiente empezaba a parecerle sofocante. En uno de los bolsillos llevaba una flor de tela que una niña del clan le había regalado; acariciarla con los dedos lo relajaba.
—Es una mujer muy guapa, ¿verdad? —dijo Lan, mirando a Unala, aunque se arrepintió al instante de haber formulado esa pregunta.
Azorada, a la muchacha se le escapó el vaso de entre los dedos y salpicó al Secuestrador.
Al Errante le chocó ese cambio de tema tan brusco. Observó a la joven abanicándose con una servilleta mientras se acercaba torpemente a una mesa para coger una botella de agua fresca. El muchacho quiso alcanzarle la bebida y, sin pretenderlo, la manga de su camisa rozó el brazo de Lan. Se apartó rápidamente, aunque ella ni siquiera se había percatado, y de nuevo su corazón se aceleró, debatiéndose entre dos sentimiento completamente opuestos. Una parte de él quería acercarse a ella, pero la otra sabía que no podía hacerlo. La estrella tatuada en el dorso de su mano le recordaba una y otra vez que eso estaba prohibido.
—Deberías quedarte aquí —dijo de pronto.
Lan se dio la vuelta y lo miró confusa. Sostenía una botella entre sus manos.
—¿Cómo dices?
—Ya lo has oído. Tal vez deberías… quedarte aquí.
—¡Vaya! Veo que tomas decisiones muy fácilmente —le reprochó, claramente indignada.
—No es eso. Sólo trato de sopesar todas las opciones de la forma más objetiva posible —contestó, mientras le clavaba su intimidante mirada—. Únala me ha dicho que uno de los
kamis
de Rundaris llegó hasta aquí y que creen poderlo enviar de vuelta. Si… si decidieras quedarte, tal vez, algún día… podrías regresar con Mona y los demás, sana y salva.
Lan abrió la boca con intención de contradecirle, pero prefirió quedarse callada. Lo estaba volviendo a hacer; la apartaba sin más, como si fuera una carga de la que podía desprenderse a la menor oportunidad. Lo triste es que sabía que él tenía razón. Quedarse en ese clan sería lo más seguro para ella y, si Unala le proveía de víveres y sus mejores Corredores, ¿para qué la necesitaba? Probablemente, Unala sería una mejor compañera de viaje para el Errante. A Lan se le humedecieron los ojos.
—Lan —suspiró el Errante—, sólo quiero que lo pienses, ¿vale?