—¡Ya tenemos nuestro mapa!
—¿De verdad? ¿Ya está? —insistió decepcionada.
—Sí, es tan fácil como eso. No es necesario ningún tipo de magia o ritual. De hecho, si le quitas toda la solemnidad añadida por el guía… se queda en nada ¿no crees?
—Yo… tampoco diría eso.
—Ya, pero está claro que pierde algo de misterio.
—Sí, supongo que sí —admitió ella finalmente.
El chico sostuvo la esfera entre sus manos, tratando de encontrar su localización exacta para poder trazar la ruta que los llevaría hasta el Templo, marcado en la superficie de metal con una diminuta estrella.
—Debemos dirigirnos al norte —concluyó al fin.
—Perfecto, ¿y cómo pretendes que sepa dónde está el norte en esta infinita extensión de… nada? —ironizó, contemplando el inhóspito desierto de hielo.
El chico sonrió con autosuficiencia y finalmente desveló:
—Las estrellas siempre te marcan un camino.
El muchacho alzó la cabeza y leyó el firmamento. Aunque el resplandor de la aurora boreal cubría la luz de las estrellas más débiles, el secuestrador había practicado la orientación desde que era niño, así que no le costó ningún esfuerzo ubicarse con exactitud.
Lan lo observó, recordando la conversación que había mantenido con El Verde, y se sintió afortunada por estar con alguien que no se sintiera tan perdido como ella.
—Es por allí —señaló a un lado.
—Bueno, por lo menos no tenemos que desandar lo recorrido —suspiró aliviada.
Siguieron caminando sobre el hielo, lo suficientemente cerca como para llevar una conversación en un tono más o menos normal, pero tan distanciados como para no tocarse por error si uno de los dos resbalaba.
—¿Queda muy lejos? —preguntó Lan.
—Bueno, todo depende…
—¿De qué?
—Pues… según el mapa, nos encontramos en las Antípodas del Templo, pero nadie nos asegura que la Quietud vaya a permanecer estable hasta que lleguemos por nuestros propios medios.
—¿Qué quieres decir?
—Los Caminantes podemos orientarnos por el Linde, pero no tenemos ningún control sobre él. Somos conscientes de que, aunque sigamos el camino adecuado, el planeta puede devolvernos al punto de partida en cualquier momento.
En ese instante, lo que menos deseaba Lan era volver a Rundaris. Estaba tiritando entre la aurora y el hielo, pero ese panorama tan hostil era preferible a volver a pisar la ciudad sin una cura. Demasiada gente a la que rendir cuentas. Ilusiones rotas, esperanzas perdidas. Una promesa que cumplir. Lan aferró el silbato de Nao entre sus dedos helados.
—Entonces… hemos tomado el camino correcto.
—No —negó rotundamente—. Primero busquemos tierra firme, después cogeremos ese camino —aclaró— el hielo es… peligroso.
A Lan, esa palabra le hizo recordar las divagaciones del chico en el mirador del invernadero. Para él todo era peligroso. La vida era peligrosa. Después, la muchacha recordó la sensación que tuvo al descubrir al Errante en el Bosque de los Mil Lagos, con sus amenazadores ojos centelleantes e Ivar llorando a su lado.
Secuestrador
Secuestrador
Secuestrador
Tenía que buscarle un nombre.
En aquel momento, le había parecido peligroso. Letal. Un depredador. Ahora, se había convertido en su inseparable compañero de aventuras. ¿Cómo habían terminado así? Juntos. Solos. Perdidos. ¿Cómo podía haberse formado esa extraña alianza entre enemigos? Lan reflexionó sobre lo sucedido y concluyó que su vida había dado un inesperado giro. «La vida no es peligrosa, es impredecible», repitió para sí. Nunca habría dicho que saldría de Salvia, que vería Rundaris con sus propios ojos, que caminaría por un desierto, sobre el hielo, ¡bajo la aurora boreal! Y, sin embargo, allí estaba ella, perdida. Viva. Irónicamente, caminando junto a un Caminante y aún vestida como uno de ellos.
—Necesitas un nombre —dijo en voz alta.
—No, no lo necesito —renegó él.
—Pero yo sí, no puedo seguir llamándote secuestrador.
—A mí me gusta.
—¿De verdad?
—¡Claro que no! —espetó indignado.
—Ya me lo imaginaba.
Siguieron caminando en silencio algunos pasos más hasta que el chico no pudo evitar continuar la conversación.
—¿De verdad me llamas así? ¿
Secuestrador
?
—Bueno, sólo a veces… en mi cabeza —se avergonzó. De pronto, el hielo que pisaban emitió un fuerte resplandor.
—Espera. ¿Qué ha sido eso? —se extrañó él.
—¿El qué?
—Esa… luz.
—¿Quién sabe? imagino que un reflejo de la aurora boreal o…
—No —la interrumpió—. Ha sido algo mucho más… intenso.
—¿Intenso? —lo miró de soslayo—. No sé de qué hablas —contestó, frotándose las manos cerca de la boca para calentárselas con el aliento una vez más.
—Hummm… —gruñó.
—Pensaré un nombre.
—Ya te lo he dicho, no es necesario.
—Sin un nombre, no eres nadie.
—Claro que sí. No necesito que me etiqueten como a un vulgar… —el chico se detuvo antes de terminar la frase—. ¡Lo he visto!
—Yo también —añadió asustada—. ¿Qué diablos era eso?
—No lo sé, una luz, un resplandor bajo el hielo.
—Nada bueno, ¿verdad?
El chico miró a un lado y a otro, como si se tratara de un cazador asegurando su posición. Después, aguzó el oído y puso en alerta el resto de sus sentidos.
—¿Lo oyes?
—No.
—Es como un…
toc toc
.
—¿Cómo si alguien llamara a la puerta?
—Sí, algo así.
—Lo siento, pero no oigo nada.
—Bien. —Se dio por vencido.
Prosiguieron su camino por largo rato sin encontrar una explicación para aquel fenómeno. La luz los acompañaba bajo el hielo en todo momento. Tenía un extraño color rosado que a veces variaba hasta llegar al ámbar. Graduaba su intensidad de forma aleatoria, brillando a veces como una estrella en el firmamento y otras como una cálida vela. Era como si la aurora boreal que resplandecía sobre sus cabezas tuviera una hermana pequeña que se desplazaba bajo sus pies, jugueteando con las sombras proyectadas por sus cuerpos.
—No sé si podré resistir este frío durante mucho más tiempo —dijo Lan castañeando los dientes.
—Vamos, no te detengas. Ya estamos cerca —trató de animarla, molesto por no poder darle un abrazo con el que hacerla entrar en calor.
Toc-toc
.
Caminaron durante un rato más, pero para entonces tenían los labios morados y las extremidades tan congeladas que apenas podían dirigirse la palabra. Cada vez avanzaban más despacio.
—Vamos, un poco más —la alentó.
La chica caminaba arrastrando los pies, temiendo que, si los levantaba demasiado, sus ligamentos congelados se quebrarían como el cristal.
—Te llamare Zambo —murmuró con esfuerzo.
—¿¡Qué!? ¿Zambo? ¿Qué clase de nombre es ese? —Se irritó, quitándose la escarcha que había empezado a formársele sobre las mejillas—. Suena como… como a hombre mayor, viejo, con tripa. No sé. No me gusta nada — el muchacho se molesto.
—¡Ja, ja, ja! —rio Lan—. Entonces te llamaré… hummm… déjame pensar. ¿Alaris?
El secuestrador torció el gesto, como si ese nombre no le desagradara del todo.
La muchacha se detuvo un instante y dijo:
—¡Bah! No. Es un nombre muy cursi ¿no crees? —lo desechó de inmediato.
Toc-toc. Toc-toc
.
Lan se rascó la barbilla pensativa. La luz que les había acompañando se situó exactamente debajo de la muchacha, como si se hubiera replegado para iluminarla únicamente a ella. El secuestrador la observo hipnotizado. Estaba preciosa, parecía una figura de cristal esculpida por un artista. Sobre su cuerpo caía como un manto la luz verde de la aurora, que se fundía con el tono rosa proveniente del otro lado del hielo.
—Creo que lo tengo. ¡Ya sé cómo te llamare!
Toc-toc. Toc-toc
.
Y entonces el chico cayó en la cuenta.
—Muévete.
—¿Qué?
—¡Rápido! ¡Muévete! —le ordenó.
—Sólo estoy descansando un poc…
De improviso, el hielo empezó a resquebrajarse, formando el dibujo de una peligrosa tela de araña bajo sus pies.
Toc-toc. Tooc-toooc
. ¡
Toooc-tooooooc
!
Lan no podía quitarle el ojo al agujero del suelo. Se desplazó con cuidado para no tropezar con las grietas y entonces pregunto aterrada:
—¿Qu… qu… qué ocurre?
—Creo que es algún tipo de animal —dedujo, examinando la abertura mientras se distanciaba.
—¿Un come-tierra?
—En todo caso un «come-hielo» ¿no crees?
—No es momento para chistes —le reprochó.
El chico le indicó que se alejara mientras vigilaba el suelo, que seguía agrietándose. Fuera lo que fuera, no podrían ignorar durante mucho más tiempo que algo estaba a punto de salir a la superficie. Se encontraban en medio de la nada, eran un blanco tan fácil que probablemente no lograrían salir vivos de allí.
—¡Laan! ¡¡¡Coorre!!!
Un enorme monstruo marino apareció formando un gran estruendo. El hielo y la escarcha volaron por los aires como si se tratara de una peligrosa lluvia de cristales y el agua lo inundó todo a su alrededor.
Aunque aquel animal no disponía de garras, se deslizaba por el hielo con gran agilidad, reptando como una serpiente empecinada en capturar a su presa: Lan.
—¡Corre! ¡Cooorre! ¡Cooorreeeeee!
Cuando el muchacho comprendió que aquel extraño pez no se rendiría hasta haberla engullido, tomó una drástica decisión.
—Pero ¿Qué haces? —gritó la muchacha.
—¡No te gires!
—No pienso irme sin…
—¡He dicho que corras!
Cuando el monstruo se encontró lo suficientemente cerca, el muchacho se abalanzó sobre él, agarrándose con fuerza a su lomo helado como un tempano de hielo.
A Lan le habría gustado animar el Errante coreando su nombre, pero aun seguía siendo el secuestrador.
Presenció como el muchacho luchaba en una batalla perdida de antemano contra aquel enorme pez de tenebrosas facciones y escamas resplandecientes. Inexplicablemente, se había condenado a morir engullido por sus terribles fauces. Lan sabía que aquel era un Errante de lo más obstinado y que no se rendiría hasta tener la certeza de que estarían a salvo, pero desconocía cuál era su plan.
Si es que tenía alguno.
Ella siguió alejándose hasta que escuchó un golpe y se giró, cayendo al suelo de un resbalón. Temió ver al secuestrador aplastado contra el hielo; pero, el chico seguía agarrando a la bestia.
—Pero ¿Qué hace?
Después, el Errante cerró los ojos y trató de concentrarse. Había dejado de luchar. ¿Se había rendido? Instantes después, los ojos del monstruo marino se iluminaron como dos faroles y su cuerpo empezó a sufrir toda clase de espasmos. Las escamas que hasta entonces habían brillado con intensidad se apagaron para siempre y finalmente… murió.
Lan se acercó al muchacho para comprobar que seguía de una pieza. Cuando el Errante abrió los ojos, esbozó una sonrisa de oreja a oreja y entonces ella pregunto:
—¿Esta… muerto?
—Eso espero —contestó mientras recuperaba el aliento.
—Pero… ¿Cómo lo has hecho? ¡Era una bestia enorme!
El muchacho trató de restarle importancia con un gesto y dijo:
—Sólo lo he tocado.
—Eso… ¡ha sido genial!
—No te creas. En realidad, no tiene demasiado mérito.
—Me has salvado… ¡otra vez! Y no digas que no tiene mérito —le advirtió—. Ese… bicho, podría haberte hundido en las aguas y habrías muerto ahogado, ¡o congelado!
El secuestrador respiró hondo. Una vez recuperado, trató de entrar en calor frotándose los brazos con fruición y desvió la conversación ágilmente:
—¿Cómo decías que ibas a llamarme?
—¿Qué?
—Justo antes de que nos atacara ese… bicho —la imitó—. Anunciaste que habías encontrado el nombre perfecto para mí ¿no?
—Yo… la verdad es que no lo recuerdo —admitió, agachando la cabeza avergonzada.
—¿En serio? ¡Vaya! Pues parecías bastante convencida. Seguro que era un buen nombre —murmuró enfurruñado.
—El mejor.
—¿Y no lo recuerdas? —insistió.
La muchacha negó con la cabeza.
—¿Ni un poquito?
—Nada.
El chico suspiró, resignándose a seguir llevando el titulo de Secuestrador. Después, los dos se sentaron apoyando la barbilla sobre sus rodillas mientras contemplaban el inmenso océano que los rodeaba.
Ahora navegaban a la deriva sobre una placa de hielo. Sin rumbo ni destino. ¿A dónde les llevaría esa improvisada balsa? Al Errante lo que de verdad le preocupaba era que el hielo se derritiera antes de llegar a tierra firme… y se viera obligado a saltar al agua para evitar tocar a la humana.
Refugio
E
n el morral de su padre sólo había comida suficiente para alimentar a una persona durante tres días. El Verde no había previsto responsabilizarse de nadie más. Únicamente dos expertos Corredores rundaritas lo acompañarían, y habían prometido cargar todo tipo de provisiones en sus
wimos
.
El Caminante había exigido a su hijo que se mantuviera al margen. No deseaba ponerlo en peligro; ni a él, ni a la salviana. Era demasiado arriesgado. Sin embargo, todo se había ido al traste, y ahora Lan y el Secuestrador vagaban a la deriva sobre un bosque de hielo que se consumía lentamente.
El muchacho hacía todo lo posible por sobrevivir. Había dosificado la comida de forma que Lan siempre quedara con la hogaza de pan más grande y le había ofrecido la mayor parte de su ropa como abrigo, argumentando: «Los Errantes toleramos mejor el frío». Algo que era completamente falso y que la chica había cuestionado una y otra vez antes de aceptar el regalo a regañadientes.
El chico se encontraba de pie en uno de los extremos, procurando no resbalar. Aunque ya había amanecido, Lan seguía tendida en el suelo sobre un montón de ropa húmeda. Había caído rendida tras una ajetreada odisea de dos días y dos noches son pegar ojo, así que necesitaba descanso, una hoguera y un buen plato de sopa.
El Errante la miró detenidamente y recordó la promesa que había hecho a Nao. En sus ojos vio claramente lo importante que era para él esa muchacha, el miedo que le daba perderla. Empezaba a entender sus amenazas. Antes de conocerla, le importaba bien poco conservar la amistad de cualquiera, ya fuera Errante, rundarita o salviano. Iba por su cuenta. Pero, a pesar de que aquella chica le había acarreado más de un problema, ahora se sentía responsable de ella y, sin pretenderlo, se había convertido en su protector. Quería mantenerla a salvo y por ello ansiaba avistar tierra firme antes de perder las fuerzas por completo.