Mientras tanto, el muchacho seguía organizando junto con Unala el acopio de víveres, los
wimos
y a sus nuevos asistentes. Aunque le resultaba complicado, el Secuestrador hacía todo lo posible por permanecer alejado de Lan. Quería dominar sus sentimientos y la distancia le ayudaba a conseguirlo. No entendía cómo podía haber ocurrido, pero lo que sentía por la salviana era cada vez más fuerte; nunca antes había experimentado algo similar. Era como lidiar una dolorosa batalla consigo mismo. La lógica le decía que aquello estaba prohibido y, sin embargo, su corazón insistía en detenerse cuando la perdía de vista. En unos pocos días volvería a viajar junto a ella, y esperaba que para entonces ya hubiera aprendido a controlarse.
A lo largo de la semana, Lan no había dejado de visitar a su padre ni una sola tarde… Siempre lo iba a recoger a la misma hora para dar un paseo y luego terminaban sentados en el jardín, bajo los tamarindos.
Aunque Fírel seguía sin reconocerla, Lan disfrutaba de su compañía. Lo había echado mucho de menos y ahora tenía la oportunidad de recuperar parte del tiempo perdido.
Ese día, Lan se había acercado paseando hasta donde el Secuestrador entretenía a un grupo de niños con algo de sus juegos y trucos de Errante. El muchacho había trazado una línea en la arena para indicar a su público que estaba prohibido cruzarla, así se aseguraba de que ninguno se emocionara demasiado y acaba por tocarlo. Después había empezado a hacerles reír con toda clase de gestos y juegos de manos. Hacía aparecer y desaparecer piedras, les contaba algunas de sus aventuras ligeramente tergiversadas para que resultaran más emocionantes y, en definitiva, les hacía pasar un buen rato.
Lan lo observó complacida y pensó que sería un buen padre. Aunque su actitud con los adultos solía ser algo fría y distante, con los niños se dejaba llevar y siempre conseguía que le tomaran confianza muy deprisa.
—Es un buen chico, ¿verdad? —le dijo a su padre, sabiendo de antemano que no obtendría respuesta alguna.
Fírel estaba concentrado en un punto fijo que brillaba en el horizonte, posiblemente una estrella tan potente que incluso podía verse de día. Era como hablarle a una pared, en muy pocas ocasiones reaccionaba a las palabras de su hija.
—Estoy segura de que os habríais llevado de maravilla.
Lan continuó observando al muchacho, su rostro resplandecía de felicidad y se reía con cada uno de los comentarios de los pequeños. Su mirada centelleaba como si por fin hubiera conseguido distraer su mente de todas aquellas preocupaciones a las que se había visto expuesto durante los últimos días. No le extrañaba que los niños lo miraran embelesados; su sonrisa, su voz, el movimiento de sus brazos… todo en él era perfecto. Era un Errante.
¡Parecía tan seguro de sí mismo! Y sin embargo ella estaba hecha un lío. Recordó, avergonzada, los celos que sintió al ver a Unala, coqueteando con él la noche que llegaron. Estaba confusa por lo que sentía por un Caminante de la Estrella y porque, por supuesto, no podía permitir que nadie lo descubriera. Nunca. Jamás. Estaba segura de que el Errante pensaba en ella como en una tonta niña de pueblo que no dejaba de meterle en problemas, y, aunque en su interior crecía una minúscula esperanza cada vez que él la miraba, Lan se repetía una y otra vez que debía alejar aquellos pensamientos de su mente. Tal vez debería entregarse a alguien con el valor suficiente para demostrar su amor: Nao. Nada le impedía aceptar lo que su amigo le ofrecía. Un abrazo, fuerte y cálido; sin prohibiciones, sin una maldición de por medio.
De pronto, una mueca irónica se dibujó en sus labios. ¿En que estaba pensando? ¿Por qué se molestaba en imaginar un futuro si el mundo estaba herido de muerte? Inspiró con fuerza, debía concentrarse en lo verdaderamente importante.
El Secuestrador lo tenía todo controlado: el morral con la Esfera descansaba siempre a su lado, Unala había terminado de seleccionar a sus hombres, los wimos estaba listos y las provisiones de comidas almacenadas. Aquella era su última tarde, su despedida, y después, ¿quién sabe? Más peligro, más aventuras, el Templo… y tal vez una cura.
Lan perdió la noción del tiempo, dejó que la suave brisa que soplaba constante en aquel clan le acariciara el rostro y después jugueteó con los dedos de sus pies, que rápidamente se vieron ocultados por una bruma espesa.
—¿Qué ocurre? —se extrañó.
De nuevo, dirigió su mirada hacia el muchacho, comprobando que los niños se había, callado de golpe y ahora lo miraban asustados. Sus ojos habían empezado a brillar intensamente.
El Secuestrador se giró aterrado, rogando a Lan que protegiera a aquellos niños, ya que él no podía tocarlos.
La muchacha se levantó agitada y abrió uno de los frasquitos que El Verde les había dado. Rápidamente, vertió la sustancia sobre las manos de los niños y les pidió que se lo frotaran por la boca y la nariz. Eso los protegería de las Partículas.
La muchacha cargó con dos de los críos más pequeños y pidió al resto que la siguieran. Empezó a correr despavorida, abriéndose paso entre la gente. En aquel pueblo las rupturas solían aparecer sin previo aviso. Los síntomas iniciales se veían enmascarados por la broma típica de un clan costero, así que, cuando detectaban la ruptura de la Quietud, siempre era demasiado tarde y las Partículas ya flotaban en el aire.
Lan corrió hasta la cabaña más cercana y aporreó con fuerza la puerta.
—¡Abrid! ¡Vamos! ¡Rápido!
Replegó a los niños a su alrededor, repitiéndoles el gesto de taparse la boca para que la imitaran. A lo lejos, pudo comprobar que las Partículas también se estaban arremolinando en una especie de nubes más densas de lo habitual.
El caos se estaba adueñando del lugar. Por todas partes se oían gritos y golpes. La gente estaba perdiendo en control, como si por primera vez, las Partículas no solo nublaran su mente, sino que también la volviera más agresiva.
—¡Rápido! ¡Abrid la puerta! —exigió, aporreándola de nuevo.
Una mujer tan flaca que parecía una raspa de pescado les abrió asustada y, al ver a los niños, no se lo pensó dos veces y los resguardó en el interior.
—Vamos muchacha, entra tú también —le ofreció.
Lan negó con la cabeza y le susurró:
—Cuide de ellos.
Luego se fue, perdiéndose entre una bruma cada vez más espesa, repleta de siluetas que corrían de un lado a otro tratando de esquivar las peligrosas nubes de Partículas mientras otras, ya infectadas, los perseguían como si se hubieran convertido en terribles depredadores.
El bombeo de su corazón retumbaba con fuerza en sus sienes. Lan dejó de escuchar los gritos de pánico, como si su cerebro hubiera decidido ignorar su sentido del oído para que pudiera concentrarse en salvar a su padre y encontrar al Secuestrador.
Necesitaba un nombre. Nuevamente, no podía llamarlo.
—¡Papaaá! —gritó al fin, con la esperanza de que reconociera su voz.
Se abrió paso entre el gentío, que, inexplicablemente, se había calmado y cada vez caminaba más lento
—¡Papaaá!
Una nube de Partículas pasó a escasos centímetros de ella, entrando en contacto con un grupo de mujeres que, de golpe y porrazo, se quedaron completamente quietas.
—Pero… ¿qué está sucediendo? —murmuró, llevándose de nuevo la sustancia a la boca.
La bruma se aclaró con el viento, que cada vez soplaba más fuerte. Cientos de siluetas estáticas aparecieron de forma fantasmagórica y luego empezaron a caminar en la misma dirección.
Lan comprendió horrorizada.
—¡Tratan de alcanzar el horizonte!
Se maldijo a si misma por no haber podido hacer nada por ellos y rápidamente reconoció algunos rostros entre la muchedumbre: allí estaban el herrero, la mujer que bailoteaba feliz en la cena de bienvenida, el hombre que los había rescatado e incluso Unula, que había perdido toda su elegancia y ahora avanzaba con la mirada perdida y la boca abierta, como si esas malditas Partículas le hubieran robado el alma para siempre.
Lan se abrió paso entre la gente mientras lloraba desconsolada. Aquél era el destino que le esperaba al Linde si sé rendía, si no encontraba una cura a tiempo
—¡Laaan! —oyó a lo lejos.
El muchacho aún estaba vivo. A él no le afectaban en absoluto las Partículas.
—¡LAAAAAAN! —volvió a oír.
La muchacha por fin reaccionó. Todo empezó a temblar. La tierra se resquebrajó bajo sus pies. El jardín de tamarindos agitaba sus adornos de latón como si su música fuera la encargada de anunciar la desaparición del clan. Algunas de las casa destartaladas quedaban por fin en ruinas.
Tenía que sobrevivir, pero no podía abandonar a su padre. Lo buscó por todas partes, no estaba donde lo había dejado. Esperaba encontrarlo junto al Errante, pero al muchacho también lo había perdido de vista. Lan trepó ágilmente hasta el tejado de una de las pocas casa que aún permanecían en pie y divisó a lo lejos al muchacho y a su querido padre: los dos se encontraban a exactamente la misma distancia de ella, pero en direcciones opuestas. El Secuestrador seguía llamándola cerca de la arboleda y su padre avanzaba al unísono con el resto de afectados por la Locura del Horizonte.
El tejado se desmoronó y Lan perdió el equilibrio. La muchacha descendió algunos metros rascándose las costillas; sin embargo, tuvo los suficientes reflejos para aferrarse a un saliente. Levantó la mirada, sin intención de darse por vencida, y descubrió el mar agitándose a lo lejos con bravura, mientras el pueblo, ahora reducido a escombros, seguía inmerso en el caos. Soltó un alarido desgarrador para liberarse del dolor y después sintió cómo el miedo se apoderaba de ella. Se había abierto una brecha enorme en la tierra, a un lado quedó el Errante y al otro Fírel. Había pasado por mucho, pero Lan nunca se había enfrentado a una situación así, tenía que tomar una terrible decisión, la más dura de todas: elegir entre dos seres queridos, decidir quién vive y quién muere. ¿Debía seguir avanzando con el muchacho o permanecer junto a su padre?
La elección no fue sencilla. La muchacha cerró los ojos y… simplemente saltó.
Cicatrices
L
o había hecho, había tomado una decisión; con el corazón y la cabeza. Cuando Lan abrió los ojos, allí estaba él. Tendido en el suelo, escrutando el horizonte para comprender qué había sucedido. Su padre. El Secuestrador. Una difícil elección. Había comprendido que Fírel simbolizaba su pasado y el muchacho su futuro. A su lado, el Linde tal vez tendría una última oportunidad.
—¿Estás bien? —se preocupó el Errante.
Lan lo miró con los ojos anegados y entonces se desmoronó. El chico habría deseado darle consuelo, pero una vez más tuvo que reprimir el impulso de tocarla.
—Has… —empezó a decir, tratando de escoger las palabras adecuadas—, has sido muy valiente.
—¡He abandonado a mi padre! —exclamó ella, furiosa consigo misma.
El chico se puso en pie y dijo:
—No. Has dejado atrás lo que quedaba de él para dar esperanza al resto de habitantes de este planeta.
—Se… ¡Se me ha partido el alma! —dijo Lan con la mano en el corazón, como si quisiese arrancárselo—. Cuando desapareció. Yo… —balbuceó, enjugándose las lágrimas—. Mi madre… Lo he dejado atrás, lo he matado. ¿Qué sentido tiene este viaje, si pierdo por el camino todo lo que amo?
El Secuestrado comprendió el dolor de la muchacha, pero no dejó que se exteriorizara. Tenía que ser fuerte, debía alentar a su amiga.
—Lan —quiso calmarla con un tono de voz relajado—, has sido altruista y estoy seguro de que tu padre estaría muy orgulloso de ti.
La muchacha permaneció en silencio unos instantes. En el fondo, sabía que él tenía razón. Se secó las lágrimas en su vestido y después siguió compadeciéndose.
—¿Y de qué ha servido? Estamos como al principio. —Se encogió de hombros— . ¿Es que no lo ves? ¡No tenemos comida! Ni
wimos
. Ni siquiera contamos con los hombres de Unala —se lamentó—. Nada ha salido como esperábamos, estamos… perdidos.
El Errante levantó la cabeza para contemplar el cielo. Las nubes tenían un color extraño, como si difuminaran luz de forma distinta al resto del Linde… Después miró al frente y observó un horizonte estático, una Quietud perfecta. Nada cambiaba a su alrededor, ni siquiera en la lejanía. No tenía ni idea de dónde se encontraba. Sus pies pisaban una tierra seca y compacta. El suelo estaba cuarteado, como si una gran sequía se lo hubiera llevado todo. Las grietas formaban extraños dibujos que el Secuestrador rápidamente comparó con una cicatriz.
«Cicatriz», pensó.
—Quizá no esté todo perdido.
El muchacho sacó la Esfera de su bolsa y la dejó en el suelo cuidadosamente, luego la activó y trató de encontrar su localización actual.
—Estamos… cerca —murmuró.
—¿Cerca?
—Bueno… más o menos. Según el mapa, el Templo se encuentra a tan sólo unos pocos días de viaje, pero…
—¿Qué ocurre?
—El Linde se ha fragmentado mucho. Estamos cerca del Templo, pero aún más de la Herida.
—¡¿Qué?! —se asustó.
El chico trató de calmarla con la mirada y luego le explicó:
—Aunque tomemos el camino más alejado, no podremos ignorarla. No nos resultará fácil llegar al Templo, la Herida es…
—¿Peligrosa?
—Es mucho peor —respondió él con el semblante serio—. Es el caos, la oscuridad… allí empezó todo, ¿entiendes?
—El peor lugar sobre la faz del Linde.
—Exacto —bufó.
Lan por fin se puso en pie y escrutó el paisaje. Se encontraban en medio de la nada: Salvia había desaparecido, seguía sin noticias de su madre, había dejado atrás a sus amigos y abandonado a su padre. Como la tierra que pisaba, su corazón estaba lleno de heridas que tal vez nunca lograrían cicatrizar. Comprendió que ya no tenía nada más que perder, que había llegado demasiado lejos, y entonces decidió sobreponerse a la adversidad.
—No pienso rendirme ahora —dijo envalentonada, sorprendiendo a su compañero—. Has dicho que mi padre estaría orgulloso… ¡Hagamos que el resto del mundo también sienta lo mismo!
Y Lan empezó a caminar.
No importaba cuánto recorrieran, el paisaje siempre era el mismo; una vasta planicie agrietada. Habían pasado la noche a la intemperie, sin ningún techo bajo el que guarecerse, aunque por fortuna hacía mucho que aquella tierra no había visto llover y la temperatura se mantenía estable.