—Mezvan… —lo reverenció—. Sumo Intocable… —se dirigió al líder de los Caminantes calcando el gesto.
—¡Vamos! No te rebajes de esa forma —le espetó—. No es necesario que me llames como el resto de humanos. Sabes que, a pesar de todo, siempre seré tu Guía.
Entonces El Verde se sintió algo más aliviado y dibujó una media sonrisa.
—Más te vale que no me hayas sacado de la cama por una tontería —le reprochó el rey…
—Creedme, ha sucedido algo… insólito —especificó, a falta de una palabra mejor.
Cuando hubo captado la atención del rey de Rundaris y del líder de los Caminantes de la Estrella, pidió a su ayudante uno de los frasquitos y lo sostuvo en el aire con sumo cuidado.
—¿Qué es eso? —preguntó Mezvan lleno de curiosidad.
—Un antídoto.
—¿Un antídoto? ¿Para qué?
—Para las Partículas —dijo sin más.
Rápidamente, el Guía abrió los ojos con admiración mientras el rey se disponía a examinar de cerca el contenido del vial.
—¿Estás seguro? ¿Qué hace, exactamente? —se interesó.
—Las neutraliza por completo. Las extingue. Las… apaga —matizó, mirando a Lan mientras la citaba.
—¿Lo has comprobado? —dijo el Guía, aún algo incrédulo.
—Así es.
—Y… ¿Se puede saber de dónde lo has sacado?
El Verde lo miró, pagado de sí mismo, y finalmente dijo:
—Las plantas lo están generando. No es algo sintético… surge de la propia naturaleza.
De pronto, alguien irrumpió en la sala dando un fuerte portazo.
—¡Padre! Padre… ¿Qué ocurre?
El hijo del rey hizo acto de presencia, tan sólo vestido con unos gastados calzones y su polvoriento abrigo con hombreras.
—¿Padre? —le exigió.
Mezvan puso los ojos en blanco y luego se dirigió a su hijo con tono condescendiente.
—Nada, Timot, nada… Vuelve a la cama, ¿quieres?
—Padre… ya sabes que dejé de dormir en ese ostentoso camastro hace siglos —le espetó—. Ahora vivo en las cuadras, y poseo mucho más de lo que en verdad necesito.
El rey bufó hastiado, como si aquélla no fuera la primera vez que escuchaba esa cantinela.
—Entonces vuelve a tu… «cuadra», hijo —rectificó, tratando de controlar su genio.
—Claro que sí —aceptó—. Buenas noches padre. Buenas noches, gente —se despidió del resto con una mano mientras cubría un bostezo con la otra.
Antes de que Lan le correspondiera, el rey se interpuso y vociferó malhumorado:
—¡Largo de aquí!
Timot tragó fuerte y desapareció sin más. Lan y el Errante se miraron desconcertados. Sin duda, aquel joven era todo un personaje.
—Disculpad, mi hijo está… —se contuvo—. Ya sabéis —dijo finalmente, dibujando circulitos en la sien con el dedo.
Ni el Guía ni El Verde dieron demasiada importancia a lo sucedido, así que prosiguieron con la conversación como si nada.
—Bien, entonces… es una excelente noticia. ¡Un gran avance! —les felicitó Mezvan—. Podremos aplicarlos en toda clase de seres vivos; ya no tendremos que preocuparnos de las Partículas, ni sufriremos más bajas por la Locura del Horizonte.
—Exacto, pero… hay algo más —dijo El Verde con aire misterioso.
—¿Algo más? —repitieron al unísono el rey y el Guía.
—Bien. No nos andemos con rodeos. ¿Qué crees haber descubierto? — preguntó Nicar, clavándole su intensa mirada azul, sospechando que ocultaba algo que no le iba a gustar ni un pelo.
El padre del Secuestrador se giró para indicar a sus acompañantes que los dejaran a solas y éstos obedecieron sin rechistar, quedando en la estancia el Guía, el rey y él.
—El Templo. La cura, mi señor. «La cura que apagará todos los destellos» —desveló.
—¡No sigas! —le advirtió Nicar, revolviéndose nervioso en su silla.
Mezvan lo observó sin entender muy bien qué estaba sucediendo.
—Es sólo una posibilidad… pero debemos intentarlo. Quizás el Templo pueda darnos la respuesta.
—Pero ¿cómo te atreves? —puso el grito en el cielo el líder de los Caminantes—. ¿Cómo osas hablar del Templo en presencia de un rundarita? —le recriminó furioso, refiriéndose a Mezvan.
El rey se sintió rechazado, frunció el ceño y, cuando estaba decidido a entrometerse en la conversación, El Verde lo detuvo alzando la mano.
—En ocasiones, hay que quebrantar las reglas por un bien mayor.
—¿Y con qué derecho decides tú cuándo se deben quebrantar mis reglas? —le reprochó de nuevo.
—Quiero que comprendas, mi Guía, que no podemos hacer esto solos. Necesitamos la ayuda de gente como Mezvan. Él siempre ha sido un buen aliado, se ha ganado el derecho a conocer algunos de nuestros secretos — trató de calmarlo, razonando de la mejor forma posible.
Mezvan agradeció sus palabras mientras Nicar se mantuvo pensativo.
—No. No puedo permitirlo —dijo finalmente.
—No te estoy pidiendo permiso —le respondió, endureciendo sus facciones.
El Guía quedó boquiabierto, sintiéndose traicionado.
—Lan tiene una teoría —explicó—. Cree que, si logramos visitar ese templo… quizá podamos entender en qué consistía su mecanismo y aplicar esta valiosa sustancia para desarrollar una cura.
—¿Esa muchacha? —gritó incrédulo—. ¿Me estás diciendo que la misma humana que acusó a tu propio hijo de tocarla ahora está tratando de salvar al mundo?
El Verde le correspondió extrañado, no sabía de qué estaba hablando. Desconocía cualquier cosa relacionada con dicha acusación.
—Mi Guía —le interrumpió El Verde—, no tengo ni idea de a qué te refieres, pero no quisiera desaprovechar la única oportunidad de encontrar una cura por la falta de cooperación. Puede que sea una locura — admitió—, pero sé que gracias al mapa los Caminantes más ancianos habéis peregrinado hasta ese templo en más de una ocasión… y que nunca habéis sacado nada en claro.
—Claro que sí —reclamó airado—. De él aprendimos que debemos respetar las decisiones del Linde por encima de todas las demás. Que Él nos habla, que Él nos guía. Él…
—¡Alto! —los interrumpió Mezvan—. ¿Un mapa? ¿De qué mapa estáis hablando?
—De la Esfera. Un mapa del Linde —le reveló El Verde…
Mezvan se levantó con tal ímpetu que la silla en la que se encontraba sentado cayó al suelo causando un gran estruendo.
—Eso no es… posible —murmuró el rey con incredulidad.
Después de todo lo que se había revelado esa noche, Maese Nicar dio por perdida la batalla y no se atrevió a negárselo.
El Verde también se levantó de su asiento.
—Sí, existe un mapa —reiteró—. El objeto capaz de guiar a los Caminantes por la faz del Gran Linde, nuestra única esperanza para llegar hasta el Templo… para desarrollar una cura que devuelva la Quietud perpetua a este mundo.
—¡Tonterías! ¡No existe ninguna cura! —sentenció Nicar, golpeando la mesa con el puño completamente crispado—. Hace miles de años, este planeta sufrió un cataclismo devastador que lo dejó en el estado convulso en que nos encontramos —le recordó—. No es ningún secreto, eso lo sabemos todos. Ahora, únicamente tenemos que obedecer sus deseos para impedir que…
—La sumisión sólo nos conducirá hacia una muerte segura —se rebeló—. Si nos quedamos de brazos cruzados, ¡sin hacer nada!, cuando llegue el momento no tendremos alternativa.
—Hummm… —pensó Mezvan, atusándose la barba—. ¿Y qué es lo que propones? ¿Qué necesitas exactamente de mí?
Maese Nicar lo miró decepcionado. El rey no podía estar prestándole su apoyo.
—A tus mejores Corredores —dijo sin más.
—De eso ni hablar.
—Sólo ellos son lo suficientemente rápidos y fuertes para llegar sin perderse hasta las remotas tierras donde se encuentra el Templo.
—Lo siento, pero no podemos prescindir de ellos. Es lo único que nos mantiene en contacto con el resto de pueblos… y sus mercancías.
—Mezvan… tal vez esto pueda restaurar la Quietud —intentó convencerlo.
—Tal vez —repitió—. Tú mismo lo has dicho; son sólo conjeturas. Ahora, lo más importante es estudiar vuestro mapa. Estoy seguro de que con él podríamos llegar a cualquier parte. ¡Volver a conectar los clanes! Restaurar el comercio… —siguió planeando el rey…
—¡Ese templo es sagrado! —continuó oponiéndose Nicar—. No podéis invadirlo así como así, sería una terrible falta de respeto. Es el lugar que nos enseñó quiénes somos, qué somos. No podemos enviar allí a una tropa de Corredores para comprobar una de tus alocadas teorías —sentenció, haciendo una breve pausa—. Además, ¿no crees que has adoptado una postura demasiado arrogante al creer que tú puedes encontrar una solución cuando todos nosotros hemos fracasado? —le reprochó finalmente.
El Verde no lograba entender por qué sus interlocutores eran tan desconfiados. Les estaba ofreciendo una esperanza y ellos se limitaban a pisotearla con argumentos de lo más vagos. No había tiempo que perder; el Caminante dio media vuelta y se marchó sin despedirse. Exasperado, dejó a los líderes enzarzados en una acalorada discusión sobre el derecho a poseer el mapa.
Mientras tanto, Lan, Embo y el Secuestrador esperaban en el pasillo, ansiosos por saber si El Verde había conseguido el apoyo de los Caminantes de la Estrella y de los ciudadanos de Rundaris.
Cuando el muchacho divisó a su padre al final del corredor, supo que algo había ido mal.
—¿Qué han dicho? ¡¿Nos ayudarán?! —le preguntó Lan, tan pronto como el hombre se hubo acercado.
El Verde los miró con aire preocupado, tratando de ganar tiempo para encontrar la forma de darles la noticia sin desanimarlos, pero su hijo se le adelantó.
—¿Cuál es el plan? —dijo.
—¿Qué plan? —se extrañó la muchacha.
—Yo… lo siento —se disculpó El Verde con expresión ausente—. Nicar no va a considerar entregarnos el mapa, y Mezvan… cree que sólo son conjeturas y no quiere arriesgarse a prestarnos a sus Corredores; ahora, su único propósito es saber más acerca de la Esfera.
—¡No pueden hacer eso! —reclamó furiosa la chica.
—¿Y entonces? —preguntó de nuevo su hijo.
—Entonces… nada —dijo, mientras empezaba a caminar hacia la salida—. Temo haber cometido un grave error desvelándole la existencia del mapa al rey… He visto la avaricia en sus ojos. Debemos hacer algo, pero… no podemos embarcarnos en una aventura así nosotros solos. Sería un suicidio. Además, encontrar ese templo sin el mapa es una tarea imposible. Nos llevaría años, no estamos preparados.
Tras cruzar la puerta principal, el Secuestrador se detuvo y dijo:
—Lo robaremos.
—¿Qué? —se sorprendió Embo.
—¡No podemos hacer eso! —exclamó su padre—. La Esfera es el tesoro mejor guardado por los Caminantes de la Estrella.
—Además, eso estaría… mal —añadió Lan.
—¿Mal? ¿En serio? —se burló el muchacho—. ¿Qué crees que está peor: robar a esos farsantes el objeto que han estado ocultando al mundo durante siglos o dejar escapar una oportunidad, ¡quizá la única!, de devolver la Quietud perpetua al Linde?
En ese instante, Lan recordó todo el sufrimiento que trajo a su vida la ruptura de su clan. Había muerto gente, y otros tantos se habían perdido para siempre. Rápidamente, entendió que el Secuestrador tenía razón. No podían permitirlo.
—Admiro tu valentía hijo, pero… comprende que no podemos hacerlo solos.
—Cuando tengamos el mapa en nuestro poder, padre, todo el mundo se rendirá ante la evidencia.
Superviviente
"T
odo el mundo cambia en Rundaris", recordó Lan mientras se miraba al espejo. Su piel pálida se había vuelto de un tono coralino, y su cabello, antes negro como la noche, había adquirido toda clase de reflejos rojizos; sólo sus ojos anaranjados permanecían intactos. Decididamente, la muchacha que la miraba desde el otro lado de espejo no era la misma Lan que vivía al abrigo de una madre, rodeada de amigos y vegetación. No era difícil apreciar que había madurado, que, como la superficie del Linde, había cambiado.
Hacía ya un mes de la reunión en palacio y las cosas no había mejorado; muy al contrario, habían ido a peor. La tirantez entre el rey y el líder de los Caminantes era conocida por todo Rundaris, aunque muy pocos sabían a ciencia cierta las verdaderas razones de sus disputas. La existencia del mapa se había ocultado al resto de ciudadanos para evitar una revuelta… o algo peor. Tras arduas negaciones, ambos bandos habían establecido un forzado pacto para proteger la Esfera. Ahora, ésta se encontraba custodiada por numerosos guardias, tanto humanos como Errantes, y eso complicaba aun más el plan de El Verde, que no se había quedado de brazos cruzados.
En el invernadero habían trabajado dura para trazar un plan perfecto con el que apoderarse de la Esfera. Aquélla se había convertido ahora en su máxima prioridad. Era la única manera de curar al Linde y, por extensión. De que Lan volviera a ver a su madre y a sus amigos. Mientras tanto, rundaritas y Caminantes se habían dedicado a vigilarlos de cerca. Jugaban al gato y el ratón.
—Es sumamente peligroso —insistió El Verde.
—Lo sé —reconoció la muchacha—, pero ¿acaso tenemos otra opción?
El Errante no contestó.
—¡Lo hemos repasado cientos de veces! Conozco al dedillo cada detalle de este plan. Todo saldrá bien.
Lan y El Verde conversaban en uno de los rincones más apacibles del invernadero. Un diminuto espacio rodeado de plantas trepadoras donde algunas glicinas se balanceaban suavemente con la corriente que generaba uno de los ventiladores de vapor instalado por Embo.
El Verde se mostró nervioso hasta que admitió:
—De acuerdo, de acuerdo —aceptó con un gesto—. Dejaré en vuestras manos esa tarea, pero debéis ceñiros a mis instrucciones en todo momento y retiraros en cuanto os lo ordene. Esto no es cosa de niños, ¿entiendes? Vuestras vidas podrían correr peligro.
Debido a la preocupación constante a la que estaban sometidos, el Caminante parecía haber envejecido varios años de golpe. Se tomaba las cosas muy en serio. Sabía que contaban con una única oportunidad, no quería poner en peligro a nadie y mucho menos a sus seres queridos, entre los que ahora se encontraban Lan.
***
—¿Qué ocurre Embo? ¿A qué viene tanta prisa?
—Traigo noticias —dijo el hombre, acalorado—. Han vuelto dos Corredores más. Y eso no es todo… han encontrado a otro superviviente —dijo, mirando directamente a Lan, que permanecía atenta a cada uno de sus palabras—, otro habitante de Salvia.