Lan se levantó de la silla de un respingo e hizo tambalear la mesita con las tazas de té.
—¿Adónde lo han llevado? —se apresuró a preguntar.
—A la enfermería. Tendrás que cruzar la ciudad hasta encontrar…
—Sé dónde está—lo interrumpió—. Gracias, Embo, muchas gracias.
—Lan —la detuvo el hombre—. Al parecer, no ha sido un viaje fácil y… está muy malherido. No saben si sobrevivirá.
La joven asintió con lo cabeza y salió corriendo del invernadero. Fuera llovía; lluvia ácida, como siempre. Lan bajó las mangas de su camiseta y convirtió su pañuelo en una capucha.
La imagen de la ciudad, bulliciosa, repleta de gente deambulando con sus paraguas metálicos, ya le resultaba de lo más habitual. Se sentía una rundarita más tratando de sobreponerse a las constantes rupturas de la Quietud, cada vez más devastadoras y cercanas a los Límites Seguros. Los días en que correteaba por los tejados de su clan se le hacían tan lejanos que parecían pertenecer a una vida pasada, pero la llegada de un nuevo superviviente le devolvía una pizca de esperanza. Si después de tanto tiempo alguien había logrado sobrevivir a la ruptura que había afectado a Salvia, tal vez otros muchos habitantes habían corrido su misma suerte.
La muchacha llegó a un edificio esculpido en una pared natural de roca maciza, apuntalado con un amasijo de hierros. La enfermería era algo austera y no tenía más de tres o cuatro niveles, pero Lan había aprendido que las construcciones de Rundaris no eran siempre lo que parecían. Una vez dentro, descubrió un gran patio repleto de estanques de agua caliente. Todo estaba invadido por el vapor, y el musgo se había adueñado de las paredes de la planta baja.
Lan descubrió que las curas se llevaban a cabo en el último nivel, así que ascendió hasta topar con un grupo de médicos que intercambiaban impresiones sobre el recién llegado. Parecían preocupados.
—¿Puedo verlo? —se atrevió a interrumpirlos.
—¿Cómo dices?
—He oído que los Corredores han encontrado a un superviviente de Salvia.
—Vaya, las noticias vuelan —dijo uno.
—¿Eres Lan, verdad? —dedujo otro—. La salviana que trabaja con El Verde…
—Así es —afirmó, mientras intentaba descubrir quién se encontraba detrás de la cortina.
—Tal vez nos seas de ayuda —dijo el médico, indicándole que lo siguiera.
A Lan le dio un vuelco el corazón, pues al otro lado de la cortina había un cuerpo cubierto con una sábana. Temió lo peor. El hombre avanzó por el pasillo, alejándose de aquella habitación, y ella se sintió aliviada; el cadáver no pertenecía a ninguno de sus amigos.
—Ha llegado en muy mal estado, está exhausto. Seguro que una cara conocida lo ayudará a recuperarse.
Llegaron hasta una estancia iluminada por grandes ventanales y, al fondo, encontró un único camastro ocupado.
—No es posible… —murmuró.
Se acercó incrédula hasta la cama, donde descansaba un joven con el cuerpo repleto de magulladuras.
—Tiene muchos husos rotos.
—Nao… —pronunció al fin su nombre, tapándose la boca con ambas manos para contener la emoción.
Su amigo estaba irreconocible; tenía vendajes por todo el cuerpo, estaba muy pálido y su rostro reflejaba todas las penurias por las que había pasado: sed, hambre, el calor abrasador del desierto y quién sabe qué más. Sin embargo, el cabello que se abría paso entre los vendajes de su cabezo lo delataba. No cabía duda de que era él.
—Cuando despierte, se alegrará —sonrió el hombre.
—¿Está muy grave? Se llama Nao, es… un chico muy fuerte. ¿Puedo hacer algo por él? Tal vez El Verde conozca algunos remedio herbales que aceleren su recuperación —la alegría de Lan le impedía explicarse con claridad.
—Tranquila, de momento lo que necesita es descansar. Tiene varias costillas rotas, algunas heridas internas y una fractura muy fea en la pierna.
De pronto, Nao se revolvió en la cama y, para sorpresa de sus acompañantes, abrió los ojos lentamente.
—¿Creías que podías venir tú sola a Rundaris? —susurró el muchacho con sorna, arqueando los ojos con dificultad.
Lan se emocionó al ver que su amigo aún conservaba fuerzas para bromear y luego rompió en llanto sobre su pecho.
—Está bien, todo está bien… —la consoló con unos suaves golpecitos en la espalda—. Van a tener que cambiarme los vendajes por tu culpa, señorita piel roja.
—¡Me alegro tanto de que estés vivo! —exclamó ella, haciendo caso omiso a las bromas de su amigo y aun incapaz de dejar de sollozar.
—Y yo también de verte aquí. Cuando los Corredores me dijeron que tú y Mona estabais en Rundaris, no podía creerlo.
—Hemos tenido mucha suerte —dijo Lan, recordando a los habitantes del clan de los que aún no sabían nada, incluida su madre.
La muchacha se incorporó, dejando libre el pecho de su amigo.
—Pero… ¿cómo llegaste hasta aquí? ¿Te perdiste junto a alguien más del pueblo? ¿Ibas con tu
wimo
? ¿Tardaron mucho en encontrarte los Corredores de Rundaris o dieron contigo enseguida?
—Espera, niña metomentodo. ¡No puedo contestar tantas preguntas a la vez! Además, ¿no pretenderás que te explique los secretos de un Corredor? —Bromeó, mientras procuraba disimular el dolor que le ocasionaban las costillas rotas.
Lan se secó los ojos con la sábana, aún emocionada.
—Tuve la suerte de perderme junto a uno de los
wimos
de mi rebaño… gracias a él logré llegar hasta la falda de una montaña nevada. Era tan alta que a duras penas podía ver la cima. Pero sus frondosos bosques me hicieron pensar que probablemente había un clan cerca. Varios días después, llegué a un pequeño pueblo, donde me alimentaron y atendieron los síntomas de congelación. Me trataron muy bien, pero no podía dejar de pensar en el resto de salívanos, en mi familia, en mis amigos… en ti. —Nao permaneció unos instantes en silencio y tomó aire antes de continuar—. Entonces llegó uno de esos pájaros.
—¿Qué pájaros?
—No recuerdo su nombre. Sólo que se trataban de unos pájaros mensajeros enviados por Rundaris. En ese momento me convencí de que, si una de esas aves era capaz de encontrar un camino, de orientarse por el Linde, ¿por qué no yo? Tenía que intentarlo —dijo, mientras se incorporaba con esfuerzo en la cama—. Lan, sé que fue una insensatez… pero no podía hacerme a la idea de que hubieras muerto. Estaba seguro de que mis padres, Mona, tú… —dejó la frese en el aire, con el rostro entristecido.
—He estado guardándote esto… —dijo Lan, esforzándose en desviar la conversación antes de que le volvieran antes de que le volvieran a entrar ganas de llorar.
—¡Es increíble! —exclamó Nao al ver su silbato—. ¿Dónde lo encontraste?
—Es una larga historia, y con la mala cara que haces seguro que te quedas dormido antes de llegar al final.
—¡Ja, ja, ja! —río el muchacho.
—Descansa, Nao… ahora estás a salvo.
***
Lan volvió de noche al invernadero. Había permanecido durante horas junto a la cama de Nao, observando de cómo dormía. Aún no podía creer que su amigo siguiera vivo. El rítmico movimiento de su pecho al respirar la llenaba de felicidad; hacía mucho tiempo que en su rostro no se dibujaba una sonrisa como aquélla. Al final, los médicos la habían obligado a volver a casa.
No había comido nada en todo el día, así que subió hasta el sexto nivel, donde se encontraba la cocina. Todo permanecía en silencio, los farolillos estaban apagados; probablemente, Embo ya se había acostado y El Verde estaría trabajando en uno de los laboratorios. La estancia era grande y hacia las veces de comedor. Por sus dimensiones, Lan pensó que en algún momento había acogido a un buen número de trabajadores, aunque ahora estaba vacía. Había varias mesas largas y unos enormes ventanales a través de los cuales las estrellas iluminaban el interior de la sala. La joven se acercó a una de las mesas y vio varios cuencos tapados. Embo le había dejado la cena preparada. Su estomago rugió con fuerza. Aquel anciano se había ganado su afecto día a día. Siempre tan atento en todo, se dedicaba de sol a sol al mantenimiento de las instalaciones. Acostumbraba a decir: "Hay que encontrar la felicidad en las cosas pequeñas y agradecer todo lo que nos da el Linde… Hasta la más insignificante piedrecita tiene su función en este mundo". Embo era un experto a la hora de diseñar aparatejos de todo tipo con los más insospechados materiales. Podía transformar un montón de piezas desechadas en una máquina capaz de prepararte el té o en una podadora automática. No le resultaba difícil entender por qué El Verde le tenía tanto aprecio; además de un amigo fiel era un verdadero genio.
Lan cogió su plato y se sentó sobre la mesa, en una esquina, justo enfrente de uno de los ventanales con mejores vistas. Desde allí pudo contemplar las luces de la ciudad compitiendo con el brillo de las estrellas, altas chimeneas escupiendo fuego constantemente y enormes nubes de vapor que se arremolinaban a su antojo. La muchacha se acercó al cristal y trató de enfocar la vista para distinguir un puntito en movimiento iluminado por los suaves colores de Las Aspas. Era el Secuestrador remontando el camino que conducía al invernadero. Lan se extrañó, el muchacho debería estar en el campamento de los Caminantes. Tras la charla de El Verde con Mezvan y Nicar, habían decidido que la mejor forma de controlar la Esfera era enviando al Secuestrador al campamento, fingiendo que no estaba de acuerdo con los planes de su padre.
Lan se disponía a recoger los platos justo cuando el muchacho entró en el comedor.
—¿Lan? —El Errante se acercó a ella—. He oído ruido en la cocina y me he imaginado que eras tú.
—Sólo estaba… comiendo algo. ¡No he hecho tanto ruido! —bufó.
—Te han oído hasta los caracoles del camino —respondió él, mientras cogía una pieza de fruta y le daba un mordisco.
—Eso es ment… —Lan decidió dejarlo estar—. ¿Qué haces aquí? Pueden descubrirte.
El Secuestrador se sentó en la mesa, en el mismo lugar donde momentos antes lo había hecho ella. Se apartó el flequillo con aire despreocupado y luego sonrió.
—Traigo buenas noticias. Se comenta que los Corredores han encontrado a un nuevo superviviente de tu clan.
—Lo sé. Es Nao.
—¿Nao? ¿Lo conoces? —sintió curiosidad.
—Claro, en Salvia nos conocemos todos… no es tan grande como Rundaris —le recordó—. Además, es… mi mejor amigo.
La chica se lo quedó mirando. Ahora que estaba sentado sobre la mesa, el muchacho quedaba a su misma altura y podía contemplar mejor sus ojos oscuros, ligeramente rasgados cuando sonreía.
—¡Vaya! Me alegra saber que ese chico es tu amigo —continuó el Errante pasados unos segundos—. Eso significa que tal vez haya más salvianos cerca, ¿no crees? Quizá tu madre…
—No creo que haya nadie más por los alrededores —lo interrumpió Lan—. Tras la ruptura, Nao fue a parar a otro clan, lejos de aquí, pero decidió volver a cruzar los Límites para buscar al resto de salvianos.
—¿Él solo? —se sorprendió.
—Bueno… él y uno de sus
wimos
. Nao es pastor, pero siempre se ha entrenado a escondidas para convertirse en Corredor. Está en buena forma física.
—Pero… de todos modos, ¡es de locos! Fue a la búsqueda de una muerte segura. Y más aún en estos tiempos, donde las rupturas suceden tan a menudo y no obedecen a patrón alguno. No entiendo su forma de actuar. ¿Es muy valiente o tal vez había…? —El muchacho permaneció en silencio unos segundos y observó a Lan con detenimiento—. Debía de… tener una razón muy importante, ¿no crees?
Lan desvió su mirada y acabó de recoger la mesa.
—Sí —contestó sin girarse, mientras dejaba los platos en el fregadero—. ¿No te parece motivo suficiente preocuparse por el resto de tu clan?
El Errante se puso en pie sin añadir nada más y se dirigió hacia la puerta.
—Lo siento, debo irme.
Lan se mostró sorprendida.
—En el campamento me echarán de menos —dijo—. Voy a hablar con mi padre. Deberías pedirle algún remedio para tu amigo; estoy seguro de que podría ayudarlo con alguno de sus hierbajos.
—Sí. Gracias… lo haré —le respondió ella, aunque el Secuestrador ya se había marchado.
***
Lan golpeó la puerta y esperó impaciente. Habían pasado varios días desde la llegada de Nao a Rundaris, pero hasta entonces los médicos le habían ordenado estricto reposo. Aquella iba a ser la primera tarde oficial de visitas y, por supuesto, tanto ella como Mona quería ser las primeras en ir a verlo.
Lan estiró el cuello para observar las distintas torretas, de las que surgían todo un entramado de palos y pasarelas protegidas con redes. El edificio en que la niña prestaba su ayuda como voluntario era bastante peculiar. Luego volvió a golpear la puerta, esta vez con más fuerza, hasta que, de pronto, un niño de aproximadamente la edad de Mona la invitó a pasar.
—¿En qué puedo ayudarte?
—He venido a buscar a Mona.
—¡A Mona! —exclamó, sorprendido.
—Hummm… Sí —respondió ella, sintiendo curiosidad por su reacción—. Está aquí, ¿no?
—Claro, ven conmigo —dijo en tono alegre—. Está en la zona de cría, cuidando a los pequeños.
El niño la condujo del pórtico a un patio en el que algunos rundaritas parecían estar jugando con unos pájaros que iban y venían de una torreta a otra. Mona le había explicado que allí criaban a una especia de aves mensajeras llamadas kami. Los pájaros que habitaban el Linde no eran capaces de recorrer largas distancias, como se decía que hacían en la antigüedad. Las aves no podían emigrar porque los polos magnéticos cambiaban constantemente de sitio y no eran capaces de orientarse, por eso los pájaros solían obedecer, de forma natural, los mismos Limites Seguros marcados por los clanes. Sin embargo, en Rundaris había descubierto que los
kamis
tenían una serie de capacidades excepcionales y que, si se les adiestraba correctamente, podían ser utilizados como mensajeros. Aquellos animales eran tan independientes que enseñarles cualquier cosa se convertía en una ardua tarea, pero el Rey Mezvan, comprendiendo el avance que supondría dejar de depender exclusivamente de los Corredores, se había comprometido con el experimento y había logrado que sus científicos concluyeran con éxito algunas pruebas.
Lan quedó boquiabierta con el tamaño de las garras de algunos
kamis
y entendió al instante que sus entrenadores, como el amigo de Mona, se protegieran los brazos con aquellas resistentes mangas de cuero.